Como suele ocurrir en los años electorales, a medida que se acerca el momento de votar vuelven a emerger tensiones sobre el precio del dólar. Las expectativas de devaluación, alimentadas por la inflación y la brecha cambiaria, vuelven a estar a la orden del día. Este año la tensión sobre el dólar se da en un contexto particular dado por la pandemia del COVID-19 y en medio de un acalorado debate que atraviesa a la propia coalición gubernamental y que tiene lugar en distintos medios y redes sociales entre “neodesarrollistas” y “ambientalistas”.
El núcleo del planteo de los “neodesarrollistas” es que la Argentina necesita dólares para poder crecer e incrementar el ingreso per cápita, condiciones necesarias para reducir la pobreza. Para ello no quedaría otra opción que aumentar las exportaciones, las cuales se basan principalmente en recursos naturales (fundamentalmente productos agropecuarios, minerales e hidrocarburos); es decir, hay que “trabajar” con lo que tenemos –sumando alguna que otra actividad como la cría de salmones- y después, en algún momento, se verá si se pueden encarar transformaciones para diversificar más la economía.
Por su parte, el planteo ambientalista es que las principales técnicas con las cuales lleva a cabo la extracción y procesamiento de los recursos naturales son nocivas para el medio ambiente y las poblaciones de los territorios.
Tras las salvajes inundaciones en Europa y China, las sequías e incendios en el oeste de Estados Unidos y Australia, las altísimas e inéditas temperaturas en territorios como la Columbia Británica (Canadá) y Siberia y la suba en el nivel de los mares, entre muchas otras “catástrofes naturales”, nadie serio puede cuestionar los efectos del calentamiento global y la degradación ambiental. En nuestro propio país estamos sufriendo sus consecuencias con la dramática e histórica bajante que registra el río Paraná.
Frente a este cuadro, el ambientalismo sostiene que deben buscarse formas de producción y consumo alternativas, menos nocivas con la naturaleza, aunque ello implique menores niveles de productividad o costos relativos más altos. Por su parte, los “neodesarrollistas” sostienen que la economía argentina está estancada desde hace tiempo y que es imprescindible retomar un vigoroso crecimiento ya que no se puede mejorar la calidad de vida “redistribuyendo una torta cada vez más chica”.
Más allá de las caricaturizaciones que se hacen de uno u otro lado y quitando las posiciones más extremas que suelen ser marginales (como las que promueven el “decrecimiento” o la explotación de recursos naturales sin ningún control), pareciera obvio que ambas posiciones tienen razón: sin dólares la economía argentina no puede crecer –venimos de casi una década de estancamiento y crisis, con un PIB en 2020 un 12% menor al de 2011 y un PIB per cápita un 20% inferior-, en tanto las consecuencias medioambientales de las formas de producción predominantes son cada vez más evidentes. ¿Entonces, cómo hacemos? ¿Sacrificamos medio ambiente y salud o nos resignamos a ser cada vez más pobres?
Si bien no hay fórmulas mágicas y es cierto, como dicen algunos “neodesarrollistas”, que no podemos pasar a fabricar y exportar semi-conductores de la noche a la mañana (para los cuales además se necesitan minerales, entre otras cuestiones), la resignación a “lo que hay”, es decir, lo que en la jerga económica se conoce como ventajas comparativas estáticas, termina siendo un planteo bastante similar al que propone el neoliberalismo ya que termina omitiendo un elemento clave: los actores concretos que definen el modelo de desarrollo.
Al respecto, tenemos un poder económico extranjerizado y/o internacionalizado que basa su capacidad de acumulación fundamentalmente en la explotación de recursos naturales, en el aprovechamiento actividades protegidas y reguladas por el Estado en las cuales no hay prácticamente competencia y/o en la especulación financiera. Ninguno de los grandes actores que se insertan en este tipo de actividades tiene interés alguno por producir modificaciones estructurales que le permitan a la Argentina ocupar otro rol que el actual en el escenario mundial.
Pero no sólo eso -y acá volvemos a la cuestión del dólar-, si no que el núcleo de ese poder económico lo conforman, a su vez, los principales proveedores y demandantes de divisas. Lo primero, a partir de concentrar en sus manos la mayor parte de las exportaciones del país: alrededor del 70% de las exportaciones está en manos de las 200 empresas más grandes, de las cuales sólo 50 explican más del 55% de las ventas externas totales. Además, tienen el poder de imponer condiciones a partir del ingreso de divisas o la amenaza de su retiro bajo la modalidad de inversiones extranjeras. Pero no sólo son proveedores de divisas sino que también son sus principales demandantes, no sólo por la creciente demanda de importaciones que genera su actividad “productiva” y comercial -cada vez más desintegrada localmente-, sino porque remiten utilidades y pagan intereses al exterior y son los principales protagonistas de la fuga de capitales, que durante los cuatro años de gobierno de Macri alcanzó los 90.000 millones de dólares.
De esta manera, la salida de capitales de la economía argentina abarca al conjunto del poder económico local. Este comportamiento se debe a muchas cuestiones que se retroalimentan e involucran, entre otras, a la inestabilidad macroeconómica y el comportamiento cíclico de la economía, la creciente financiarización con su consecuente colocación de excedentes en los circuitos financieros globales, y el histórico carácter dependiente que presenta la economía argentina. Esto último tiene que ver con el proyecto de país o “modelo de desarrollo” que impulsan estos actores del poder económico concentrado acorde a sus intereses. Para aquellos que están involucrados mayormente en actividades que explotan recursos naturales, una parte importante del excedente obtenido adopta la forma de rentas, las cuales no tienen la exigencia de ser reinvertidas (un ejemplo de esto es el dueño de un campo que obtiene una renta por su alquiler y que, como no tiene necesidad de reinvertirla en dicha actividad ya que la producción no depende de él, la destina a consumos suntuarios de productos mayormente importados, inversiones inmobiliarias en el exterior o la compra de dólares para depositarlos en una cuenta fuera del país). Algo similar, aunque por diferentes mecanismos, sucede con aquellas grandes empresas que explotan “nichos protegidos”, como determinados servicios públicos o la obra pública, en los cuales se busca hacer la mayor diferencia posible mientras dure el negocio y, como suelen ser actividades mono u oligopólicas con débiles condicionalidades en términos de inversión, no se ven obligados a reinvertir buena parte de las ganancias obtenidas, las cuales terminan atesoradas en cuentas o inversiones en el exterior.
Ello debería invitar a reflexionar sobre la posibilidad de encarar un proceso de desarrollo en los términos planteados por el “neodesarrollismo”. No está en el interés de estos actores desarrollar nuevos sectores competitivos que dependan menos de los recursos naturales y que generen mayor valor agregado y empleo. Ello implicaría para ellos asumir grandes riesgos y tener que redireccionar inversiones que actualmente realizan en otras partes del mundo que ofrecen mayores “ventajas” en este plano (por ejemplo, países con mayores capacidades tecnológicas, mercados internos o regionales más grandes, menores salarios, etc.). Mucho menos aún se vislumbra alguna intención de apoyar un proceso de sustitución de importaciones que permita “ahorrar” dólares, ya que ello implicaría llevar adelante una política industrial que atente contra sus intereses inmediatos en tanto estas grandes empresas se proveen de insumos y bienes de otras filiales o proveedores fuera del país. En este sentido, pareciera que no tienen mucho más para ofrecer que lo que han venido llevando adelante en las últimas décadas, lo cual nos condujo a más subdesarrollo y mayor dependencia. No se explica por qué el resultado esta vez debiera ser distinto.
Con algunas pocas honrosas excepciones, tras más de cuatro décadas de apuestas fallidas (más allá de sus intenciones), resulta evidente que la Argentina no va a poder superar su histórica limitación externa (insuficiencia de dólares) y mucho menos preservar el medio ambiente si no es a través de una intervención decidida y preponderante del Estado que, conducido por aquellos sectores que han sufrido las consecuencias de este modelo de país que ha venido llevando adelante el poder económico concentrado, asuma el desafío de impulsar un proceso de desarrollo distinto, que permita ampliar la soberanía, otorgue una mayor sustentabilidad ambiental y provea una mejora en las condiciones de vida de las mayorías.
* El autor es investigador del CONICET y del Área de Economía y Tecnología de la FLACSO. Editor del libro ¿Por qué siempre faltan dólares? (Siglo XXI).
AR