Madonna a la hoguera
“Like a Prayer” encendió mi imaginario de adolescente. En aquel clip, la madona del pop se menea al estilo góspel en un vestido púrpura, con un infartante escote. Desafiando las cruces de fuego del Ku Klux Klan, libera de su cárcel a un Cristo negro, injustamente arrestado, y lo besa en un fogoso arrebato. Un manifiesto incandescente y casi litúrgico contra el racismo, que le valió convertirse en la peor pesadilla de la derecha religiosa y supremacista.
Estamos en 1989, año de todas las hogueras, la del caso Rushdie, la del caso Scorsese. Ciertos integristas cristianos juran quemar La última tentación de Cristo por blasfema y hasta incendian un cine en Saint-Michel. “Like a Prayer” llega como una bola de fuego. El papa en persona llama a boicotear a la cantante y algunos católicos desaforados presionan a sus sponsors. Pepsi se retira de la gira. A la madona le da igual. Con una aureola de azufre, su canción se coloca a la cabeza de los rankings mundiales. La época se vuelve loca con esas provocaciones que ofuscan a los reprimidos. No hay nada más rockero que estar condenado a la hoguera.
Treinta años después, cambio de disco y de tiempos. Esta vez, no son los conservadores los que apuntan con el dedo a la madona por “blasfema”, sino los progresistas, que la maldicen por “apropiación cultural” en el marco de un fallido homenaje a Aretha Franklin durante los MTV Awards.
La reina del soul acababa de morir, y la reina del pop subió al escenario con una insólita túnica beréber, cargada de joyas plateadas y pulseras de colores, la frente ornamentada con trenzas rubias. Se le recrimina menos su atuendo que el haber hablado tanto de sí misma. Pronunció un largo, muy largo monólogo, en el que cuenta sus años de infortunio en Detroit, ciudad donde creció, al igual que Aretha Franklin. ¿Era atinado comparar ambos guetos, realidad seguramente más violenta para una joven negra que para una joven blanca? La idea de Madonna solo era mencionar los puntos que tenía en común con la homenajeada. Pero la anécdota perduró.
Por lo demás, cuesta encontrar un nexo entre su atuendo beréber y los modelos chics, muy occidentales, de Aretha Franklin. No lo hay. Sencillamente es el atavío del último álbum de la cantante, su última fantasía en materia de look. Pero ese look, y más aún sus trenzas denominadas “africanas”, son motivo de reproche. Uno tiene derecho a encontrarla más excitante en baby doll púrpura. ¿Pero cabe por lo tanto lincharla por “apropiación cultural”? ¿Se le está enrostrando inspirarse en otras culturas? ¿Qué música no se inspira en otras?
El escritor inglés de origen indio Kenan Malik es uno de los primeros en ver en la apropiación cultural “una versión secularizada de la blasfemia”. Él aboga por la mezcla, al mejor estilo Elvis Presley. No hace tanto tiempo, recuerda, las radios blancas se negaban a pasar las canciones de los pioneros del rock’n’roll, como Chuck Berry, clasificado como música “étnica”. Advino el Rey. El rockero blanco democratizó el rock y lo sacó del gueto. Por más injusto que sea, tal imitación fue menester para reconocer, más adelante, el aporte de los rockeros negros.
“Imaginemos que Elvis hubiera sido disuadido de apropiarse de aquella música supuestamente negra. ¿Habría eso provocado un retroceso del racismo o la eliminación de las leyes Jim Crow? Definitivamente no”, persiste Malik.
La segregación musical jamás hizo retroceder el más ínfimo prejuicio. Al contrario, es la mezcla, la fuente misma de la creatividad, lo que permite componer un mundo común. Por lo mismo, se les endilgó a los Rolling Stones haber saqueado el repertorio de algunos bluseros negros que permanecieron en las sombras. Muddy Waters, que forma parte de los “saqueados”, pronunció al respecto esta frase genial: “Me robaron mi música, pero me dieron un nombre”. Sin los Stones, el blues jamás habría cruzado las puertas del gueto. ¿En qué mundo viviríamos si el blues fuera considerado “música negra” y solo se difundiera en radios “negras”? ¿A qué se parecería el pop si Madonna no se hubiera inspirado en el Voguing, aquel movimiento oriundo del gueto gay y latino, o del góspel? ¿Y si escuchara las críticas y limitara su inspiración?
Por suerte para nosotros, a la madona le importa un comino. “Oh, they can kiss my ass” (Que me besen el culo), declaró al Huffington Post: “No me estoy apropiando de nada. Me inspiro y hago referencia a otras culturas. Tengo ese derecho como artista. Se ha llegado a decir que Elvis Presley robó la cultura afroamericana. Pero es nuestra labor, como artistas, poner el mundo patas para arriba, con el fin de desconcertar y obligarnos a volver a pensarlo todo”. Bien dicho.
Madonna puede permitírselo. Tiene espaldas, recursos y una carrera contundente. ¿Qué joven cantante tendrá tanto coraje? Al contrario de las cazas de brujas iniciadas en los tiempos de “Like a Prayer”, las piedras de la “apropiación cultural” hoy son arrojadas por jóvenes liberales, ya no tan rockeros, que linchan y boicotean ante la menor sospecha. Ningún joven artista, menos aún una marca, puede darse el lujo de ignorar aquellos edictos digitales. Una compañía discográfica lo obligará entonces a deshacerse en disculpas frente al primer runrún negativo que circule.
A veces, esos enjuiciamientos alcanzan a los artistas hasta su tumba. Y aquí viene a cuento Johnny Clegg, el más afro de los cantantes blancos sudafricanos. El autor del mítico “Asimbonanga”, un canto contra el apartheid con el que bailaba Nelson Mandela, no recibió únicamente flores en su entierro. Mientras el African National Congress (ANC) le rendía un vibrante homenaje, no faltaron activistas franceses y americanos que lo acusaron de haber vivido de la apropiación cultural.
Por lo visto, si eres blanco no es bueno que te guste una cultura ajena. Como escribe la ensayista Fatiha Boudjahlat: “No te cae bien, eres racista. Te cae bien, eres racista”. Y concluye en un impasse absoluto, en una época trastocada: “Hoy en día, Mandela sería calificado de siervo doméstico”.