Lecturas

Contra el punitivismo

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La repetición de lo inútil

El domingo 4 de julio de 2021 el portal TN publicó una nota sobre la situación de los ocho jóvenes detenidos desde enero de 2020 por el homicidio de Fernando Báez Sosa con el siguiente título: “Deprimidos, sin visitas higiénicas y aislados: el día a día de los rugbiers en la cárcel a un año y medio del crimen de Fernando Báez Sosa”. Durante unas horas, #Deprimidos se transformó en tendencia en Twitter.

La mayoría de los tuits comparaban la “depresión” de los jóvenes presos con el daño que les habían provocado a Fernando y a su familia, o sea, con la misma muerte. El hecho de que en el título se usara la denominación “visita higiénica” –que atrasa unos cien años– y que se la ligara al estado de ánimo depresivo generaba más indignación. Todo lo que se afirma en el artículo, cabe aclarar, no está dicho ni por los jóvenes, ni por sus familias, ni por su abogado, ya que en el texto se reconoce que no brindan declaraciones, sino por quien escribe y por fuentes imprecisas del personal penitenciario.

Alguien se puso a hacer una encuesta acerca de las “visitas higiénicas”. Las opciones eran “No deberían existir”, “Son una necesidad” o “Son polémicas”. Mi voto fue el minoritario. Más de la mitad de los votos sostenían que no deberían existir y, para un cuarto, “son polémicas”.

Se me ocurrió plantear un silogismo de los categóricos:

• La gente que comete delitos sigue siendo persona.

• Las personas tienen derechos.

• Luego, la gente que comete delitos tiene derechos.

Pero algunas personas respondieron: “Depende”. Y luego: “Si es un violador o un asesino, no”. “Si le preguntaras a una madre o un padre a quienes le violaron o le mataron la hija, seguro que dirían que no.” Vivimos en un país en el que no solo el Estado, a través de algunos de sus agentes, ha violado y matado, sino también ha metido picanas en ojos, bocas, anos y vaginas; ha quemado viva gente, la ha despellejado; ha secuestrado bebés recién paridos y los ha regalado, tirando luego al mar a sus madres; ha colgado gente de cadenas durante horas; ha dado palizas brutales y ha roto tímpanos. Y las personas que han hecho cada una de esas cosas amparadas por el Estado y las que las han ordenado o tolerado no perdieron sus derechos. No los han perdido y ni sus víctimas ni las familias de sus víctimas han pedido que los perdieran. No han perdido ni el derecho al debido proceso, que incluye tener acceso a la defensa pública, si así lo desean o lo necesitan, ni el de relacionarse con sus seres queridos, ni el derecho a la salud. Por el contrario, como en general forman parte de sectores medios y altos de la sociedad, acceden a condiciones de detención y a la satisfacción de sus necesidades de un modo mucho más integral y más eficiente que el de los miles de presos “comunes” que pueblan nuestras cárceles. Viven en prisión mejor que la mayoría, como vivían en libertad en condiciones de privilegio por sus recursos económicos, sociales y laborales.

Sin embargo, no son esos casos los que provocan mayor impacto mediático o debate social. Lo que se plantea es si ocho jóvenes, detenidos y aún sin condena (pero que seguro llegará, y será muy severa) pueden o no tener, eventualmente, relaciones sexuales con alguien. Esto es algo que está reconocido por todos los instrumentos de derechos humanos relativos a las personas privadas de libertad y por las leyes nacional y provincial de ejecución penal, y hace tiempo que no se discute. Incluso se han ido ganando batallas: que no haya limitación de género (hasta no hace mucho, un varón no podía tener relaciones con otro varón, ni una mujer con otra mujer, y mucho menos relaciones no binarias) y que no existan juicios valorativos sobre quién visita a una persona privada de libertad, tarea que también hasta no hace mucho tiempo realizaban lxs trabajadorxs sociales al hacer los informes sobre cada pedido de “visita íntima”.

Al discutir si un joven preso tiene derecho a mantener relaciones sexuales, se objeta lo mismo que cuando se cuestiona el derecho de una adolescente a pasar el día de su cumpleaños con su padre condenado a prisión perpetua. Quienes se oponen al ejercicio de estos derechos, por un lado, niegan la condición de humanidad de las personas que cometen ciertos delitos y, por el otro, contraponen el daño causado (la violación, la muerte) con el placer que significa acceder a ciertos derechos, como un abrazo, unas horas de festejo, un orgasmo. ¿Por qué quién le negó para siempre el derecho a un padre de abrazar a su hija o el de una madre a esperar a su hijo con su comida preferida podría disfrutar de esos placeres y alegrías? Cada vez que alguien que cometió un delito grave pretende ejercer un derecho, se reitera la misma discusión. Incluso cuando se plantean posibilidades de reinserción, como proyectos de cupos para liberados, se plantea si debe liberarse a quienes hayan cometido cualquier delito o solo algunos, los menos graves. En la cárcel, lo que encontramos son personas que cometieron delitos. Algunos de ellos muy graves. Esa es la gente con la que se decide trabajar y a la que se debe intentar acompañar con programas de inclusión laboral. La cárcel romántica, con presos poetas o militantes populares, o jóvenes pobres que solo roban celulares sin hacer daño, o ladrones de antaño, con códigos, no es más que una parte, no el todo, y no la más habitual. Y las víctimas y sus familias tienen derecho a que el delito se esclarezca y no quede impune, a ser reparadas y a que el Estado las acompañe todo lo que sea necesario para calmar su dolor, pero no a costa de dinamitar los derechos de las personas privadas de libertad.

La idea de que el castigo resuelve todos los problemas se extiende como mancha de aceite y lo invade todo. Del mismo modo en que en los últimos años hemos desarmado –y aún estamos en ello– múltiples micromachismos que se colaban en conversaciones cotidianas, modos de relacionarnos, o decisiones políticas, culturales y gremiales, entre muchas otras maneras de exhibir una situación de privilegio masculino, intento develar múltiples micropunitivismos que se nos imponen como si el castigo y la sanción fueran no solo útiles sino, también, el único modo de abordar situaciones de diverso tipo.

A continuación, un rápido recorrido por algunos casos.

Punitivismo neocolonial: el negrito Cavani

El 29 de noviembre de 2020 Edison Cavani, formidable jugador de fútbol uruguayo que se desempeña en el Manchester City de Inglaterra, hizo un gol. Un amigo lo felicitó en su cuenta de Instagram. Cavani le respondió: “Gracias, negrito”. La palabra “negrito” le significó una sanción de tres partidos de suspensión y una multa de 100.000 libras (unos 135.000 dólares) por haber usado un término discriminatorio. Si no fuera trágico movería a risa que una de las potencias coloniales que más masacres ha cometido a lo largo de su historia sancione a un inmigrante (no otra cosa son los jugadores argentinos, uruguayos, brasileños y de todas las ex colonias de las potencias imperiales que juegan en las ex metrópolis) por usar un término cariñoso y habitual en la sociabilidad rioplatense. Pese a las protestas, la sanción se aplicó; Cavani se perdió esos partidos y pagó la multa, y en adelante sabrá que tiene prohibido usar las palabras “negrito” o “negro” porque a la patronal neocolonial le resultan racistas.

Más allá de la interpretación sobre el uso de una palabra que es de nuestro hablar cotidiano, y que en los términos en que la escribió Cavani resultaba evidentemente respetuosa y cariñosa, ¿cuál es el sentido de no dejarlo jugar tres partidos? ¿Qué tendría que ver, aun si hubiera usado un término agresivo, con su condición de jugador? La misma situación se da cuando se sanciona con suspensiones a jugadores que ingieren alguna droga social. ¿Por qué dejar sin trabajo a una persona que tiene una adicción? ¿No sería mejor que en el primer caso se usara el “negrito” para que el propio Cavani explicara el significado afectuoso que tiene esa palabra en nuestra cultura y cómo ese significado se transforma en agresivo en otros contextos o a partir de un tono determinado? Y, en el del consumo de drogas, ¿no sería mejor que el o la jugadora involucradxs, si lo desean, compartieran sus dificultades para evitar el consumo de estupefacientes, y eso solo si esos estupefacientes afectaran su rendimiento (porque, caso contrario, se trataría de la esfera de su intimidad y nadie tendría por qué intervenir)?

Punitivismo legislativo: el diputado chupateta

El 24 de septiembre de 2020, en plena sesión de la Cámara de Diputados, se vio una escena que en seguida comenzó a circular por las redes sociales: el diputado Juan Emilio Ameri le besaba un seno a una mujer. El presidente de la Cámara, Sergio Massa, dijo esto: “Quiero interrumpir el debate de esta ley, desgraciadamente, quiero interrumpir el debate para plantear que frente a una falta grave de un diputado en el marco de las sesiones de asistencia presencial y remota, se dio una situación que nada tiene que ver con el decoro de esta casa”.

En pocas horas, el diputado estaba fuera de la Cámara. Prácticamente nadie se opuso. A todo el mundo le pareció lógico. ¿Echar o hacer renunciar a una persona elegida por el voto popular por el hecho de haberse olvidado de apagar la cámara y estar besando en un pecho a su mujer? ¿Se hubiera tomado la misma decisión si el beso era en la boca o en la mejilla? ¿Se hubiera procedido igual si en vez de ser un diputado ignoto hubiera sido uno de los líderes de alguna bancada? Obviamente no. Entonces, se trató de una pacatería llevada al extremo de la sanción para frenar así el escandalete en las redes. La pregunta, otra vez, es si esa decisión, ese nivel de punitivismo legislativo, tuvo algo que ver con el hecho en sí –magnificado con palabras como “obsceno”, “pornográfico”, “inmoral”– o más bien con hacerle creer a una parte de la sociedad que el castigo es un buen modo de resolver situaciones incómodas, conflictivas o incluso antirreglamentarias. Esto es, que no hay otra forma más que la sanción inmediata sin siquiera garantizar el derecho de defensa básico de cualquier procedimiento. Si, además, el diputado es poco simpático, ingresó como relleno en una lista y será suplantado por una legisladora mejor vista y con mejores antecedentes, la operatoria es casi perfecta. El problema es que lo que sirve hoy para sacarse de encima a este mañana puede ser usado para sacarse de encima a quien incomode en serio.

Punitivismo tuitero: buscando en tu pasado

Sobre lo que se dice, hay ejemplos de mayor y de menor gravedad. Miles de personas sostienen, incluso desde sus cargos oficiales, que “los presos tienen que pudrirse en la cárcel”. En el caso de quienes detentan cargos públicos, eso es muy grave porque “pudrirse en la cárcel” quiere decir morirse sufriendo. Alguien que se pudre es literalmente alguien que no recibe atención médica y alguien a quien se hace sufrir adrede, o sea, alguien a quien se tortura. Esos discursos de odio solo están naturalizados para las personas privadas de libertad y a nadie escandalizan. Deberían ser sancionados, no penalmente, pero sí haciendo que nadie que sostenga eso pueda ejercer un cargo público. Ahora, si eso mismo lo dice (como sucede) una compañera de trabajo o el verdulero o el taxista, verbalmente o a través de un tuit, lo único que hay que hacer es tratar de construir un discurso mejor, no pedir que la/o echen, cancelarlo o suspenderlo de sus actividades, y mucho menos retroactivamente. Cuando se trata de opiniones del pasado, sostener que están poco menos que grabadas sobre piedra es negar la posibilidad de que las personas cambien.

Tres días después de la muerte de Diego Maradona jugaron Los Pumas, nuestra selección nacional de rugby, y los All Blacks, la selección de Nueva Zelanda. Al comienzo, los neozelandeses hicieron su tradicional danza Haka en homenaje a Diego. Los Pumas –que solo lucieron un brazalete negro en señal de duelo– se quedaron casi paralizados. Una ola de indignación se propagó por las redes argentinas. En vez de disfrutar del hermoso gesto de los All Blacks, se desató una descarga de odio contra Los Pumas porque el homenaje a Diego no había sido el que que se pretendía. Se buscaron tuits detestables de ocho años atrás de algunos de sus integrantes y se pidió poco menos que el destierro del capitán. Finalmente, se lo suspendió a él y a otros dos jugadores por ¡tuits añejos! que solo se difundieron porque a las patrullas de homenajes no les gustó el que le hicieron a Maradona. De una situación que podría haberse usado para revisar posiciones discriminatorias como las que esos tuits reflejaban se optó por la cancelación y el castigo sumario. Fin del asunto.