“Desde Norteamérica y Europa hacia el planeta entero”. Podría ser un buen lema para resumir el imperialismo, pero era una de las frases que se repetían en las cuñas publicitarias que anunciaban el Live Aid en la cadena MTV. El festival, celebrado en Filadelfia y Londres el 13 de julio de 1985, se presentó como “el mayor evento musical de la historia” y tenía un único objetivo: “Acabar con el hambre” en Etiopía, Somalia y Eritrea. A pesar de su dimensión humanitaria, y al igual que las multinacionales que por aquel entonces aceleraban sus procesos de expansión por el globo, algunos artistas anglosajones aprovecharon el festival como plataforma para aumentar la visibilidad de sus marcas a nivel mundial. Ese fue el caso de Queen o U2.
Pero no todos los participantes del Live Aid salieron bien parados. Recordemos, por ejemplo, a Madonna. La cantante venía de un escándalo por posar desnuda en Playboy y Penthouse y su actuación de aquel día, en la que desafinó cosa mala y se le notó incómoda tratando de seguir la coreografía, daba argumentos a quienes no se la tomaban muy en serio como artista.
Peor fue lo de Led Zeppelin, que llevaba años retirado y sus miembros decidieron reunirse para tan noble ocasión. Sin haber hecho la prueba de sonido, la unión entre un Jimmy Page puestísimo de heroína y un Robert Plant con la voz en muy baja forma dio el resultado esperado: un mojón de concierto. Tampoco ayudó el intento de suplir al fallecido John Bonham mediante la incorporación de dos bateristas, uno de los cuales, Phil Collins, venía de una larga gira y, en lugar de ensayar, prefirió pasar el tiempo con sus hijos en la piscina de su mansión. El plan de Collins era prepararse las canciones de Led Zeppelin en el avión, simplemente escuchándolas en un walkman. El método, vaya por Dios, no le funcionó. Durante el concierto iba tan perdido que, según él mismo confesaría, a punto estuvo de bajarse del escenario en medio de Stairway To Heaven. Moraleja para músicos: hay que ensayar.
La participación de Phil Collins en el Live Aid ilustra el afán de protagonismo y el delirio de omnipotencia que pueden aquejar a un artista en la cima de su popularidad. Permitidme que repase su jornada. En Wembley, Collins tocó el piano acompañando a Sting; al acabar, le esperaba un helicóptero que le trasladó al aeropuerto de Heathrow para coger el Concorde, el avión supersónico que cruzaba el Atlántico en apenas tres horas; durante el vuelo, además de prepararse el repertorio de Led Zeppelin escuchándolo con auriculares, grabó una entrevista para la BBC desde la cabina y, casualidades de la vida, se encontró a Cher entre los pasajeros y la convenció para que participara en el cierre de la gala cantando We Are The World. Una vez aterrizado en Nueva York, un helicóptero le llevó al estadio JFK de Filadelfia, donde actuó por partida triple: cantando él solito al piano, tocando la batería para Eric Clapton y también, como hemos visto, para Led Zeppelin. Aunque se rumoreó que su hiperactividad solo podía deberse a la cocaína, Collins declaró que, bien al contrario, tantas responsabilidades le exigieron mantenerse completamente sobrio. Se debiera o no a los estimulantes, el de Collins es un caso que ejemplifica a las mil maravillas la expresión castellana “querer ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro”.
Además de Led Zeppelin, otro que salió por la puerta de atrás fue Bob Dylan, quien decidió sumarse al sarao a pesar de que hacía tiempo que había renegado de su faceta como cantautor protesta y se mantenía alejado del activismo. Dylan era muy consciente de que el Live Aid no iba a arreglar la raíz del problema: “Hay alguien en la otra parte del mundo que se muere de hambre y tú, genial, pones diez dólares y así puedes limpiar tu sentimiento de culpa. Obviamente, ayuda en cierto modo, pero como sucede con todo gran movimiento para acabar con el hambre y la pobreza, eso no va a suceder”. A pesar del escepticismo, reconoció la responsabilidad que tenía como músico y decidió sumarse a la iniciativa: “Cuando se organiza un evento benéfico, no se invita a participar a bailarines ni arquitectos ni abogados, ni siquiera a políticos; el poder de la música consiste en que siempre ha conseguido unir a la gente”.
Sin tiempo para montar una banda, Dylan se acompañó en el Live Aid de Keith Richards y Ron Wood, los guitarristas de los Rolling Stones. El trío llegó al recinto cada uno en una limusina y, en evidente estado de embriaguez, dio un concierto de lo más descuajeringado. El único momento interesante se produjo cuando, entre canción y canción, Dylan expresó su deseo de que parte del dinero recaudado (“un poquito, uno o dos millones quizá”) se destinara a los granjeros estadounidenses que no podían pagar sus hipotecas y se hallaban en riesgo de desahucio. Sus declaraciones crearon una gran polémica e incluso Geldof las calificó de “simplistas, estúpidas y nacionalistas”. Según argumentó el creador del evento, “existe una diferencia radical entre perder tus medios de vida” (como le sucedía a los agricultores yanquis a los que se refería Dylan) y “perder tu propia vida” (como era el caso de los africanos a los que el Live Aid quería socorrer).
Más allá de santificar a algunas rock stars, y también de desacreditar pasajeramente a ciertos artistas que no dieron la talla, el Live Aid sirvió para fortalecer el propio sistema de estrellas de la industria musical. Los medios encontraron una enorme golosina informativa en el “gesto de solidaridad sin precedentes” (así lo calificó El País) de las celebridades musicales, por lo general individualistas y poco dadas a meterse en fregados políticos. De este modo, la atención se centró en la fraternidad de las estrellas norteamericanas y británicas y fue desplazando el sufrimiento de los etíopes. La cobertura de la hambruna quedó convertida en poco más que el telón de fondo de la “enorme orgía de autocomplacencia” del star system, como la llamó el ensayista y crítico musical Greil Marcus.
Por debajo de los famosos, y espejados en ellos, los ciudadanos de los países más avanzados fueron llamados a sumarse activamente a la fiesta. Participar resultaba muy beneficioso en términos psicológicos: desde una cómoda postura de espectadores-consumidores, la iniciativa les permitía sentirse parte de un gran movimiento colectivo que, además, podía intervenir en un problema que hasta entonces despertaba impotencia y resignación. Antes de la caída del muro, el Live Aid proporcionó a la población del primer mundo un sentido de ciudadanía global.
Qué pasó con el dinero
Dos días después, la organización anunció que había recaudado 50 millones de libras por las 16 horas de música, lo cual representaba el 1,5% del PIB de Etiopía en ese momento. Posteriormente, se estableció la cifra total de 127 millones de dólares -unos 350 de hoy- como la recaudación total por las entradas de los conciertos, las donaciones, los patrocinios, los derechos de retransmisión, la venta de discos (incluyendo los singles Do They Know It's Christmas y We are the world), los vídeos y el merchandising. ¿Qué pasó con todo ese dinero? Descontada la parte del pastel que se embolsaron las empresas que intervinieron en la realización del evento, puede afirmarse que el dinero permitió reducir de forma significativa la mortalidad de la hambruna. Según las estimaciones del especialista en política africana Alex de Waal, las iniciativas solidarias habrían evitado entre un 25% y un 50% de las muertes en Etiopía y alrededores.
La colecta también se invirtió en programas de desarrollo a largo plazo que tuvieron un impacto positivo, en especial los llevados a cabo en colaboración con las comunidades locales. No obstante, un artículo de la revista SPIN en 1986 y una investigación de la BBC en 2010, de la que posteriormente la cadena pública se retractó, pusieron en cuestión cómo se había utilizado el dinero. SPIN, basándose en las opiniones de la antropóloga Bonnie Holcomb y del entonces presidente de Médicos Sin Fronteras Rony Brauman, afirmó que parte del dinero recaudado se gastó en camiones que se utilizaron para reasentar de manera forzosa a la población. “La comida se pudría en los muelles”, dijo Holcomb, coautora de Invention of Ethiopia: The Making of Dependent Colonial State in Northeast Africa. Por su parte, Rony Brauman, en un primer momento aliado de Geldof, se mostró crítico en una carta escrita 20 años después, al afirmar que “Bob Geldof y sus amigos de Band Aid transmitieron activamente la propaganda del régimen de Adís Abeba, descalificando cualquier cuestionamiento en nombre de la necesidad imperiosa de rescate de emergencia”. Los reasentamientos masivos causaron la muerte a decenas de miles de personas, según David Rieff, autor de Una cama por una noche: El humanitarismo en crisis (Debate). Tras todas estas acusaciones, Bob Geldof argumentó que, ante una emergencia de tal calibre, no hay que tener reparos en “darle la mano al diablo” si con ello puede llegarse a los más necesitados.
La relevancia mediática del Live Aid logró, en cualquier caso, que el debate acerca de los dilemas propios de la cooperación internacional saltara a la opinión pública. También logró que las administraciones de Reagan y Thatcher, cuyos intereses en el Cuerno de África seguían enmarcados en la Guerra Fría (Etiopía formaba parte del eje comunista), aumentaran considerablemente sus exiguas ayudas humanitarias a la zona. Es innegable que la campaña del Live Aid contribuyó de forma directa a que la lucha contra la extrema pobreza ganara presencia en el debate político. El Live 8, la secuela del festival que liderarían Geldof y Bono 20 años después, se planteó directamente como una forma de influencia política y no como un evento caritativo. Su objetivo era ejercer presión para que los mandatarios de la cumbre del G8 en Escocia aprobasen una serie de medidas que contribuyesen al desarrollo de los países más pobres. El eslogan del evento fue: “No queremos tu dinero, queremos tu voz”.
Si bien es cierto que el Live Aid puso encima de la mesa un tema que no estaba en la agenda política, puede discutirse acerca de su auténtica capacidad de concienciación. De entrada, la campaña iniciada por Geldof alimentaba una serie de estereotipos sobre los africanos en tanto que seres desvalidos y dependientes. Vale la pena recordar que eso que tan cómodamente llamamos “África” es una realidad muy compleja y diversa compdesauesta por 54 países (en los que se hablan más de un millar de lenguas). Sin embargo, desde la era colonial África ha funcionado para los occidentales como un “espacio vacío sobre el que proyectar fantasías empresariales y/o filantrópicas”, tal y como señala la investigadora H. Louise David. Y estas fantasías, en las que el bueno de Geldof seguía instalado, son las que durante siglos han favorecido las múltiples formas de explotación del continente africano.
Por otro lado, el consenso masivo que logró la campaña se basó en un rechazo elemental que cualquier persona debe sentir ante “la absurdidad intelectual y la perversidad moral” que entraña, como dijo Geldof, el hecho de que haya gente que se muere de hambre en un mundo de abundancia. La transversalidad de este rechazo, sin embargo, pudo darse gracias a que pasó por alto las estructuras económicas y políticas que subyacen a la injusticia en cuestión. Por ello, la denuncia realizada por el Live Aid propició una descarga emocional colectiva, pero no llevó a que la ciudadanía tomara verdadera conciencia del problema. ¿Cómo pretender “acabar con el hambre” sin considerar, por ejemplo, las reglas de comercio injustas o la debilidad institucional que sufren los países afectados? Por su parte, los medios de comunicación, al comparar la hambruna etíope con una “plaga bíblica” provocada por un fenómeno natural como la sequía, amplificaron el menosprecio general por la dimensión social e histórica del asunto.
Para ahondar en este punto, vale la pena recordar que en 2010 un terremoto en Haití motivó la creación de Artists for Haiti, un remake de USA for Africa, el colectivo que había dado a luz We Are The World y preparó el terreno para el Live Aid. La catástrofe en Haití brindó una nueva oportunidad para activar el tipo de narrativa sensacionalista que operó en la moda solidaria de 1985, más dirigida a las consecuencias de los conflictos que a sus causas. Hay que recordar que, antes del terremoto, Haití era ya la zona más pobre de todo el continente americano y uno de los casos más sangrantes del saqueo colonial. A pesar de haber sido el mayor productor mundial de azúcar, tras siglos de sometimiento a los intereses franceses y luego estadounidenses, el país se ha visto abocado a un subdesarrollo crónico que multiplicó trágicamente los efectos del seísmo de 2010.
Como era de esperar, ni Kanye West ni Miley Cirus ni ninguno de los Artists for Haiti se refirieron en absoluto a la responsabilidad de las potencias occidentales, en especial los EEUU, en la situación calamitosa de la excolonia. Aunque el sencillo We Are The World 25 For Haiti sí prestó más atención a la diversidad que la canción original (incluyó una estrofa adicional con estrellas de hip hop, una pequeña comitiva de músicos haitianos y hasta un representante del bum latino, Enrique Iglesias), la retórica asistencialista de la iniciativa continuaba siendo pueril en términos políticos.
Este tipo de proyectos no solo son insuficientes a la hora de afrontar los problemas de base, sino que en ocasiones actúan a modo de cortina de humo que favorece su perpetuación. El terremoto de Haití nos enseñó, como anteriormente el tsunami del Índico o el huracán Katrina, que la ayuda humanitaria puede servir de pretexto para ejercer un control militar sobre lugares devastados y allanar el terreno a lo que Naomi Klein llama el “capitalismo del desastre”. En el Foro de Davos, Clinton destacó las excelentes oportunidades de negocio que el ruinoso Haití brindaba a los inversores extranjeros, que aprovecharon las reformas y privatizaciones que se sucedieron tras el seísmo para enriquecerse con la promoción inmobiliaria o el turismo de cruceros.
De todo lo anterior, ¿se deduce que los macroeventos caritativos son necesariamente una farsa y acaban resultando cómplices con el statu quo? Por supuesto que no. Y pondré un ejemplo muy cercano al Live Aid. Como comenté más arriba, durante su concierto en este festival, Bob Dylan manifestó su deseo de que una parte del dinero recaudado sirviera para ayudar a los granjeros estadounidenses amenazados por las deudas hipotecarias. A pesar del escándalo que levantaron sus palabras, lo cierto es que los agricultores de Estados Unidos son un colectivo que padece graves problemas económicos y presenta una de las tasas de suicidios más altas del mundo. El cantante de country Willie Nelson era consciente de esta situación y encontró en las palabras de Dylan el impulso que necesitaba: dos meses después del Live Aid, en septiembre de 1985, se inauguró el Farm Aid, un festival de música destinado a brindar apoyo material, legal y psicológico a las pequeñas explotaciones agrícolas del país. Alejado de la caridad puntual, desde entonces se ha celebrado anualmente y ha ido creciendo hasta convertirse en una gran red para la defensa de los sistemas de alimentación locales y ecológicos. En palabras de Nelson, el Farm Aid se plantea como un contrapoder civil “en este mundo posmoderno de avaricia de las corporaciones e indiferencia de los gobiernos”.
DA