El Turco Asís, vida y obra del primer influencer

Pablo Perantuono y Fernando Soriano

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Para terminar de hacer de ese 1970 un año crucial e inolvidable en la vida de todos, el Turco y Mirta se casan. El noviazgo duró menos seis meses, período en el cual el aspirante a escritor debió presentarse en el hogar del barrio de Floresta de la familia Hortas para pedir la mano de la hija. Mirta tiene 19 años, necesita el consentimiento de sus padres. La tarea no es nada fácil. Para don Hortas, que trabaja en el cementerio de la Chacarita como jefe de una sección, el Turco no parece el candidato ideal. Su tono juguetón, su trabajo como vendedor, su familia disfuncional, sus veleidades de artista existencial conforman un perfil que no era el imaginado por ese matrimonio de clase media de Capital. La madre de Mirta, María Luisa, suele repetirle: “Con la poesía no se va al supermercado”. Está disconforme. Aspiraba a tener un yerno profesional.

En la casa de Puertos de Palos se produce el efecto contrario. Yiya y Marta adoran a Mirta de forma instantánea, y congenian de inmediato. La belleza alla Grace Kelly y la amabilidad de la novia de Jorge desarman los pocos reparos que podía presentar su madre. In situ, Mirta puede ver que Jorgito es la debilidad de las mujeres de la casa, el objeto de sus desvelos. Le cocinan lo que él quiere, se ríen con sus chistes, les parece un galán, un loco. Como ambas tienen “vínculos” con lo esotérico lo vaticinan triunfante, encumbrado, importante. Están encantadas con el casamiento que se avecina. 

“Fue una ceremonia muy simple, en Devoto, solo por civil. Cero tradición: me casé en minifalda y botas. Sí seguí eso de que tenía que llevar algo prestado y algo nuevo, todo eso sí. Mi abuela paterna tenía una casa muy grande ahí en Devoto, mis recuerdos de infancia eran en esa casa. Y nos casamos ahí, algo pequeño, para cumplir con la familia. Nuestros testigos de boda fueron Lucila Álvarez y Oscar Barros, que eran muy amigos nuestros”. (Mirta Hortas)

Con la plata que recauda con la venta del libro el Turco paga la luna de miel en Villa Gesell. La pareja viaja en un micro de la empresa Río de la Plata que sale desde Once. A la terminal los van a despedir todos los compañeros del taller. Algunos de ellos no fueron invitados a la fiesta.

Cuando Don Hortas lo ve llegar a Claudio Polosecki, que tiene 18 años pero parece de 14 porque además de bajito tiene cara aniñada, le pregunta: 

–¿Y vos quién sos?

–El hijo del Turco.

El chiste no cae bien, aunque es justo decir que no se interpreta como chiste, porque las sospechas sobre alguna vida pasada u oculta del Turco crepitan sobre la familia Hortas.  

El Turco empieza a dar que hablar, al menos dentro de la orga y del partido. En abril de 1971 la revista Propósitos, fundada y dirigida por el ensayista Leónidas Barletta, afín al PC, le hace un reportaje. El medio guarda aún cierto prestigio por haber publicado en diciembre de 1956 la versión preliminar de lo que luego conformaría “Operación Masacre”, de Rodolfo Walsh. Algunas definiciones del Turco en la nota no tienen desperdicio:

“La gran poesía (joven e inmortal) indefectiblemente tiene que ser revolucionaria”. 

“¿Qué es lo que identifica a la poesía que ustedes hacen?

–La revolución.“ 

“Se sabe que hay dos culturas, la oficial, burguesa, nuevaolesca, de teleteatro y camelo, y la otra, la anticipadora, la verdadera. El deber es luchar por la segunda, y si no, es preferible que nos dediquemos a la oñicofagia o a la ortodoncia o que nos bajemos los pantalones en la redacción de una revista al servicio de la cultura oficial, o a hacer guita o estupideces para el señor Romay y para todos los Romays del planeta”. 

Al barrio vuelve poco. A Tito, a Jorge (Fuentes) y al resto de los muchachos los deja de ver por un tiempo largo, pero regresa victorioso con “Señorita vida” y les regala un ejemplar a cada uno, con dedicatoria incluida. A Roberto Lopreiato, en cambio, se lo cruza cada tanto porque es amigo de Juan Carlos Morelli, su cuñado, pareja de su hermana Marta. 

Mientras, sigue aceitando su speach para la venta. Profesional de la palabra, uno de los ganchos verbales que más utiliza es, tras tocar la puerta de las casas, decir: “Señora, más vale perder un minuto de la vida, que la vida en un minuto”, con una ancha sonrisa de dientes blanquísimos que contrastan armoniosamente con tu tez tostada. “Permítame que le muestre lo que hoy tengo…” Otro infalible es: “Señora, usted sabe que perdí a mi abuela, pero sus ojos me hacen acordar a ella. ¿Me escucha un momento?”. Su socio, el polaco, que hasta no hace mucho era una fuente de inspiración, alguien a quien emular, se sorprende al observar el enriquecimiento -la incorporación de vocabulario, la articulación- que tiene el Turco en su lenguaje. Juntos emprenden un puñado de viajes al interior de Santa Fé, en busca de nuevas aventuras y clientelas. 

Jorge cavila cómo continuar, cree que la literatura puede darle algo signficativo, algo que le permita abandonar para siempre la incertidumbre de la venta, conseguir notoriedad, incluso fama. Piensa dos cosas: que si agotó la tirada de “Señorita vida” también puede vender bien lo próximo que edite, que no sabe qué es, pero que algo será. Lo otro que cree -se convence- es que no tiene que insistir con la poesía pero tampoco tiene que hallar un gran héroe romántico como protagonista de sus ficciones: inoculado de espíritu arltiano, tiene que escribir sobre la calle, sobre su padre, su origen, su barrio, la enorme constelación de buscavidas, rufianes y perdedores que ha conocido en sus excursiones por el conurbano profundo. 

Sabe que “Quiero retruco”, con algunos ajustes, es un texto publicable. Se lo dijo Marta Lynch, ni más ni menos. 

Entonces se lanza a narrar. Lo hace con desesperación, de forma torrencial, de lunes a lunes. 

Escribe un relato largo en tono paródico sobre los prejuicios y aprensiones de la burguesía nativa para con el PC. Le pone de título “De cómo los comunistas se comen a los niños”, hipérbole tomada del mito que aseguraba que, durante los años más duros del estalinismo, los bárbaros y salvajes camaradas soviéticos comían chicos y animales. Piensa reunirlo con otros relatos, pero finalmente toma forma solo y se erige en una suerte de opus, que deja en gateras. Lo lee en el taller y a sus compañeros les encanta, se ríen, sobre todo le gusta a Carlos Marcucci, un porteño simpático y entrador vinculado a la publicidad que se integró hace poco.

Arranca con una novela que será olvidable y olvidada. Le pone de título “Cuidado al cruzar la calle” y está influenciada por el humor de Cuzzani. En simultáneo, se lanza a escribir otra, de largo aliento, pretenciosa. Todavía no tiene nombre, pero versa sobre su cuadra, su inefable padre, sus amigos, todo el desbordante pintorequismo de Domínico, todo el grotesco que, hasta no hace mucho, él no distinguía o no reconocía como tal, pero que a partir de descubrir el cine de Fellini se percata de que con el exceso y con lo cotidiano también se puede hacer literatura. 

En la novela incluye aquel episodio en el que su padre salió a festejar por la calle Puerto de Palos el bombardeo a la Plaza de Mayo del 55. Lo relata sin piedad, con la convicción de que la desproporcionada y teatral actitud de Zaín sumada a la exaltación social de aquel día y la posterior agresión a las paredes de su casa son sucesos que, condensados, lo pueden ayudar a redondear un clima y hasta conjeturar un estilo, entre socarrón y brutal. Dirán que es realismo, y que pertenece a la tradición de la picaresca local, pero para eso falta. Intuye que tiene un don para adjetivar con gracia, lo hace de una forma oblicua, original. Es algo que hará desde entonces. 

El texto arranca así: 

“El 16 de septiembre de 1955, mientras llegaban hasta Villa Domínico los ecos de potentes bombazos que aviones militares arrojaban sobre el desguarnecido centro de la ciudad, mi padre, don Abdel Zalim, definitivamente convencido del meritorio triunfo de las fuerzas libertadora, salió al medio de la calle Puertos de Palos, en pantalón pijama, camiseta musculosa y chancletas musicales, para disponerse muy categórico y ostentoso a gritar: 

–¡Viva la libertad! ¡Viva la libertad!“

En otro capítulo se refiere a los últimos días de su abuelo materno, “Abuelo Salvador”. Es un relato en el que late una tristeza abrumadora: no hay picaresca, mucho menos cinismo; es de un costumbrismo lúgubre y conmovedor que no se repetirá en toda su bibliografía. Un homenaje crepuscular al amor que se prodigaron sus abuelos. 

Su flamante matrimonio, que como toda nueva aventura atraviesa un inolvidable período de esplendor, le permite tener en Mirta, cada vez más formada en la materia, a una primera lectora sagaz y generosa.

El Turco produce ocho capítulos más, entre ellos el que le dará título al libro, “La Manifestación”. Es el más largo de toda esa obra y describe los preparativos de una marcha del PC en el microcentro a la que Rodolfo, protagonista e indiscutible alter ego, y sus amigos-camaradas planean ir. Se respira tensión y expectativa, y comienza a colarse un tono provocador que se advierte en su inclinación por hacer dialogar, en todo momento, los sueños e ideales supremos -la revolución, la certidumbre en el hombre nuevo, el compromiso dogmático- con lo mundano, con ir al baño, llenarse de miedo, levantarse minas por la calle o tener dudas sobre el sentido de eso que anhelan. Será ese afán por relativizar la solemnidad o la determinación de las grandes causas, siempre desde el lado del absurdo, lo procaz o la sorna, una de las aristas más notables del estilo Asís. También será un método de defensa, su escudo para huir y fingir, para no tomarse nada muy en serio. El texto incomodará, no será bien recibido entre las huestes del partido.

Escribe en “La Manifestación”:

 

“Persiguió una sirvienta durante tres cuadras aproximadamente, sin disimular, hasta que se la levantó. Es un cuco, Daniel. Quedó en verla esa noche y todo, sabiendo que no podía ir, que tenía que presenciar el debut de Daniel. Puntal, eh, no seas cagueta, a las siete, tu debut teatral. Caminó una cuadra con la sierva, nada menos que por Azcuénaga, él quería tomarla de la mano, los diente picados, Daniel, jugosos, marrones, el vestido sucio, grasa, arrugado, con manchas de grasa, los zapatos con un zócalo de barro, Daniel, pero tiene unas tetas impresionantes parecen dos pomelos de Dolores. Le dio un beso en la mejilla al despedirla, tiene olor a negro, Daniel, a cabecita, a argentino, a pueblo, Daniel, ella tiene olor a pueblo, te da bronca, ¿no?, a mí no, a mí sí que me da muchísima bronca, no puedo negártelo, tienen olor las siervas, viste, ¿la muchacha de tu casa no tiene?, las muchachas de casi todos nuestros amigos intelectuales tienen olor.” 

En el cuento, el alter ego de Asís, Zalim, se dirige todo el tiempo a un interlocutor, Daniel, que no es otro que Daniel Freidemberg, compañero del taller y de militancia.

Cuando tiene terminadas las dos novelas llega a una conclusión: si quiere ser publicado tiene que salir a buscar editorial porque nadie va a ir a su encuentro. En el Instituto Argentino de Ciencias (IAC) se entera que en el Centro Editor de América Latina (CEAL) un joven editor armó una colección que se llama Narradores de hoy. Se trata de Luis Gregorich, crítico y ensayista que milita en la juventud radical. Se aparece en su oficina y le deja el manuscrito de “Cuidado al cruzar la calle”. 

 

“A la semana Gregorich me llama y me dice: ’Esta novela no la voy a publicar. Pero me interesa mucho el autor. Si tiene otra cosa, estoy dispuesto a seguir leyendo’. Salí corriendo a casa, despedacé la otra novela que tenía, la divide en capítulo y con eso armé La manifestación. Se la llevé, y a las tres semanas estaba publicado masivamente. En aquel tiempo yo tenía la ambición de escribir una novela de setecientas, ochocientas páginas, un atropello a los derechos humanos…”

A partir de entonces, Gregorich será un incondicional suyo, su primer apólogo. A Asís se le abren de par en par las puertas del destino. 

Antes de avanzar con el CEAL -o en simultáneo a eso-, Marcucci, el nuevo compañero simpático, le dice que quiere publicar “De cómo los comunistas…”. Una tirada chica, financiada por él y su flamante editorial. El Turco acepta, contento. El libro sale, tiene solo 50 páginas y en su bibliografía será un detalle menor. Lo más excitante se produce en la presentación, a la que asisten todos sus compañeros de taller y en la que su amigo Jorge Aulicino lee un texto también paródico donde no se priva, incluso, de “gastarlo” al Turco. 

“Jorge Asis —lo sé porque me lo ha confesado con su habitual humildad, tan característica de los árabes, de los cuales desciende— ha visto todo lo que narra y a causa de eso ha sido víctima de las más denigrantes persecuciones y campañas de hostigamiento”.

Luego otro integrante del taller, el músico Javier Zentner, interpreta un tema compuesto por él y por Marcelo Cohen -ambos eran muy amigos desde los tiempos del centro de estudiantes del Nacional Buenos Aires-, “Gato del Gheto”. Tras los aplausos, pasa al “escenario” un flaco alto y morocho, con un impreciso soplo entre simpático y existencial. Sube con su guitarra, con la que toca la chacarera “La rápida”. Le sigue un vals delicioso: “El fantasma de Belgrano”. El artista espigado se llama Alejandro Dolina, y además de desarrollar una brillante carrera entre la literatura y la radio, será socio musical de Zentner en más de una composición. 

La muchachada del taller no para. Son jóvenes, osados, quieren ser rebeldes, tratan de ser transgresores. Las presentaciones o eventos se combinan con “acciones” o pequeños intervenciones que tienen algo de “non sense”, de humor absurdo. El 26 de noviembre, por caso, se celebra en el Luna Park un gran acto de la izquierda llamado “Encuentro Nacional de los Argentinos”. Asisten, como espectadores, Asís, Zentner y Aulicino. Hablan una docena de oradores (Lucio Luna, Orlando Furlani, Guillermo Frugoni Rey, Julio A. Ferrarotti, etc) pero a ellos, a los tres amigos talleristas, se les ocurre desplegar una suerte de insólito fanatismo visceral por Jesús Porto, un dirigente comunista que, a excepción de la afinidad ideológica, nada tenía que ver con ellos. “Decidimos que el ídolo nuestro sería el personaje más burlable de todos”, recordará Zentner. No pararon de vivar por él, de aplaudirlo, de alentarlo como si se tratara de la reencarnación de Guevara. A su alrededor, los camaradas los miraban asombrados ante esas desmesuradas y sorpresivas imprecaciones de amor político. 

 

El CEAL, o sea Greogrich, publica “La Manifestación” en diciembre de 1971. Tiene 134 páginas y son 11 cuentos. En la tapa hay una ilustración de una taza con un líquido rojo del que emerge, como parte del mismo contenido, una figura informe y humana que ondea una bandera roja. Representa, de manera inconfundible, un militante de la revolución. El libro vende bien y se reedita de inmediato. En total, vende 20 mil ejemplares, y tiene buenas críticas. 

Ese mismo mes, sus amigos-compañeros concretan un viejo anhelo del taller: editar una revista literaria. Entre todos -aunque la participación del Turco es menor- juntan dinero y fundan El juguete rabioso, de inconfundibles rasgos arltianos. Cohen, Freidemberg, Aulicino, Irene Gruss, Polito y Mirta son quienes más se ocupan. En sus 20 páginas incluyen un breve ensayo de Mario Jorge de Lellis sobre, justamente, Roberto Arlt. También un reportaje a Abelardo Castillo, que en ese momento dirige la revista El escarabajo de oro, en el que responde a una sola pregunta, que sintetiza el espíritu de la revista: “¿Es posible una cultura revolucionaria?”. Además, incluyen un cuento de Mirta, “Los huesos del reloj”. La autora es presentada de este modo: “Cuentista. Sólo publicó, hasta hoy, en revistas y suplementos literarios. Integra el Taller de Escritores ”Mario J. de Lellis“. Tiene veintiún años y una mágica capacidad de rescatar la intimidad, la ternura y aún la dolorida poesía de Buenos Aires, de sus trajinados trágicos personajes.”

En una página a la que llaman Puchero vuelcan una serie de definiciones y frases ingeniosas. Una es la que les dice Raúl González Tuñón: “El juguete rabioso es un buen nombre para una revista literaria y para un conjunto beat”. Debajo, una del Turco: “Yo, el Ulises, ni a Joyce le creo que lo haya leído todo”. Y otra de Rubén Reches: “A mi la infinitud del universo no me asusta. Dejenlá que venga que la cago a patadas”.

El Turco sigue, el Turco no se detiene. Su abanico de conocidos notables no para de ampliarse. Gracias a su empleo en el Instituto Argentino de Ciencias (IAC) conoce a más autores, todos talentosos, todos con obra y reconocimiento. Allí se cruza con Haroldo Conti, con quien en poco tiempo establece una amistad que será profunda. Haroldo también cae seducido por ese poeta plebeyo, simpático, potente y lenguaraz. El Turco le cuenta que milita en el PC, que fundó un taller literario con algunos compañeros, que ya publicó un libro de poesía y que acaba de editar dos más. A Conti le cae en gracia su desfachatez, su humor ácido, su intrépida y heterogénea vitalidad: “Turco, vos vas a ser capaz de hacer de todo”, lo elogia. 

Haroldo, por entonces, ocupa un lugar destacado en la literatura vernácula. Publicó las novelas “Sudeste” y “Alrededor de la jaula” y ese año confirma su categoría con “En vida”, novela por la que obtiene el premio Barral. Conti es amigo de otros titanes del rubro, Rodolfo Walsh y Paco Urondo. Pronto los tres abrazarán el compromiso revolucionario.

También conoce a un muchachito pintón, con algunos gustos excéntricos, aires intelectuales y humor socarrón. Se llama Jorge Telerman, es diez años menor y, por invitación suya, empieza a concurrir al taller. Será un personaje de la novela “Los reventados”, pero para eso falta. Telerman vive en Caballito. Es atildado, algo Don Juan, calza suecos, viste bien. Le llaman la atención las poleras de Jorge y el corazón rojo que usa como colgante. “Nuestra afinidad vino del lado del gusto por las mujeres y por la heterodoxia”.

Para la época que se hacen amigos, el grupo del De Lellis cambia de escenario de tertulias post taller: se mudan de La Cubana a El Foro, que queda en la calle Montevideo. El del Foro es un ambiente más ecléctico, hay actores de teatro, psicólogos, artistas, tangueros. Una noche, un tipo de unos 70 años elegante y severo les pregunta a qué se dedican. Le cuentan. “Ah… yo también soy poeta”, responde. “Escribí un tango que se llama Nieblas del Riachuelo…”. Era Enrique Cadícamo. 

En enero de 1972 se produce su bautismo en las grandes ligas de la crítica. “La Manifestación” da que hablar. Dentro del PC, algunos lo elogien pero otros se ofenden con su estilo burlón. Se impone la segunda moción, y en una revista partidaria lo acusan de ser un infiltrado, un posible agente de la CIA.

“!A los dos meses tenía enemigos¡ !Tenía críticos! !Qué maravilla…!”

El suplemento literario de Clarín publica una reseña de libro. La firma Ubaldo Nicchi y la incluye en una sección dedicada a novedades de autores jóvenes. Analiza Nicchi: “Jorge Asís, con La Manifestación, también se coloca en la vanguardia de nuestros nuevos autores. (…) Se trata de una colección de cuentos de factura madura, de temática definida y clara. (…) Asís puede utilizar varios registros temáticos y estilísticos y desenvolverse con eficacia. Quizá la reiteración de un lenguaje cargado de los consabidos tics y mañas del habla porteña a los largo de los once cuentos puede volverse monótona.”

A los pocos días sale publicada otra crítica, esta vez en La Opinión, el diario fundando por Jacobo Timerman, de menor tirada a la de Clarín pero plagado de grandes firmas, influyente, prestigioso. Ls reseña lleva la firma nada menos que de Francisco Paco Urondo. 

En el comienzo de su texto, Urondo reproduce el amargo comienzo del cuento “Quiero retruco”, para de inmediato acotar: “El pensamiento que alienta este párrafo, seguramente no resiste el menor conato de crítica; sin embargo, a pesar de su grueso individualismo, describe o presenta una realidad que, al quedar así expuesta, se torna vulnerable. (…) Lo que importa a lo largo de estos once relatos que integran La Manifestación es la sinceridad del autor que, en los momentos de humor o alegría, llega a ser hermosamente desfachatado. Su sinceridad interesa no como valor ético, sino como valor literario: como solvencia en el uso de la palabra”, asegura Urondo, para concluir que “esta picaresca no se empaña con los traspiés narrativos que el libro también exhibe”. Sin ambages, el título del artículo saluda su llegada y sintetiza lo que él Turco viene a inyectar: “Jorge Asís recupera una temática olvidada por la nueva literatura”. 

En el mismo diario, en la sección Espectáculos, una publicidad anuncia el estreno de la última película del director estadounidense Robert Mulligan. Se llama En busca de la felicidad, título inspirado en La Conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, primer libro que el Turco leyó en su vida. 

El destino parece hacerle un guiño. 

Ese año, 1972, será decisivo en varios aspectos, pero sobre todo en uno seminal: su definitivo ajuste de cuentas con el hombre que más admiró y despreció en toda su vida: Jorge Zaín, el inefable burlador de Domínico. Su padre.