Uno. Las fotos pueden ser refugios. El álbum propio y también ese que, con el correr del tiempo, nos vamos armando con imágenes de otros. Siempre estoy volviendo a una que tomó el fotógrafo argentino Eduardo Longoni y que muestra a Charly García con Mercedes Sosa sentados en un sillón: hay una angustia en la mirada de ella que se va cerrando, que apoya la cabeza en el brazo de él; hay una esperanza en los ojos abiertos de él, que fuma y la sostiene en su hombro. El propio Longoni contó la cocina de esa y otras de sus grandes fotos –un álbum que su mirada inmortalizó y que también es de todos: de la Mano de Dios, a las Madres de Plaza de Mayo, de La Tablada a Videla arrodillado rezando– en su excelente libro Imágenes apuntadas (Planeta, 2017). La tomó en el departamento de Mercedes Sosa, durante una noche de diciembre, en algún momento de los años ‘90. “Mercedes presidía la reunión, acomodada en el mullido sillón de su living. Su voz y su figura, como una morocha luna tucumana, transmitían paz. También una enorme autoridad moral.Charly llegó acompañado de Fito Páez. Se sentó junto a ella y empezaron a hablar (...). Eran tiempos del menemismo: la charla giró en torno a los shoppings que se construían en serie, al supuesto primer mundo al que estábamos por entrar mientras faltaban gasas y curitas en los hospitales del conurbano. Fue una noche divertida, con recuerdos, canciones a medias y a capella, un placer único. Pero también fue una noche melancólica: Mercedes estaba especialmente nostálgica por sus años de exilio”, recuerda Longoni.
Dos. Siempre es difícil ponerle fecha al comienzo de una amistad y la de ellos dos quizá empezó en soledad, cada uno escuchando los discos del otro. Hasta que empezaron a invitarse mutuamente a esos recitales que dieron cuando todavía vivíamos en dictadura: alguna de las 13 funciones de ella en el Gran Rex en 1982, el mítico Ferro de él a finales de ese año –ese que se considera “el primer show de estadio” en el país– y también la presentación de ella en ese mismo predio, pero en 1983. La cantante da alguna pista en el documental Como un pájaro libre, de Ricardo Wullicher, con guión del escritor Miguel Briante, que cuenta su regreso al país tras el exilio y recupera imágenes de cuando cantan juntos Cuando ya me empiece a quedar solo, de Sui Generis: “En el ’81 fui a ver Submarino amarillo en España, y me admiré y me dio vergüenza de mí misma, por haber tenido el prejuicio de no verla cuando se estrenó –cuenta–. De la misma manera yo no había escuchado a Charly García ni a Nito Mestre. Indudablemente a ellos les debe haber pasado lo mismo con nosotros. El ser humano está lleno de prejuicios y preconceptos, y la falta de libertad no sólo se siente en la libertad colectiva, sino en la libertad mental de cada persona”. Volver a ver esas imágenes ahora, mientras cantan tendré los ojos muy lejos y un cigarrillo en la boca, es volver a ver la foto de Longoni y a trazar una genealogía de abrazos y de hombros que se juntan: arriba del escenario en el show de sus vidas, en un living una noche cualquiera.
Tres. Sentadas en un sillón, abrazadas, están Ana (Chunchuna Villafañe) y Alicia (Norma Aleandro). Primero se ríen, fuman, toman un licor amarillo que las distiende mientras leen una carta que Ana le mandó a Alicia un tiempo atrás desde el exterior. Pero eso que les provoca carcajadas, poco a poco se va oscureciendo hasta que Ana puede poner en palabras lo que vivió. Primero en un campo de concentración y después en el exilio. Alicia se horroriza, no termina de entender hasta que entiende. Es una de las escenas más conmovedoras de La historia oficial, una película que transcurre en 1983 y que empezó a filmarse durante ese año, todavía bajo el régimen militar, con miedo y amenazas al elenco. La propia Norma Aleandro acababa de volver del exilio y también lo había hecho la guionista Aída Bortnik, co-autora junto al director Luis Puenzo. El largometraje, que ganó el Oscar en 1986, es uno de los pioneros en mostrar a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, hombro con hombro para reclamar la aparición de sus hijos y sus nietos. Un grito que empieza ahí, viaja por todo el mundo con éxito, se estira en otras películas y se prolonga hasta estos días de celebración de los cuarenta años de la democracia con la enorme repercusión de Argentina, 1985, de Santiago Mitre, y El juicio, de Ulises de la Orden.
Cuatro. Más abrazos y hombros juntos, en las calles, en el ocaso de la dictadura. La primera Marcha de la Resistencia, de diciembre de 1981, con Madres de Plaza de Mayo a la cabeza, con los organismos de derechos humanos, con Adolfo Pérez Esquivel. La madre y la hija que registra la fotógrafa Adriana Lestido en esa imagen memorable tomada en Avellaneda, en 1982, durante una protesta para pedir por la aparición con vida de un familiar. La de Saúl Ubaldini abrazando a un niño que hace la V con los dedos en marzo de 1982 mientras caminan hacia Plaza de Mayo bajo la consigna “Paz, Pan y Trabajo”. La Marcha por la Vida del 5 de octubre de ese año, la de la Multipartidaria de diciembre.
Cinco. Un abrazo fraguado por los militares en 1982: durante la Marcha por la Vida un grupo de Madres quiere avanzar hacia un sector de la Plaza de Mayo hasta que un uniformado las frena con violencia. El episodio queda registrado por algunos fotoperiodistas presentes que capturan la secuencia. Pero de toda la escena, trasciende una única foto en la que se ve al agente de policía que atrae hacia su pecho a una de ellas. Algunos medios locales como el diario Clarín usaron la toma para dar cuenta de una supuesta reconciliación nacional entre los argentinos sin dar cuenta que se trataba, en realidad, de una maniobra para neutralizar a la mujer y sin publicar el resto de las imágenes, que mostraban el enojo de las manifestantes. El título de tapa fue “Pacífica concentración en el centro”. Muchos años después, ya en democracia, se conocieron los nombres de los protagonistas, cuando uno de los reporteros brindó su testimonio ante la Justicia: la Madre retenida por el uniformado era Susana de Leguía, acompañada muy cerca por Nora Cortiñas. El hombre retratado era Carlos Enrique Gallone, quien murió en 2021 mientras purgaba una condena a prisión perpetua y otra a 25 años por delitos de lesa humanidad.
Seis. Después de la censura, después de las listas de artistas prohibidos, después de los exilios, los ‘80 son los años de los abrazos. Por los regresos, por las ausencias, por los recitales, por las marchas, por el encuentro de los cuerpos después de tanta desaparición y tanta muerte. Otras imágenes que sintetiza la época, en la mirada del fotógrafo Marcos Zimmerman: las de la serie Tres mujeres descontroladas, encarnadas por Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese en el Parakultural. El poeta Fernando Noy eligió un abrazo de a tres –travestido, cachondo, irreverente–, para la tapa de su libro Historias del under (Reservoir Books, 2015), que recorre aquellos días y sobre todo aquellas noches de efervescencia.
Siete. Este año me compré por internet un buzo con la foto de Mercedes Sosa y Charly García. Calculé mal y me queda enorme, pero fue mi abrigo en el invierno de los 40 años de democracia y lo sigue siendo. Cuando me lo pongo siento que algo de esa unión –la tucumana que nació el Día de la Independencia ahí, en su cuna, y el porteño que va de la cama al living; la mujer que sigue cantando al sol como la cigarra y él que pasa el tiempo demoliendo hoteles; la que volvió y el que siempre se está yendo– me protege. Un refugio, un lugar posible para vivir días imposibles, con sus altibajos, con sus hombros pegados, con su diversidad, con los que no tienen voz y con los que todavía cantan. Un roce que vuelve en cada canción y en cada foto: ese largo abrazo es la democracia.
Ocho. Vuelvo al recuerdo de Longoni de aquella noche que dejó grabada para siempre con un clic: “Tomé pocas fotos. Cuando Mercedes se apoyó en el brazo de Charly supe que la nota estaba resuelta. Fue un instante, cuando la geometría, los gestos y el encuadre hacen nacer una foto que, uno cree, transmitirá ternura y, de algún modo, traducirá el sentido del encuentro. Cuando logro capturar ese momento mágico me relajo un poco. Me quedo acechando con la cámara en el ojo por si algún otro supera al anterior. Pero ya casi no disparo. No tiene sentido”.
AL/MG