Un lenguaje que me sea útil, un lenguaje que pueda memorizar en caso de que pierda todas mis opciones, en caso de que mi canción se vuelva obsoleta. Los poetas y los poemas están para darnos fuerzas a los que no podemos hablar, a los que hemos sido proscriptos. En esta noche del país –es de mañana pero el cielo negro, lluvioso, cambia los planes– estamos desorientados porque las grandes utopías están hechas pedazos y nuestra querida y gloriosa juventud decidió llenar las urnas con papel picado. No es que Guevara esté en la remera de Dior, es que Dior no existe y no hay afuera del Mercado. Por eso Mercado libre es una tautología y cada uno de nosotros debería empezar a pensar en qué shopping va a elegir vivir, en qué pasillo, cerca de qué góndola. Sabiendo que tu vida no tiene precio, que la leche no tiene precio, porque los precios los ponen dos o tres visionarios que se esconden detrás de los que algunos llaman la casta. La casta es una palabra que no basta: porque no nombra nada.
Les quiero contar una fábula: “Hubo una vez un hombre que nació en un pueblo muy lejano de nuestra tierra y quería ser pintor, pero no se le daba bien. El país en el que vivía estaba humillado por una reciente confrontación bélica y la plata que usaban –como transacción– se llevaba en bolsas y apenas servía para empapelar las piezas donde las personas pernoctaban. El ex pintor eligió un enemigo y lo puso como centro de todos los problemas que aquejaban a su lejano país. Con el tiempo, el ex pintor aprendió a mimetizarse con los directores de orquestas, aprendió el lenguaje del odio y la confrontación, manejaba la batuta con precisión operística, vestía elegantes trajes negros, futuristas y se dejaba llevar en coches ultraveloces. Tenía pactos con sociedades secretas y hablaba con los muertos. Cuando todo se desmadró, ya era tarde. Los que lo veían como un tipo simpático, caricaturesco, caminaban ahora con los pies descalzos hacía las cámaras de gas. El ex pintor practicó el aceleracionismo y destrozó al planeta entero. En sus últimos días, el ex pintor consumía un medicamento que le hacía temblar las manos –tal vez un jarabe negro– , a las que ocultaba detrás de su espalda, para que los que marchaban bajo sus órdenes no se dieran cuenta de que estaba pasado de rosca. Recuerden eso. Así fue.
Escribe Martín Gambarotta en el comienzo de su nuevo libro, Sangría (Editorial Rapallo): “Dan a entender que podrías llegar/ a ser como ellos, te alientan a que/ intentes ser como ellos, te tratan/ como si fueras igual a ellos/ porque saben que nunca/ serás uno de ellos”.
Estamos en una época en la que se ha perdido la idea de trabajo colectivo: cada uno tiene su canal de tv privado, su oficina pequeña donde es dueño de sí mismo y se hostiga hasta el cansancio. Lo que necesitamos es pasar el día.
Escribe Martín Gambarotta: “Terminó el día/ sin pedirle nada/ tampoco el día pidió nada/ se consumió/ su llama un poco/ sucia/ nadie tuvo nada/ para dar salvo dar/ otro día por perdido/ el sol es una yema/ llega la noche/ cada uno hace su pedido”.
Hay algo mántrico en los poemas de Gambarotta, algo adictivo en el poder de sus rimas. Si bien la rima empezó en la poesía como regla nemotécnica para que podamos recordar los poemas largos y llevarlos de un lugar a otro en nuestra memoria, ahora la rima viene a erosionar –usada por Gambarotta– el lenguaje del enemigo. Escribe Martín Gambarotta: “La sangría viene a ser/ tu sangre fría”.
Gambarotta publica poco, Punctum y Seudo en los noventa, Relapso + Angola un poco después y ahora, tras muchos años de silencio, este magistral Sangría. Parece ser el autor de un libro único, monocorde y potente, que viene transmitiendo señales de vida desde un lugar recóndito en el corazón de la especie. Los poemas no tienen casi signos de puntuación y no tienen títulos, los poemas a veces son repetitivos y van variando esa repetición hasta que empiezan a decir otra cosa. Podrían ser parte del material que el escritor que sufre un bloqueo literario, Jack Torrance, escribe en una de las piezas del Hotel Overlook, en una pesadilla de Stephen King.
El personaje que se paseaba por sus libros anteriores –siempre nombrado bajo infinitas máscaras– acaba de pasar por la lluvia ácida de la vida adulta. Después de cierta edad, todos somos un poco derrotados y sobrevivientes. Pero poder escribir un poema es un acto afirmativo. Un acto de potencia spinoziana. Aunque los partes que deja son tremendos: “la pusieron a incubar/ en una caja de acrílico/con sondas/ vías intravenosas/ le hicieron punciones/ un días se cortó la luz/ se apagaron los monitores/la señales sonoras/ el respirador/ al que estaba conectada/ dejó de trabajar/ una de las enfermeras/ parecía salida/ de una historieta nipona/ llegaba todos los días/ con su ejemplar de Lolita/ pero era/una enfermera real/ no era eso lo que no/ podía ser verdad/ Sangrado/ sangría/ sangrar/ así se mantuvo / todo un verano/ pasando de sala en sala/ hasta ganar”.
Péguense este poema en la heladera: “la búsqueda perpetua/ de analgesia es su/ única iglesia”.
FC