Volver a la Salsa, veinte años después
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Y a estas alturas, ¿para qué hablar de la Salsa?
Cuando en 1997 decidí cerrar y entregar a una editorial cubana Los rostros de la salsa, una colección de entrevistas a precursores, protagonistas, estrellas y conocedores de este fenómeno musical, todavía el Caribe se movía a los ritmos sincopados de las melodías que habían marcado su preferencia cultural durante los treinta años anteriores.
Era cierto que ya para ese momento se advertía un relativo cansancio de los melómanos y bailadores con los modos de hacer de los más persistentes músicos salseros; que los dos países donde se hacía más y mejor Salsa eran para ese entonces Colombia (en un período de devastadora violencia), donde todo el mundo bailaba Salsa, y la recuperada Cuba (curiosamente en medio de una de sus más feroces crisis económicas), donde algunos preferían llamarle «timba» a los modos de hacer más contemporáneos de lo que aún podía ser Salsa. Era también el momento en el cual entre Nueva York y Puerto Rico iniciaban o consolidaban su obra creadores como Marc Anthony y Gilberto Santa Rosa. También sucedía que en los años anteriores se había creado mucho producto estándar, de corta mira comercial, y domesticado como casi todo el catálogo de la llamada «Salsa erótica», en la cual importaba más la estampa del cantante que su voz y lo que ella trasmitía.
Pero, sobre todo, lo más cierto de todo era que ya en esos instantes estábamos en otros tiempos históricos, sociales, económicos y estéticos, cada vez más diferentes o distantes de los que en la década de los años 60 habían plantado en el barrio latino de Nueva York la semilla de la salsa, o en los días de 1970 que habían visto crecer el árbol y dar sus mejores frutos, o en los años 1980 que habían disfrutado de una explosión y difusión casi universal de esa música. Hasta nos distanciábamos de los albores del decenio de 1990, cuando habíamos visto con regocijo la incorporación de una nueva generación de músicos cubanos (José Luis Cortés, Isaac Delgado, Manolín «El Médico de la Salsa»), reconocidamente salseros, que elevaban la calidad de la música aun cuando curiosamente ellos también la ayudaban a llegar al callejón sin salida por donde, lo que todavía podemos calificar como Salsa se ha movido desde entonces: el Callejón de los Empecinaos.
En 1997, para más ardor, comenzaba a crecer el «fenómeno» Buena Vista luego de las grabaciones hechas en La Habana por Ry Cooder, y de pronto el mundo redescubría una música que reconocía viejos sones cubanos, con letras si acaso picarescas, tocados por viejos músicos cubanos como vieja música cubana. Todo un ejercicio postmoderno convertido en un proyecto más comercial que cultural.
Todo eso sucedía hacia finales de siglo y de milenio, porque también por esas fechas, en parte abonado por el cansancio de la Salsa y la utilización comercial del pasado, comenzaba a fraguarse como una reacción entre lógica y desesperada lo que hoy todavía estamos sufriendo y que, contrario de lo que esperábamos, llegó pero no se ha ido y… por lo pronto, no se irá: la era del reguetón. Lo que comenzó siendo una utilización de los recursos del hip-hop y el rap para ampliar los registros de los salseros, sus posibilidades comunicativas y un modo de tender puentes hacia determinados públicos más jóvenes e iconoclastas, terminaría siendo una autopista por donde hoy se mueve la música de la región, adornada con sus niveles más bajos de calidad sonora y elaboración artística, y los más elevados de sexismo, vulgaridad y violencia (con sumergidas en lo escatológico), aunque vale reconocer que en el reguetón puede haber de todo, como en cualquier viña del señor.
Siempre digo, porque lo pienso: el reguetón y su estética no son una causa, sino una consecuencia. Si su origen fue contestatario y pretendidamente revolucionario, manifestación de muchas frustraciones sociales y de la necesidad generacional de hallar nuevas formas expresivas, su extensión ha sido el resultado de la posibilidad de darle forma y visibilidad no solo a esas frustraciones y anhelos, sino al fruto amargo de ellas presente en nuestras sociedades: la marginalidad, la rabia, la desesperación y también la banalidad, la misoginia, el abaratamiento del sexo y de la inteligencia. De tal modo, si se hurga en los contextos socio-culturales y económicos de tres sociedades tan diversas y a la vez similares entre sí como la puertorriqueña, la cubana y la dominicana, se entenderá de dónde sale y a quiénes llega el reguetón.
Y, en tiempos de reguetón, ¿para qué volver a hablar de la Salsa, qué nos importa ya de la Salsa… y a quién?
Quizá para empezar a responder sea bueno repetir algo que todos sabemos: la cultura de un país, de una región, de una lengua no la hace una obra, un artista, un momento. Somos el resultado de una acumulación y en nuestra capacidad de conocer el pasado puede estar la posibilidad de mejorar el presente y quizás hasta el futuro, aún en tiempos de la mayor incertidumbre y de tanta velocidad. Incluso, nos hace albergar la casi siempre utópica pretensión de tener la posibilidad de mejorarlo.
Y una parte de nuestro más cercano pasado cultural de caribeños, de latinos, transcurrió a ritmo de salsa, y todavía hoy sus réplicas se sienten cuando en lugar de un reguetón uno de los sofisticados equipos reproductores de este presente (incierto y veloz, ya lo he dicho) presta su volumen en fiestas, espectáculos o en locales comerciales a la música que acompaña a la triste historia de Pedro Navaja o a la picaresca del negro que está cocinando, o a la causa romántica de un ascenso súbito de la bilirrubina en la sangre.
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Casi veinte años antes de la primera publicación de Los rostros de la Salsa había visto la luz una obra –esa sí verdaderamente capital, un clásico— titulada El libro de la salsa (Crónica de la música del Caribe hispano), escrita por el musicólogo venezolano César Miguel Rondón e impresa por una pequeña editorial de Caracas. La salsa, que por entonces vivía su momento de mayor auge cultural y de las más arriesgadas pretensiones estéticas, tuvo desde entonces su historia, su memoria todavía viva (o su crónica), gracias a la investigación sobre el terreno y entre los protagonistas, de un lúcido analista que nos explicaba de dónde había salido todo aquello, cómo había crecido, y por qué se había consolidado y triunfado. Curiosamente aquel volumen, quizá por estar impreso de forma muy modesta y no haber sido bien distribuido, se convertiría pronto en una obra a la cual solo tenían acceso los privilegiados enterados, pues en más de dos décadas no se reeditó y se convirtió a lo largo de los años en algo así como un misterio religioso: todos sabían que existía, mas pocos daban el testimonio de haberlo visto.
Porque las proporciones del fenómeno musical de la salsa, que tuvo repercusiones diversas –musicales, sociales, etc.—, produjo mucha menos reflexión y literatura de la que cabía esperar para un proceso de sus proporciones y alcance. Una parte de esa escasa valoración se dedicó, incluso, a descalificarla, como ocurrió por parte de la crítica cubana que reaccionó de la peor y más fácil manera: acusándola de no existir, tildándola de saqueadora sin méritos del viejo repertorio cubano. Solo la llegada a La Habana en 1983 de Oscar D’León y sus apoteósicas presentaciones en la isla (ningún intérprete del país conseguía algo así) comenzaron a cambiar algo esa perspectiva reduccionista, aunque los músicos cubanos, todavía al margen de los circuitos comerciales del movimiento, mantuvieron por años la postura de la negación y el desconocimiento.
Pero la salsa existía. Su obra estaba ahí. En todo el Caribe hispano los nombres de Rubén Blades, Willie Colón, Cheo Feliciano, Oscar D’León y los viejos maestros como Tito Puente y la extraordinaria Celia Cruz, alcanzaban niveles de popularidad con los que solo habían soñado, en su momento y con sus condiciones, los grandes ídolos del pasado: Benny Moré, Dámaso Pérez Prado, Ismael Rivera, Arsenio Rodríguez. Los salseros hacían historia.
¿Y quiénes eran estos músicos que lograban la fusión de todas las músicas del Caribe sobre el patrón del son tradicional cubano y utilizaban su obra para hacer bailar, pensar, experimentar y crecer culturalmente? ¿De dónde habían salido, cómo habían llegado?
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En el arte de la novela un principio básico es que una buena historia solo alcanza su mejor cualidad si está montada sobre la vida de unos personajes capaces de provocar reacciones en el lector, positivas o negativas, pero siempre revulsivas, de algún modo aleccionadoras. El drama de la vida humana, los comportamientos de su condición esencial, el reconocimiento por parte de quien lo recibe de cómo las actitudes de un personaje pueden ser también las suyas, constituye el modo de penetración no solo en la realidad sino también en el alma de las gentes.
En mis quince años de periodista profesional uno de los géneros que distinguí y practiqué con más frecuencia fue el de la entrevista. Quizá porque ya pensaba en ser escritor y, sin plena conciencia de mis actitudes, me preparaba para ello. Por supuesto dialogué con muchos escritores y traté de conocer no solo sus estrategias literarias, sino también sus maneras de vivir y entender la vida. Pero con igual insistencia me acerqué a gentes de las más diversas profesiones que por alguna razón podían tener una experiencia vital interesante, y me propuse conocer sus historias de vida. Así, conversé con jugadores de beisbol (tengo un libro donde reúno esas entrevistas), pintores profesionales y aficionados, testigos de alguna historia y muchos músicos.
Hurgar en la vida de los músicos y registrar las peripecias que en sus diversos tiempos históricos vivieron esos artistas cuya obra se hace de cara a la gente, en el escenario, casi siempre en la noche, fue para mí un modo de entrar en intimidades de existencias muchas veces agitadas, maravillosas, en ocasiones trágicas en su relación entre la fama y el olvido. Primero escribí historias de vida de personajes tan singulares como el gran percusionista cubano Chano Pozo, héroe de tragedia, o los dramáticos timbaleros Chori y Manengue, entre otros. Y luego empecé a hablar con los vivos… y a intentar conocer sus vidas y pasiones.
Este libro se formó entonces por un propósito humano y literario, por una acumulación en la que mucho influyó la casualidad de estar en un momento donde debía estar, y porque el proceso cultural de la salsa se lo merecía. Y no es el libro que quizá hubiera urdido un musicólogo, un especialista, sino el que podía concebir un curioso de profesión empeñado en penetrar en las vidas de los otros, o sea, un novelista.
Hoy, a la distancia de veinte años de su primera edición, cuando me pregunto incluso yo mismo para qué nos sirve otra vez y a estas alturas hablar de la salsa y sus cultores, encuentro dos respuestas que al menos a mí mucho me satisfacen.
La primera es porque el legado de la música Salsa alimentó y alimenta todo un proceso cultural y de identidad. No por gusto cuando le pregunto quién es él, Rubén Blades me responde que un caribeño de Panamá. Y revisitar ese archivo cultural es una forma de reconocerlo, de valorarlo, un acto más necesario en épocas de gran desconcierto histórico, social, estético.
La segunda apunta más a lo humano. Este libro recoge los testimonios de algunos de los nombres más trascendentes de la historia musical latinoamericana, incluso con conexiones y aportes a la norteamericana y quizás a la universal. Desde sus respectivos, personales y a veces contradictorios puntos de vista ellos enjuician su creación y la relación de sus trabajos con el conjunto de la música de sus tiempos. Y este arco cubre una distancia de más de sesenta años, quizá los más gloriosos de la música hecha por los caribeños, las décadas precisas en que la conciencia de las peculiaridades, la definición y singularidad del universo latinoamericano obsesionaba a muchos de nuestros intelectuales.
Así, en la que casi con total certeza fue la última entrevista que Mario Bauzá concediera, se puede penetrar en lo que significó la vida y la obra del músico latino en aquel Nueva York que se convirtió en la cuna del jazz latino (gracias a ese mismo Mario Bauzá), la ciudad que después fomentaría la creación de la salsa. También la que aquí se incluye debe ser una de las últimas que respondió Cachao López, el mítico Cachao, quien con su contrabajo a cuestas marcó el ritmo latino en largas décadas de labor artística muy protagónica. Y están las memorias y testimonios siempre precisos (aunque lógicamente interesados) de un hombre esencial para la música de la región, el director, intérprete y empresario Johnny Pacheco. Voces que desde su autoridad, experiencias, prejuicios incluso, moldean la imagen de épocas difíciles que ellos convirtieron en períodos feraces.
Si con este libro rescatado alguien siente que ha conocido mejor la historia de un intenso y glorioso momento musical del Caribe hispano, y que ha estado cerca de lo que en su momento pensaron, vivieron, crearon algunos de sus protagonistas, pues me daré por satisfecho y habré comprobado algo que sabía cuando decidí preparar esta reedición: y es que todavía hoy, incluso en medio de lo que estamos viviendo, resulta pertinente hablar de la salsa y recordar que hubo artistas que levantando o negando su etiqueta se convirtieron en ídolos de toda una región del mundo en donde la música es su más elevado, reconocido y eficaz instrumento de creación humana y cultural.
Mantilla, verano de 2019