En 1982 la Argentina estaba gobernada por una dictadura bajo el mando del teniente coronel Leopoldo Fortunato Galtieri. El 30 de marzo el movimiento obrero convocó una marcha hacia la plaza de Mayo, en Buenos Aires. Desde 1976 el régimen militar había secuestrado y asesinado a miles de ciudadanos, suprimido el derecho a huelga y prohibido la actividad gremial. Aun así, cincuenta mil personas convergieron en la manifestación que se realizó bajo el lema «Paz, Pan y Trabajo», entre gritos de «¡Galtieri, hijo de puta!», y terminó con enfrentamientos salvajes y más de tres mil detenidos. Apenas dos días después, el 2 de abril, en la misma plaza, cien mil ciudadanos eufóricos alzaban banderas patrias y enarbolaban carteles con la leyenda «Viva nuestra Marina», mientras un grito fervoroso avanzaba como la proa de un barco bestial: «¡Galtieri, Galtieri!» La televisión mostraba al teniente coronel abriéndose paso entre una multitud rugiente que se disputaba espacio para abrazarlo. La voz de una locutora relataba con vehemencia: «¡Ha salido el excelentísimo señor presidente de la nación a saludar a su pueblo! Todos lo han vitoreado. El señor presidente se acercó a esta multitud que lo aclamaba tanto a él como a las fuerzas armadas por la actitud histórica tomada en las últimas horas. ¡Gracias, gloriosa Armada Nacional!» La locutora, el pueblo, el teniente coronel celebraban que, horas antes, tropas nacionales habían desembarcado en las islas Malvinas, un archipiélago del Atlántico sur que llevaba 149 años bajo dominio inglés con el nombre de Falkland Islands, y cuya soberanía se reclamaba desde siempre.
Siguió una guerra corta, de setenta y cuatro días. Pocas cosas se detuvieron en el país por ese conflicto. La selección de fútbol viajó al Mundial de España y debutó el 13 de junio con un partido en el que perdió contra Bélgica. Al día siguiente, la guerra terminó. El teniente coronel Galtieri anunció la rendición de esta manera: «Nuestros soldados lucharon con esfuerzo supremo por la dignidad de la nación. Los que cayeron están vivos para siempre en el corazón y la historia grande de los argentinos [...]. Tenemos nuestros héroes. Hombres de carne y hueso del presente. Nombres que serán esculpidos por nosotros y las generaciones venideras.» Seiscientos cuarenta y nueve soldados y oficiales argentinos murieron en combate. El nombre de más de cien de ellos demoró treinta y cinco años en ser esculpido. No en la historia grande sino en una lápida.
Con esta camisa iba a bailar.
Estas son las cartas que nos mandó desde las islas.
Esta es la cadenita que le regaló la novia, el anillo de casado, el reloj, el carnet de la Armada, las fotos de la dentadura y del ataúd y de la fosa que están en el informe que nos entregaron los forenses.
Al terminar la guerra, miles de soldados regresaron a sus casas, pero, salvo excepciones, el Estado no notificó oficialmente la muerte de quienes no volvieron. Día tras día, semana tras semana, cientos de familiares recorrieron los cuarteles buscando al muerto vivo, al despedido al pie de un autobús semanas antes. Apostados al otro lado de los muros gritaban: «¿¡Alguien sabe dónde está Andrés Folch?!», «¿Julio Cao, dónde está Julio Cao?», «¡¡Araujo, soldado Araujo!!».
Entretanto, el ejército inglés, que había sufrido 255 bajas, envió a las islas a un oficial de treinta y dos años llamado Geoffrey Cardozo con el fin de ayudar a su tropa en la posguerra. Cardozo encontró un panorama inesperado: los cuerpos de los combatientes argentinos seguían esparcidos en el campo de batalla. Lo comunicó a sus superiores y, en noviembre de 1982, el gobierno británico presentó una nota a la junta militar argentina preguntando qué hacer. Según sostiene el historiador Federico Lorenz en el texto «El cementerio de guerra argentino en Malvinas», «El gobierno militar respondió [...] autorizando el entierro de sus soldados caídos, pero “reservándose el derecho de decidir, cuando sea adecuado, acerca del traslado de los restos [...] desde esa parte de su territorio al continente”. Las idas y vueltas se debieron a que las consultas oficiales británicas incluían la palabra “repatriación”, algo inadmisible para la Argentina en tanto considera a las islas parte de su territorio». Así fue como el destino de cientos de cadáveres quedó reducido a un asunto semántico: no se repatria lo que está en el suelo propio.
Geoffrey Cardozo recibió la orden de armar un cementerio. Encontró un lugar en el istmo de Darwin. Ejerciendo un oficio fúnebre para el que no tenía entrenamiento, recogió cadáveres insepultos, exhumó los sepultados, revisó uniformes buscando documentos, carnets, placas identificatorias: los rastros de la identidad esquiva. Logró reunir doscientos treinta cuerpos pero ciento veintidós de ellos –restos mudos, sin placas ni documentación– quedaron sin identificar. Los trasladó, a todos, al cementerio. Los envolvió en tres bolsas y, en la última, escribió con tinta indeleble el nombre del sitio donde habían sido encontrados. En las cruces de quienes no tenían nombre hizo grabar una leyenda: «Soldado argentino solo conocido por Dios.» Elaboró un informe minucioso y lo remitió a su gobierno que, a su vez, lo remitió a la Cruz Roja que, a su vez, lo remitió al gobierno argentino. El cementerio se inauguró el 19 de febrero de 1983. Luego, Cardozo volvió a Inglaterra. No regresó a las islas pero jamás dejó de pensar en ellas.
Yo supe cómo había muerto mi hermano veinticinco años después de la guerra.
Yo pensé que ese cementerio estaba vacío. A mí me habían dicho que estaban en una fosa común.
Yo siempre creí que él iba a volver.
¿Cómo nadie nos dijo nada del trabajo que había hecho Cardozo?