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El silencio de los pájaros

Mercedes Araujo

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Muy temprano para evitar el sol, Antonia los recorre uno por uno. La mayoría de los veinte rosales que Memé plantó y cuidó por amor pero también por superstición, el miedo a sus avisos funestos. Están cubiertos de oídio, el hongo se derrama como una lámina de ceniza sobre las hojas mustias.

La tijera es inmensa y está oxidada. Cada vez que la abre o cierra, los músculos de la espalda se anudan y los tallos se astillan. Corta las ramas gruesas del centro de cada planta y usa un cuchillo de cocina para los brotes nuevos, todavía sanos. Arranca los cabos achicharrados y desmaleza alrededor de los troncos.

Pone agua en un balde con jabón y vacía el cenicero, deja reposar el líquido, que se tiñe de amarillo. Lava los troncos, frota las hojas con cuidado, descascara lo que se desprende. Igual hará falta veneno.

¿Qué hacer con la muerte además de anticiparla, como los rosales? Tensar la pena como una toalla mojada, en vez de gotas destilar silencio.

El jardín salvaje está lleno de arbustos y también de secretos.

Memé le decía Florindas a las rosas porque son teatrales, como si las hubiera traído al mundo Migré, como si Migré un día de lluvia hubiera dicho: ¡Lo que hace falta son rosas!

Memé: impostación de personaje, gestos ampulosos, sintaxis barroca, en cada oración una guirnalda.

A esos mismos robles centenarios, a cuyo pie vociferaba que quería ser enterrada a pala, les decían las torres de control.

—Son tan altos que los caranchos extraterrestres paran en sus copas, llegan del cielo y no bajan a tierra jamás.

A la magnolia de veinticinco metros le decían la jirafa.

—Andá a ver si la jirafa se dignó a dar su cría —ordenaba apenas llegaba la primavera mientras inspeccionaba cada rama con el largavista buscando la flor de veinticinco centímetros de diámetro que esperaba con la nariz abierta al perfume que endulzará su habitación.

Al tilo de treinta metros lo llamaban la Tila.

—Ya la voy a hacer plata a esa —sentenciaba y como la plata era igual al viaje que nunca haría, agregaba—: Un paseíto por el Sena.

Álamos susurrantes: a esos los nombraba los González porque eran como sus vecinos, fisgones.

Detrás de los frutales y los olivos, al borde del canal, diez sauces, los enamorados dóciles, o las verónicas, y el enorme fresno el Colorado López, en honor a los naranjas que había pintado el manco, que “era ancestro”.

Un verano los perales fueron el gran tema. El nuevo dueño de una de las fincas lindantes entraba con sus invitados por atrás y decía:

—Atentos a las peras, son de dios —los arengaba a llevarse varias—, acá no las cosechan, las dejan pudrirse picadas por los pájaros.

Ocurrió dos veces y la tercera hubo trifulca. Le tocó a Marcel, que debió salir a reclamar contra el desfalco.

—¿Qué digo? —dudó. Y ella lo corrió:

—¿Para qué sos abogado? ¡Qué vas a decir! Gritá fuerte ¡ladrón de fruta!, ¡ladrón de peras!, que se enteren todos.

Los vecinos se fueron y a las dos semanas volvieron.

Marga se negó a seguir con el asunto cuando Memé mandó por tercera vez a los chicos a correr al vecino, y les prohibió las amenazas. Memé hizo de cuenta que no le importaba más el litigio. Cada vez que los veía aparecer por el fondo, pedía más vino y murmuraba: Chorros.

Durante tres días Antonia se dedica a los rosales. Por las noches cae rendida.

Una caminata serena y atenta. Navaja en mano, huele, acaricia. Entre las ramas del hinojo salvaje, los cardos empinan flores violáceas. Corta una ramita y la muerde. Anisado y dulzón. Tironea, salen fáciles una, dos, tres plantas desde la raíz, las guarda en la mochila. Palpa los tallos bajos de los cardos, están tiernos y no tan fibrosos. Más tarde volverá por algunos con una buena tijera; hervidos y con un chorrazo de aceite de oliva son riquísimos.

Cinco días después con una pinza rompe el candado de la puerta principal de la casa grande y entra. El silencio hace repiquetear el eco de los objetos mudos contra las paredes.

Las telarañas caen desde el techo y parecen camas paraguayas.

Las paredes agrietadas. Cada temblor, una rajadura.

Lo primero que hace es ir a la bodeguita, que está al fondo de la despensa: varias cajas de vino cubiertas de tierra. Lleva una. Revisa, dos bolsas de harina repleta de gorgojos, tres latas: galletas marineras, arroz y yerba. Un botellón de aceite de oliva, algo rancio pero pasa.

En la casita amarilla descorcha. Huele. La primera botella sale avinagrada. En la segunda, entre vahos alcohólicos reconcentrados aparece el vino envejecido pero no ajerezado. Lo sirve y lo hace bailar en una copa. El vino y yo necesitamos lo mismo, dormir y respirar. Corta el último pedazo del queso que compró en la ruta, lo rocía con oliva y lo pone sobre las galletas marineras. Una siesta etílica.

Por la tarde recorre el jardín. Recuerda a Marga con zancadas que se comían el terreno, un limbo en la mirada alzada al cielo, a las estrellas, los ovnis, las luces en la noche. Dracónidas, leónidas y gemínidas.

—No es una lechuza. Una loba es tu madre —decía Memé. Debería ir en un ovni hasta el observatorio astronómico, donde lleva años metida entre el silencio de la cordillera y la claridad del cielo.

Por la mañana, la brisa tibia lleva y trae la pelusa blanca de los sauces.

Necesita comprar tabaco y café. Un hombre con una sierra desrama el álamo de metro y medio de diámetro que yace en medio del camino al kiosco. Duda sobre cómo seguir, él se saca los protectores de los oídos, apaga la sierra y le ofrece la mano, Antonia trepa sobre el tronco y salta.

—En un rato más, aunque pequeño vamos a tener un paso abierto.

—Y qué le ocurrió a esta belleza para que se desmoronara así—pregunta Antonia.

—El último temblor, quedó con la mitad de las raíces para afuera. Hace una semana se desplomó.

Vuelve con tabaco, café y aceite fresco, de los bordes de las acequias recoge un buen racimo de hojas de diente de león, algo de menta silvestre y una rama de aromo para el florero.

La llegada a La Silenciada le parece un rito de iniciación a un nuevo y feliz egoísmo. Por primera vez sola en esa casa llena de gente. Un colibrí va y viene con la velocidad detenida del aleteo imperceptible, la cola es más larga que el cuerpo.

Desde chica vive alerta al silencio de los pájaros. Cada tarde en algún instante el trinar se detiene, se apaga como una vela. Esperaba ese momento. Después los oía cantar o chillar como si nada. A Lucas no le interesaban o le interesaban solo los caídos, los tirados, los moribundos, sobre todo los muertos. Se ocupaba de descubrir los cadáveres, una masa de plumas y órganos, varias veces atropellada disuelta hasta volverse asfalto. El Pancho no les prestaba atención a los pájaros muertos, tampoco al canto de los vivos. Caminaba dando saltitos, mareado como si estuviera en la luna, el brazo derecho era el aspa de un molino, revoleaba piedras, con el otro brazo no hacía nada, lo tenía encajado con el pulgar en la boca. Le pintaban la uña con un esmalte transparente tan asqueroso que le causaba arcadas.

El Pancho parecía un tero, con su gritito sobreactuado, nervioso, pura ansiedad por existir y Lucas una cotorra, atenta a conquistar una copa aquí y otra allá y desalojar al resto.

Canturreaban buscando la atención de la madre distante. Marga tenía la cabeza, el cuerpo y los pies diez centímetros por encima del suelo que pisaban. Era lo más suave y peligroso con lo que podían soñar.

¿Volvió para recordar lo que ya todos olvidaron?

Durante los días que siguen Antonia fuma, toma vino, calienta el agua y se da larguísimos baños. Se cepilla el pelo. Cada tanto canta. Desvelos por las noches, de día somnolencia.

La boca del Tupungato destella áurica. Dormido sobre el murallón de placas tectónicas plegadas al chocar. Al suroeste, el Tupungatito, activo, dieciocho erupciones desde 1829. Suaves cenizas en 1980 y 1986.

Encuentra en la casa grande una caja de roble que adentro tiene fotos y recortes.

Horacio, Feliciana, Memé y la Chinchilla, las dos con vestidos marineros.

Horacio ocupa el centro de la foto. La frente arrugada y los párpados caídos no coinciden con los ojos de fuego. Están en la galería de la casa. El piso en damero lo sostiene como a un caballo empacado, con las patas cava el suelo. Feliciana, diminuta, la sonrisa escurrida y esa placidez inquietante. Memé y la Chinchilla, graciosas, despeinadas, en los cuerpos todavía el eco del movimiento que la foto obligó a detener. El galgo blanco de paladar negro que caminaba bailando está tieso al lado de Horacio.

Atadas con una cinta de raso violeta cinco cartas de la Chinchilla. La letra es inconfundible, palillos rectos que se estiran elegantes y parecen grafías chinas. Las habrían abierto una a una con el abrecartas de mango de madera de sándalo que Feliciana guardaba en su mesa de luz y luego estirado y leído, ¿cuántas?, seis, siete, diez veces y ahí estaban cual reliquias, en la caja taraceada, plegadas como si recién llegaran.

Pasa la mano sobre la tapa de la caja. Un par de astillas se me- ten profundo en la palma de la mano. Corre a buscar una pinza, un alfiler, algo que no encuentra. Por la noche, la mano izquierda hierve. Como enamorarse, piensa, si no las puede sacar rápido tardarán una eternidad en disolverse. 

Ovidio escribió: He visto el mar allí donde antaño había el más firme suelo, he visto salir tierras del seno de las olas; muy lejos del mar es posible encontrar conchillas marinas.

Pitágoras escribió: Nada muere en este mundo; las cosas no hacen sino variar y cambiar de forma.

Muchos siglos antes Séneca había aclarado que una cosa eran los dioses y otra, las revoluciones del cielo y de la tierra.

MA