Lecturas

Diez días en un psiquiátrico

Nellie Bly

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Una delicada misión 

El día veintidós de septiembre el New York World me pidió si podía ser internada en uno de los asilos para los insanos en Nueva York, con el objetivo de escribir una narrativa directa y sin barnices sobre el tratamiento de los pacientes, la administración, etcétera. ¿Creía yo tener el coraje para atravesar tan penosa experiencia como lo exigía esta misión? ¿Podría asumir las características de la locura a tal grado de poder engañar a los doctores y vivir por una semana entre los orates sin que las autoridades ahí se dieran cuenta de que yo era solo “uno entre ellos, tomando notas”? (N de R: En el original Nellie Bly hace referencia al poeta escocés Robert Burns, citando “a chield’s amang you takin notes”, del poema “On The Late Captain Grose’s Peregrinations Thro’ Scotland”) Dije que creía poder hacerlo. Tenía algo de fe en mis propias habilidades como actriz y pensaba que podía fingir locura por el tiempo suficiente para cumplir con cualquier misión que se me encomendara. ¿Podría pasar una semana en el pabellón de los locos en la isla Blackewell? Dije que podía y lo haría. Y lo hice. 

Las instrucciones eran simplemente empezar con mi trabajo tan pronto como me sintiera lista. Debía hacer una crónica fiel de las experiencias a las que me sometería, y una vez dentro de las paredes del asilo, descubrir y describir su funcionamiento interno, que siempre está efectivamente escondido por enfermeras de gorras blancas, al igual que por cerrojos y barrotes, lejos del conocimiento del público. “No te pedimos que vayas ahí para hacer revelaciones sensacionalistas. Escribe sobre las cosas que encuentras, buenas o malas, alaba o critica como creas mejor, y di la verdad todo el tiempo. Pero tengo miedo de esa sonrisa crónica tuya”, dijo el editor. “No sonreiré más”, respondí y me fui a ejecutar mi delicada y, como descubrí, difícil misión. 

Si lograba entrar al asilo, lo que difícilmente esperaba hacer, no podía saber si mis experiencias iban a contener algo más que una simple historia de la vida allí. Que una institución pudiera ser mal manejada y que la crueldad pudiera existir bajo su techo, no lo consideraba posible. Siempre tuve el deseo de conocer más profundamente la vida en el asilo, un deseo de ser convencida de que los más indefensos entre las criaturas de dios, los locos, estaban siendo cuidados con amabilidad y correctamente. Las muchas historias que había leído de abusos en estas instituciones las había considerado muy exageradas o tal vez ficciones, pero todavía existía el deseo latente de saberlo de verdad. 

Me estremecí al pensar que los insanos estaban completamente bajo el poder de quienes los cuidan y que uno podía llorar y rogar por la liberación, sin lograr nada, si los cuidadores así lo decidían. Ansiosamente acepté la misión para aprender el funcionamiento interior del Psiquiátrico de la isla Blackwell. 

—¿Cómo me sacarán —pregunté a mi editor—, una vez que esté ahí? 

—No lo sé —contestó—, pero te sacaremos incluso si tenemos que revelar quién eres y por qué has fingido locura, solo tienes que entrar. 

Tenía poca fe en mi habilidad para engañar a los expertos en locura y creo que mi editor tenía aún menos. 

Todos los preparativos preliminares para mi plan me los dejaron a mí. Solo una cosa fue decidida entonces, es decir, que yo debería usar el pseudónimo de Nellie Brown, cuyas iniciales coincidirían con las mías y con las de mi ropa blanca, por lo que no habría dificultades en seguir mis movimientos y asistirme en caso de encontrarme en dificultades o peligros. 

***

Logré ser internada en el pabellón de los locos en la isla de Blackweell, donde pasé diez días y noches y tuve una experiencia que nunca podré olvidar. Asumí el rol de una pobre y desgraciada joven loca y sentí que era mi deber no evitar ninguno de los desagradables resultados que seguirían. Me volví una de las interdictas de la ciudad por ese período de tiempo, sufrí mucho y vi y escuché más del trato que se le da a estos indefensos de nuestra población, y cuando había visto y escuchado lo suficiente, mi liberación fue prontamente asegurada. Dejé el pabellón de los insanos con gusto y culpa: gusto porque una vez más podía disfrutar el libre aliento del cielo; culpa porque no pude llevarme a algunas de las desafortunadas mujeres que vivieron y sufrieron conmigo, y quienes, estoy segura, estaban tan cuerdas como yo lo era y lo sigo siendo. 

Pero déjenme decir una cosa: desde el momento en que entré al pabellón de los locos en la isla, no hice ningún intento por seguir asumiendo el rol de la locura. Hablé y actué como lo hago en mi vida común. Y aún más extraño, mientras más cuerda mente hablaba y actuaba, más loca me creían todos excepto un doctor, cuya amabilidad y gentileza no olvidaré.

Preparativos para la misión

Volviendo a mi trabajo y misión, después de recibir las instrucciones, retorné a mi pensión, y cuando llegó la tarde empecé a practicar el papel con el que haría mi debut a la mañana siguiente. Qué tarea más difícil, pensé, aparecer frente a una multitud de personas y convencerlas de que estaba loca. Nunca había estado cerca de dementes en mi vida, y no tenía ni la menor idea de cómo era su actuar. ¡Y después sería examinada por varios médicos con experiencia que había hecho de la locura su especialidad, y que a diario estaban en contacto con locos! ¿Cómo pretendía yo burlar a los doctores y convencerlos de que estaba loca? Temía no poder engañarlos. Empecé a creer que mi tarea no tenía futuro, pero debía hacerlo. Así que me dirigí al espejo y examiné mi rostro. Recordaba todo lo que había leído sobre las acciones de los locos, cómo, para empezar, todos ellos tienen la mirada fija, así que abrí mis ojos tanto como me fue posible para mirar fijamente, sin pestañear, mi propio reflejo. Les aseguro que la imagen no era tranquilizadora, ni siquiera para mí, especialmente en mitad de la noche. Traté de encender las luces, esperando que eso aumentara mi coraje. Solo tuve éxito parcial, pero me consolé pensando que en unas pocas noches más no estaría ahí, sino encerrada en una celda con un montón de lunáticas. 

***

Pensé que sería mucho más fácil ir a una pensión para mujeres obreras. Sabía que una vez que lograra que toda una casa de mujeres me creyeran loca, ellas no descansarían hasta que estuviera lejos y en un lugar seguro. 

De un directorio elegí el Hogar Temporal para Mujeres N° 84, ubicado en la Segunda Avenida. Mientras caminaba por la calle, decidí que, una vez al interior de la casa, debía hacer lo mejor posible para empezar mi camino al Asilo para los Insanos en la isla Blackwell.

***

Comencé a temblar con algo que era más que solo frío y miré a la extraña multitud a mi alrededor, compuesta por hombres y mujeres mal vestidos, con historias en sus rostros que hablaban de vidas duras, de abuso y de pobreza. Algunos hacían preguntas con urgencia a sus amigos, mientras otros se sentaban quietos con una expresión de absoluta desdicha. Por todos lados había un destello de oficiales bien vestidos y alimentados, observando la escena pasivamente, casi indiferentes. Era solo una vieja historia para ellos. Una desgraciada más que añadir a la lista que hace tiempo que había dejado de interesarles o importarles. 

—Ven aquí, chica, y quítate el velo —me llamó el juez Duffy, en un tono que me sorprendió por su dureza, que chocaba con el rostro amable que poseía. 

—¿A quién le habla? —pregunté, en mi tono más digno. —Ven aquí, querida, y levanta tu velo. Sabes que la Reina de Inglaterra, si estuviera aquí, tendría que levantarse el velo —dijo, muy amablemente. 

—Eso es mucho mejor —respondí—. No soy la Reina de Inglaterra, pero levantaré mi velo. 

Cuando lo hice, el juez me miró y, entonces, con un tono muy amable y gentil, dijo: 

—Querida niña, ¿cuál es el problema? 

—No hay problema, solo que he perdido mis baúles y este hombre —indiqué al policía Bockert— me prometió traerme a dónde los encontraría. 

—¿Qué sabe sobre esta criatura? —preguntó el juez duramente a la señora Stanard que se paró, pálida y temblorosa, a mi lado. —No sé nada acerca de ella, solo que llegó al hostal ayer y pidió pasar la noche. 

—¿El hostal? ¿A qué se refiere con el hostal? 

—Es un hogar temporal para mujeres trabajadoras en el número ochenta y cuatro de la Segunda Avenida. —¿Y cuál es su posición ahí?

—Soy la asistente de la encargada. 

—Bueno, díganos lo que sabe del caso. 

—Ayer cuando iba llegando al hostal, la vi caminando por la avenida. Estaba completamente sola. Apenas había entrado a la casa cuando la campana sonó y ella entró. Cuando hablé con ella, quería saber si podía quedarse toda la noche y yo le dije que podía. Después de un rato, dijo que toda la gente en la casa parecía loca y que les tenía miedo. Luego no quería irse a la cama y se quedó sentada toda la noche. 

—¿Tenía algo de dinero? 

—Sí —respondí por ella—. Le pagué por todo y la comida fue de las peores que he probado en mi vida. 

Hubo una sonrisa general ante esto y algunos murmullos de “no está tan loca respecto a la comida.” 

—Pobre niña –dijo el Juez Duffy—. Está bien vestida y es una dama. Su inglés es perfecto y apostaría cualquier cosa a que es una buena chica. Estoy seguro de que es querida por alguien. 

Ante este comentario, todo el mundo rio y yo tuve que ponerme un pañuelo en la cara para ahogar la risa que amenazaba con arruinar mis planes, a pesar de mi determinación. 

NB