Woody Allen en las Malvinas, argentinas otra vez
Un capítulo de la novela inédita de Ariel Magnus “El sentido del humor”, escrita hace una década, en la que el cineasta norteamericano al fin viene a Argentina a filmar su última película.
Lamentablemente no estaba aún terminado el tren bala submarino a Malvinas, por lo que tuvimos que tomarnos un avión. Durante el viaje, Woody mostró un interés inusual por todo lo concerniente a las islas. La devolución de la soberanía por parte de los británicos, aquí y en el resto de los territorios que ocupaban ilegalmente, o según una legalidad hecha a su medida, había sido un gran tema en todo el mundo, pero del que se desconocían los pormenores de cada caso en particular. Le hablé del reclamo diplomático que nuestra Presidenta había llevado adelante desde los inicios mismos de su mandato, y que no pocos analistas señalaban como el que terminó convenciendo al Reino Unido de celebrar el “Devolution Day”, también para las otras regiones en litigo. Ayudó a ello que la Presidenta Pristina ordenara limpiar la isla de las minas terrestres que había dejado el ejército argentino en la guerra del 82, ganándose con ello el corazón de los kelpers, el único grupo de personas más o menos organizadas que todavía lograban oponerse con algún éxito a su gobierno. Controvertido fue, con todo, el método que utilizó para ello y que consistió, como se sorprendió de enterarse Woody, en hacer caminar por las zonas minadas a los militares que nos llevaron a esa misma guerra, junto a los jueces y a los curas y a los empresarios que los apoyaron en sus actividades delictuosas, hasta que no quedó ninguna mina sin detonar, ni ningún hijo de puta tampoco.
– Pero eso va en contra de los derechos humanos de los hijos de puta – objetó Woody.
– Por eso digo que fue un método controvertido – respondí –. Pasa que nuestros juristas descubrieron que el humanitarismo radical que implica conceder un juicio justo incluso a los peores hijos de puta carecía de toda humanidad si no contemplaba también la lisa y llana venganza. De modo que, en favor de un humanitarismo más humano, y forzando apenas la interpretación de algunas leyes, dieron vía libre a la limpieza, que contó con la ventaja de estar históricamente justificada y aun la de ser doble, pues los artefactos de matar y los asesinos se limpiaron los unos a los otros.
El segundo gesto de grandeza que tuvo la Presidenta Pristina con los isleños, ya después del “Devolution Day”, fue mudar a la isla la Casa de Gobierno y aun su residencia privada. Aunque la oposición minimizó el federalismo revolucionario de la medida recordando que para una patagónica como la Presidenta mudarse a un lugar donde no había más que viento y frío era menos una proeza que una redundancia, la misma vieja política disfrazada de novedad; aunque la oposición denunció robos millonarios detrás de la mudanza y pidió su inmediata renuncia, la Presidenta magnánimamente le puso al nuevo distrito federal el nombre de Viedma, en recuerdo de un antiguo proyecto de un líder de la oposición. “Para que nunca se olviden los opositores de que ellos estuvieron alguna vez en el poder y casi pareció que además también lo ejercían”, declaró Pristina en un discurso por cadena nacional. Desde el bando opuesto no tardó en llegar la respuesta: “Se roban todo, empezando por las buenas ideas”.
En Malvinas, le advertí a Woody, todo estaba politizado, aún más que en el continente. Debía saber que en estos 30 años el gobierno se había peleado con todos los sectores del quehacer nacional, y ganado cada una de las batallas. La metodología era siempre la misma: a los sectores que abusaban de su poder, ya fueran el religioso, el militar, el comercial o el periodístico, los instaban a ejercerlo en el área que democráticamente le corresponde a ese bien público, es decir la política, a lo que los poderes, o bien reculaban, o bien subían a la arena eleccionaria y perdían sin atenuantes. Desde entonces que cada sector se ocupaba de su área y el gobierno elegido por el pueblo reinaba por sobre todos ellos. Para que estos sectores autoritarios no la acusaran de autoritaria a ella, la Presidenta Pristina había decidido no someterse a votación cada cuatro años, sino todos los viernes.
– Se vota por teléfono, ya lleva reelegida como 1500 veces – calculé.
– Serán llamadas a cobrar, pero por parte del que llama – ironizó Woody.
Le pedí que no fuera gorila (un término cuya procedencia no supe aclararle, ni tampoco demasiado bien su significado específico, pero le quedó claro que era algo opuesto no solo al gobierno sino también al país y al ser humano en general) y que tuviera en cuenta que hacía tiempo ya, al menos según las estadísticas del Estado, que en el país no había más pobres. Salvo, precisamente, en Malvinas, donde la Pristidenta había tomado la decisión no menos política de mantener algunos pobres (a muy alto costo, según la oposición) con el objeto de que los funcionarios nunca olvidaran para quienes trabajaban, en última instancia.
– Pero tengo entendido que su Presidenta es multimillonaria – siguió gorileando Woody.
– ¿Usted sabe lo que gana un presidente? – opté por la línea argumental que evitaba el largo rodeo de discutir si había ganado su fortuna honestamente o no, que implicaba el largo rodeo de discutir si existía o no una justicia independiente –. Compárelo con lo que gana un futbolista y dígame si no lo merece.
– ¿Cuál es el número? Así la voto este viernes – sorprendentemente lo convencí.
– Después se lo paso – le palmeé un hombro –. Hay uno para dejar en voto automático por todo el año.
Llegamos a Malvinas a primera hora de la tarde, que allí ya correspondía al día posterior. No por el cambio horario, como creyó Woody, sino por la política temporal del gobierno, como pasé a explicarle. A fin de aumentar la productividad del poder ejecutivo, legislativo y judicial instalados en la isla, la Presidenta Pristina había establecido días de doce horas, con horas de media. El proyecto “Tiempo capital”, uno de los más ambiciosos en términos de política astronómica, contemplaba ir extendiendo las horas hasta que duraran una hora cada una, con lo que cada día serían estrictamente dos, y así cada semana, cada mes y cada año.
– La idea es que en un futuro no muy lejano todos los países tengan su Viedma trabajando al doble del ritmo usual – expuse –. La Presidenta Pristina confía en poder exportar esta tecnología temporal con el mismo éxito con que ya exportó sus políticas económicas heterodoxas, que salvaron a Grecia de su crisis de los años diez, y con Grecia a Europa y, en definitiva, al mundo.
– ¿Usted es parte de su política de publicidad sutil? – volvió a recaer en el gorilismo.
– En absoluto – negué enfático –. Ni siquiera soy del partido oficialista. Pertenezco a la agrupación “El vaso medio lleno”.
Le expliqué que también existía la agrupación “El vaso medio vacío”, además de la oposición cruda, y prometí mostrarle, a nuestra vuelta, el protestódromo instalado en el predio de la Rural, que contaba con rutas y puentes para hacer piquetes, paredes blancas para llenar de grafitis, vidrieras para romper y hasta un supermercado chino para saquear a gusto, además de las tribunas con aire acondicionado para el sector oligarca.
– Está abierto las 24 horas para todo tipo de protestas y todas ellas se difunden en vivo por el intervisor – completé la descripción.
– Habla muy a favor del gobierno que haya tanta libertad de presión – opinó Woody.
– Pero mejor hablan del gobierno las protestas mismas – le aclaré –. De solo ver lo que dicen sus carteles uno se vuelve opositor a la oposición, por no hablar de si los escucha hablar. Cada vez que el vaso empieza a parecerme medio vacío, porque la sed idealista me lo hizo tomar demasiado rápido, pongo el canal del protestódromo, cinco minutos nomás, y ya estoy con el vaso del pragmatismo lleno hasta el borde nuevamente.
La Presidenta Pristina nos recibió en la aerobase, naturalmente vestida con el casi riguroso luto que lleva desde la muerte de su esposo y que ya se ha puesto de moda entre otras mandatarias del mundo (ellas dicen que lo hacen también en honor al Presidente Préstor, pero la oposición de los respectivos países barruntan que solo buscan generar compasión y así ganar votos). Enseguida congeniaron, la genia de la política y el genio del humor, acaso porque tenían la misma estatura, la misma juvenil vejez (en el caso de Pristina debido a una cirugía esotérica, como denunciaban los guantes negros que usaba desde hacía tiempo) y el mismo gusto por rodearse de gente joven del sexo contrario.
– Creo que quiero filmar una película con ella – me dijo Woody al oído cuando nos encaminábamos a la salida.
– Por favor no, que no hay quien la reemplace – le supliqué, tratando al mismo tiempo de recordar quién era su vicepresidente de esta semana, aunque lo mismo daba, ya que los elegía siempre mal –. Pero algunos consejos para bajar la sobreactuación no estaría mal que le dé.
En lugar de free-shop o de aduana, para salir de la aerobase había que pasar por el Museo Presidente Préstor. En la primera sala de este museo interactivo, en el que yo tampoco había estado nunca (era mi primera vez en Malvinas, incluso mi primera vez junto a la Presidenta Pristina, por lo que admito que me hallaba sumamente nervioso, y hasta un poco erotizado); en la primera sala estaban expuestos exclusivamente retratos de criminales y gente malévola en general, y el visitante podía mandar a descolgar el cuadro que menos le gustara. Woody eligió naturalmente una foto de su ex tercera esposa, que habían colgado ex profeso, y hasta le hicieron el honor de acercarle el banquito a fin de que pudiera bajarla él mismo.
El museo tenía otras salas, como el archivo que no resistía (una oficina cargada de ficheros en la que el visitante entraba y, antes de poder revisarlos, todo se venía abajo, incluido el visitante, que seguía su recorrido por el piso inferior), el juego de los fondos de Santa Cruz (una suerte de “¿Dónde esta Wally?” tridimensional, emplazado en el mundo de las finanzas), la sala del habeas corpus (donde el visitante cumplimentaba todos los pasos para hacer la presentación respectiva bajo una dictadura y al final del proceso un juez lo declaraba inocente) y el célebre laberinto de las alianzas complejas (donde para llegar a la salida había que ir agarrándose de cosas más o menos repugnantes). Antes del museum-shop, donde tenían especial salida los anteojos para ver bizco y los suplementos bucales para pronunciar incorrectamente las sibilantes intervocálicas, nos detuvimos en el “Pabellón de los desaparecidos”, una sala vacía y pintada de negro que cuidaba una anciana kelper con pañuelito blanco sobre la cabeza.
– En su película puede hacer chistes sobre todas las cosas – le advirtió Pristina a Woody – pero con los desaparecidos no se jode.
– ¿O sea que si se me ocurre un chiste sobre desaparecidos mejor lo hago desaparecer? – preguntó Woody con toda seriedad.
Pristina se detuvo en seco, y con ella toda su cohorte de jóvenes colaboradores. Yo también me quedé helado y hasta hubiera preferido, si se me permite la metáfora, desaparecer. Pero un segundo después Pristina lanzó la carcajada, abrazó a Woody y mandó a pintar el pabellón con los colores de la bandera gay.
AM