SYLVIA MOLLOY (1938-2022)

Para nombrar su ausencia, no bastará una lengua

17 de julio de 2022 00:02 h

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Es difícil pensar en una trayectoria de mayor prestigio en las letras y la crítica literaria del último medio siglo que la de Sylvia Molloy: en su paso por las instituciones de enseñanza más prestigiosas, transformó el campo de los estudios de literatura latinoamericana de manera definitiva. Es igual imposible medir su influencia en escritorxs, lectorxs y alumnxs (todxs fans suyos) diseminadxs por todo el mundo, y que desde la noticia de su fallecimiento el 14 de julio han manifestado su adoración y agradecimiento, recordando su inteligencia y su generosidad sin límites. 

Sylvia Molloy brilló tanto en la escritura de crítica como en la literaria, aunque la indistinción -o el desvío- de géneros quizás fuera una de sus marcas más salientes. Sus ensayos, escritos con elegancia y agudeza, con suspenso y pulso narrativo, con una atención extrema por detalles y fragmentos (o “retazos”, como dice en el documental de Soledad Marambio) que no encajan, volvían perceptibles ideas y sensibilidades que hasta entonces no lo eran, y se leían con el goce de una obra literaria. Y la lectura de sus textos novelísticos (El común olvido) y “autobiográficos” (Varia imaginación) son inconfundibles experiencias de aprendizaje. Los temas y en especial los gestos de sus libros eran también parte de sus clases. Para quienes tuvimos la fortuna de asistir a ellas, su voz cómplice y calma es imborrable. Su curso sobre “Homecomings”, por ejemplo, -con lecturas de Rulfo, Borges y la condesa de Merlin, y cameos de Hölderlin y Gardel-, además de dar vuelta muchos lugares comunes de la literatura latinoamericana de viajes, atendiendo a la extrañeza en sus escenas de regreso, permitía entreoír ecos de las estrategias que había usado en su novela El común olvido. Como si fuera poco, para estudiantes que habíamos dejado nuestros países para estudiar con ella, también hacía sonar la advertencia (con humor y calidez) de que jamás volveríamos del todo a ellos. 

De madre francesa y padre irlandés, hablaba y escribía en inglés, francés y español, pero de esta condición subrayaba menos el “más” [polys] de la acumulación políglota que el carácter instersticial entre las lenguas. Molloy era experta en hacer de los bordes -del yo, de los géneros (literarios y sexuales), las lenguas, las culturas nacionales- un espacio de reflexión y emancipación.

En el panteón de la crítica literaria argentina de los últimos cincuenta años (Josefina Ludmer, Ricardo Piglia, David Viñas), Molloy probablemente ocupe el lugar con la mayor resonancia con las preocupaciones y sensibilidades de las generaciones de críticxs y escritorxs actuales, como el género y las posibilidades de las escrituras de sí. “Sylvia Molloy transformó los modos de hacer crítica”, dice el crítico Gabriel Giorgi, que estudió su doctorado con ella en NYU y hoy se desempeña allí como profesor. Y agrega: “Por un lado abrevó en las tradiciones de reflexión sobre la escritura, su densidad formal, sus opacidades y ambivalencias, y desde ahí abrió modos de leer la literatura latinoamericana que estaban muy capturados por tradiciones identitarias muy fuertes y rígidas. Y a la vez, cruzó la reflexión sobre la escritura con la energía formidable que vino de los estudios de género y sexualidad, con la rareza de los cuerpos que estaba por todos lados pero que nadie leía”.

I Acevedo, escritor argentino nacido en 1983, dice que Molloy era “una escritora que se resistía a toda estabilidad y categorización, una devota del vaivén”, y destaca la “deslumbrante intuición” que encontró en la novela En breve cárcel (1981), por ejemplo cuando dice: “El relato privado no existe”. Texto clave para la literatura LGBT, allí Molloy narraba (aunque el verbo se queda corto) una apasionada relación entre mujeres. Apareció primero en España —Argentina estaba bajo la dictadura, y aquí nadie quería publicarla. Acevedo le vaticina un lugar más amplio en la historia literaria del futuro: “Los avatares de las ediciones colocaron a esta novela que en su inicio fue clandestina, en una biblioteca específica, una biblioteca feminista o queer. Sin embargo, resta que pase mucha agua bajo el puente para este clásico, que en el futuro encontrará seguramente otro lugar en la biblioteca de la memoria”. Hace algunos años, fue reeditada en una colección dirigida por Ricardo Piglia, quien en el prólogo escribió: “narrada en presente y en tercera persona, [la novela] produce un efecto de intimidad que es único y es inolvidable”. En Molloy, la cercanía y la intimidad no son el efecto de una pretensión de develamiento del yo sino de su extrañamiento. 

La editorial Eterna Cadencia, que publicó sus últimas obras y reimprimió algunas de las anteriores, prepara la edición de dos nuevos volúmenes que serán póstumos: un libro sobre animales (tenía muchos en su casa de Long Island) y una recopilación de sus ensayos críticos. 

En Vivir entre lenguas, uno de sus últimos libros, la narradora se pregunta: “¿En qué lengua se despierta el bilingüe?”. Molloy era una maestra de lo uncanny: encontraba extrañeza (y por lo tanto aperturas) en los recovecos de la conciencia supuestamente más privados, como aquí el momento de despertarse. Ayer nos despertamos en un mundo sin Sylvia. Para nombrar su ausencia, no bastará una lengua.

PO