Introducción
Un diario universal
Volví a la redacción del Buenos Aires Herald el 18 de agosto de 2017, tres semanas después de que el diario de habla inglesa cerrara sus puertas.
La escena parecía congelada a la espera de un forense. Sobre mi escritorio yacían libros, pruebas de página, periódicos, planillas, revistas, sobres de mate cocido y un par de tasas de café. El desorden de mi espacio se repetía agravado en otro escritorio y moderado en media docena. Los estantes de la sala estaban poblados por biblioratos con colecciones salteadas, objetos de cortesía que nadie quiso, cajas con fotos salvadas de alguna mudanza y pilas de Heralds cosidos a mano, ya descreídos de la eterna promesa del presupuesto para ser encuadernados.
Sin testigos, recorrí una y otra vez los pasillos del diario que dirigí los últimos cuatro de sus casi 141 años de publicación. Desde el piso inferior, donde funcionaba el sitio online de Ámbito Financiero, llegaban el murmullo y las risas que suelen generar los canales de noticias que tutelan las redacciones. Revisé archivos, recogí cosas personales, rescaté libros, saqué fotos y me emocioné. Esa misma redacción desde la que provenían el ruido de la tele y las risas que restaban dramatismo a mi despedida íntima del Herald me había recibido dos décadas antes, en mi primer empleo periodístico a tiempo completo.
Una tarde de fines de julio, la empresa propietaria me informó un hecho consumado: el número del viernes previo había sido el último. No habría tiempo ni páginas para que el Herald se despidiera de sus lectores.
El silencio impuesto por la firma editora contrastó con los cables de las agencias internacionales de noticias y los obituarios que en los medios de todo el mundo hablaban sobre el “único diario argentino que informó sobre los crímenes de la dictadura militar”. Editores y redactores que pasaron por sus páginas escribieron columnas en la prensa local y extranjera. Algunos que desarrollaron carreras de décadas en otros países volcaron en las redes sociales su pesar por el cierre del “pequeño gran diario”. Se publicaron análisis sobre el futuro del periodismo gráfico y textos enfrentados sobre el papel del periódico durante los años recientes de la polarización política en la Argentina. Recibí cientos de e-mails y mensajes. Colegas de otros medios me pidieron que escribiera un texto y editoriales me contactaron para pensar la idea de un libro.
Durante un tiempo, no pude dar respuesta. Trabajo de escribir, pero me había quedado sin palabras.
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Penumbras y oportunidad
Empecé a concebir este libro mucho antes de la cuenta regresiva. Que un diario escrito en un idioma extranjero y con limitada circulación fuera objeto de debate público en años en que el periodismo parecía apostar más a satisfacer prejuicios de creyentes que a informar y analizar me parecía de por sí una experiencia válida para compartir. A ello se sumó la acusación de que el Herald se había convertido en un medio K a raíz de la venta a Indalo en 2015. La versión no tenía sustento en el contenido informativo, ni en los editoriales, ni en los columnistas, ni en el staff, pero era proclamada con el rigor del escarmiento por quienes consideraban que el destino natural del periódico era su partidización en el sentido opuesto al que denunciaban.
La “gesta épica” protagonizada por el Herald durante los años del terrorismo de Estado —el tan mentado “único diario que informó sobre…”— merecía una investigación que iluminara hechos y tramas con toda su riqueza histórica. Esa épica—que fue real y salvó vidas—era aludida con frecuencia como una letanía, apta para la divulgación superficial y la corrección política, o como una herramienta autoindulgente para tergiversar el pasado y operar sobre el presente.
La simplificación del papel desempeñado por el Herald en la década de 1970 requería de un relato canonizado. Según esta narrativa, en 1876, un inmigrante escocés, William Cathcart, creó The Buenos Ayres Herald, una página de servicios sobre el movimiento portuario. En la pujante Buenos Aires de entonces, un recién llegado estadounidense, D.W. Lowe, tomó la posta y transformó la hoja inicial en un periódico que se codeó con el poder político y económico. Ambos emprendedores —el escocés y el estadounidense— plantaron a su turno la semilla de la libertad y el progreso gracias a la cual el diario de los británicos resistiría a los totalitarismos europeos y al autoritarismo de Juan Domingo Perón. Como un devenir natural, este medio liberal-conservador —aunque décadas más tarde sería rebautizado por una vertiente autorizada como “liberal de izquierda”—apoyó el golpe de Estado de 1976. Al confrontar el horror de que la dictadura definida como civilizatoria no tenía como meta restaurar la democracia sino desaparecer personas, los editores ingleses se plantaron ante los represores, denunciaron las atrocidades y lo pagaron con el exilio. Otro empresario estadounidense, tan liberal como sus predecesores del siglo XIX, respaldó el rumbo. Ello no fue motivo para que el Herald perdiera de vista que, en esa misma década, también actuaba en la Argentina un demonio de izquierda y que ambas criaturas del mal—el Estado y la subversión—merecían juicio y castigo. La línea oficial describió que el periódico, digno e independiente, avanzó en democracia con su prédica republicana y observó con distancia el vértigo político-económico, hasta que sucumbió a empresarios argentinos que lo sometieron a intereses espurios y lo abandonaron. Punto.
La versión así establecida podía contener visos de realidad. Sin embargo, mi experiencia en la redacción me permitió conocer de primera mano testimonios y documentos que apuntalaban una trayectoria menos binaria, con matices, conflictos y contradicciones disimulados en las penumbras, lo que no hizo más que aumentar mi interés por investigar la historia del “último diario de habla inglesa de Iberoamérica”.
Un hecho excepcional ayudaría a ese objetivo. Los dos principales protagonistas de la vida del Herald no sólo estaban en actividad y podían dar testimonio, sino que seguían relacionados con el diario que yo dirigía. Con Andrew Graham-Yooll construí una relación cercana, y con Robert Cox—severo crítico de mi gestión—mantuve un vínculo más distante, pero cordial y frecuente. En cuanto a James Neilson, el diálogo era exiguo, aunque, paradójicamente, fuera el colaborador más asiduo entre los exdirectores, con una columna semanal enviada desde su casa en Pinamar.
La particular relación de los padres refundadores entre sí y con periodistas clave constituía otro capítulo atractivo. Los ingleses Cox y Neilson, y el argentino Graham-Yooll —nacido en “el enclave más anglo de Argentina”— tenían mucho en común, pero también representaron paradigmas profesionales y culturales distintos. Desde pequeño y hasta su primera juventud, Graham-Yooll giró por las calles de Ranelagh, Buenos Aires, Montevideo y Londres. Trabajó en un frigorífico, caminó suburbios y se subió con frecuencia al tren para hacerse atender el asma en el Hospital Británico. En la década de 1960, eligió vivir a pleno las inquietudes sociales, culturales y políticas de su generación. El inglés Cox creció en medio del trauma europeo. Se refugió de bombardeos nazis y participó luego de la Guerra de Corea, a miles de kilómetros de Londres. Pero era un joven mirando al sudoeste, allí donde su padre, un marino mercante, había recalado a principios de siglo. En 1959, se despidió de su madre y su hermana, y se embarcó hacia Buenos Aires. Al poco tiempo, con un castellano precario, comenzó a codearse con elites de signo antiperonista y personalidades anglohablantes que pasaron por Buenos Aires. Neilson perdió a su padre en la Segunda Guerra, fue abandonado por su madre y vivió en Irán e Israel antes de afincarse en la capital argentina. Edificó un atalaya conservador desde el que observó con bastante desprecio a esa generación con la que Graham-Yooll dialogaba a gusto. Rara vez se mezcló con las multitudes y los personajes sobre los que leyó y escribió.
Que personalidades como las de Cox y Graham-Yooll refundaran el Herald durante la dictadura y permanecieran vinculadas al diario hasta los meses finales, cuatro décadas después, fue—como dijo el gran cronista de Ranelagh—“no sólo interesante sino casi devastador”. Con el paso del tiempo cuentas personales y profesionales nunca saldadas trasuntaron en indiferencia y cierta animadversión mutua. Recién avanzada la segunda década del siglo XXI, convertidos en leyendas del periodismo, Cox y Graham-Yooll reconstruyeron algo de lo que habían vivido cincuenta años atrás como una relación “familiar”.
A lo largo de décadas, libros, notas, blogs y documentales abrevaron en aspectos puntuales de la historia del periódico o abordaron experiencias personales de sus autores. Graham-Yooll, uno de los principales historiadores de la relación anglo argentina, metódico archivista y prolífico escritor, apenas rozó tangencialmente la narración de la vida del Herald. Cox no se despegó del destino del diario tras titular su texto de despedida “Au revoir”, en diciembre de 1979, pese a que al poco tiempo se sintió injustamente segregado. Sin embargo, tampoco se abocó a escribir la historia íntima que guardaba en sus memorias. Ambos se mostraron complacidos cuando les conté que iba a emprender la tarea de investigar los 141 años del Herald y prestaron su testimonio con generosidad.
“Dale flaco, que pasa el tiempo”, me dijo Graham-Yooll semanas antes de morir en Londres, en julio de 2019.
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Único
Una vez recuperada la democracia, el prestigio de haber sobrevivido tras haber dado cuenta de la maquinaria del terror fue una carga de oxígeno y, a su vez, un desafío para la reinvención del Herald. Se sumaron cambios en el ciclo económico y tecnológico que pusieron en crisis las rutinas de producción y consumo de los diarios mientras la propiedad del medio afrontaba sucesivas turbulencias. La empresa se volvió cada vez más dependiente de los giros de la casa matriz en Charleston y de favores estatales. A la variación del contrato de lectura surgido a partir de las denuncias de violaciones a los derechos humanos le siguió el envejecimiento y la mutación cultural y sociológica de la comunidad anglohablante. Las familias inglesas de Hurlingham o Acassuso que recibieron durante décadas el diario en la puerta de una casa construida con inspiración ferroviaria cada vez más se iban transformando en añoranza antes que en realidad. Se impuso la necesidad de encontrar nuevos públicos.
La crisis de sustentabilidad se agudizó con el nuevo siglo. Fue una época de restricciones, despidos y renovación generacional. Para Evening Post, la empresa de Carolina del Sur en manos de los herederos de Peter Manigault desde 2004, la deficitaria unidad de Buenos Aires perdió interés. Llegaron los dueños argentinos sin vínculos con la comunidad anglohablante. Ni Sergio Szpolski (2008), ni Orlando Vignatti (2009-2015), ni López-De Sousa (2015-2017) buscaron modificar la línea editorial, básicamente porque el contenido del Herald no estuvo en su radar.
Durante mis cuatro años en la dirección, el marco de la polarización agregó frentes de tormenta, pero la distancia de batallas ajenas también se transformó en un activo, gracias a una plantilla de periodistas apegados a valores y procedimientos profesionales. No se trataba de indagar sobre la veracidad histórica de la epopeya de Homero, sino de que el imaginario sobre el diario liberal e independiente jugara a favor de una concepción humanista en cuanto a derechos civiles, económicos y políticos. El Herald debía ser contrario al capitalismo de amigos y a los monopolios que malversan el mercado, incluidos los informativos. La adhesión al conservadurismo corporativista argentino apenas remozado no era un buen destino para un diario que debía defender las reglas justas de la competencia, pese a las presiones. Incluso por encima de la orientación editorial, el desafío tecnológico y el lenguaje digital podían representar el salto hacia un público global, o determinar el final del Herald. Un diario con pocos lectores, alto valor simbólico y potencial de llegar a públicos desatendidos estaba llamado a transformarse en el gran narrador de la información en inglés desde el Cono Sur, pero el horizonte empresarial para asumir el desafío nunca asomó.
El Herald solía ser referido como un diario “único”. Había motivos. Único por su idioma, por las denuncias sobre los desaparecidos, por su supuesta génesis liberal y por la demografía de su redacción. Al cabo de este trabajo, también comprendí que la suya fue una historia de pasión, rutinas, mística, cálculo, talento y desidia, como fiel exponente de una industria que hace tiempo mira el horizonte con temor y escepticismo. La historia de un pequeño diario universal.