Más allá de las tensiones típicas de un cierre de negociación, todo conduce a pensar que el acuerdo con el FMI está más cerca. Los resultados del viaje presidencial en la reunión del G20 son una señal en tal sentido, pese a las dudas que aún existen dadas las resistencias, en especial del cristinismo, sobre su verdadera necesidad. Lo concreto es que en Roma se observaron indicios relevantes, mas no concluyentes, respecto de algunas posiciones públicas argentinas, como la de limitar los sobrecargos en la tasa de interés del préstamo a reestructurar o la de crear un fondo de “resiliencia” para países en desarrollo.
¿Qué significa un acuerdo con el Fondo? ¿Hay alguna alternativa por fuera de él? Algo es claro: con o sin acuerdo, el FMI será el gran protagonista de la economía argentina al menos por una década. Tres gestiones de gobierno estarán bajo sus reglas y lo que ahora se acuerde tendrá impactos por largo tiempo, aun incluso -como sucedió siempre- si se incumplen los objetivos.
Ante un escenario de malas opciones, un acuerdo razonable con el FMI es el mejor camino. El Fondo no resolverá ninguno de los desequilibrios (ni la inflación, ni la escasez de dólares, menos aún la baja productividad), pero un default abierto con el mayor acreedor hará muy crítico el devenir. Todo será peor sin acuerdo. Además, es el cierre, o el inicio, según se mire, de un proceso que tiene responsabilidades compartidas entre el Estado argentino y el organismo. El diagnóstico de asumir la capacidad de refinanciar los fabulosos vencimientos de 2022 y 2023 (unos US$39.000 millones) en un eventual segundo gobierno de Mauricio Macri fue tan poco consistente como la liviandad del Fondo para exponer nada menos que 35% de su cartera a la economía argentina. Aunque ya sea historia, los efectos de estos dislates reverberan en estas negociaciones, donde unos y otros admiten por lo bajo su propio error.
Estas líneas no pretenden ser una apología de estos programas sobre las economías endeudadas; todo lo contrario. Existe mucha evidencia internacional acerca de sus impactos regresivos sobre el ingreso y el crecimiento. Sin embargo, la acumulación de desequilibrios macroeconómicos desde 2018, potenciados por la pandemia y por los errores no forzados del gobierno, exige un cierre consistente del problema.
Pueden pensarse tres razones ordenadoras para justificar la necesidad de un acuerdo: la imprescindible estabilización de las expectativas privadas (sobre la inflación y el tipo de cambio), la sustentabilidad de cierto financiamiento privado y de organismos multilaterales y la proclamada búsqueda de arreglos políticos básicos para darle gobernabilidad al sistema político en 2022 y 2023.
En relación con estabilizar las degradadas expectativas, un programa con el FMI puede servir como una suerte de sustituto del plan económico que los decisores privados le vienen exigiendo al gobierno desde hace tiempo. Paradoja mediante, un gobierno que resistió siempre presentar un programa formal y consistente terminará utilizando el paraguas de Washington a los mismos fines. Al fijar metas sobre déficit fiscal, agregados monetarios, variación de reservas e inflación, ingredientes de cualquier plan, el acuerdo podría contribuir a una coordinación más eficiente de las “creencias” de los mercados financieros y a ordenar las cotidianas decisiones de precios de los sectores productivos y de servicios.
Con acuerdo, además, la Argentina evitaría ser definitivamente expulsada del radar del financiamiento internacional, privado y fundamentalmente con los organismos multilaterales de crédito. Las líneas comerciales seguirían abiertas y, en algún tiempo, podrían darse algunas condiciones para el retorno de ciertos flujos que facilitarían la necesaria apreciación del tipo de cambio real (fundamental para reducir la inflación).
Desde lo político, el tránsito del acuerdo por el Congreso exigirá que la oposición tome posición sobre una cuestión de alta relevancia si vuelve al poder en diciembre de 2023. El peso central de las condicionalidades del Fondo empezará a tomar fuerza en la próxima gestión de gobierno, dado el presumible período de gracia para los pagos. Entonces por la fuerza, no por la virtud, se podrían alcanzar ciertos compromisos entre gobierno y oposición que contribuirían a mejorar la gobernabilidad en estos años. Cuán viable es este esquema, en especial considerando los incentivos opositores a sentarse a la mesa, está por verse. Pero es claro que alguna señal desde la política descomprimiría la incertidumbre macro.
Esta es, si se quiere, la visión optimista para el acuerdo. Lo complejo está en lo que no se conoce, aunque se intuye. La letra chica, que ineludiblemente incluirá un sendero hacia el equilibrio fiscal en pocos años y una devaluación para aumentar las reservas del Banco Central y facilitar el propio ajuste del gasto, lo habitual en estos programas.
¿Cómo transitar un ajuste fiscal y una devaluación con los niveles actuales de pobreza, inflación y salarios y con una perspectiva limitada de flujos comerciales en dólares, sin que puedan esperarse los precios de las commodities de este año y frente a un eventual endurecimiento monetario en el mundo ante los temores inflacionarios? En los primeros momentos, los clásicos programas con el Fondo reducen la actividad económica y los salarios. ¿Por qué sería distinto esta vez?
En el recetario tradicional del FMI también figura la unificación cambiaria. ¿Cómo hacerlo si no hay dólares suficientes para “todos y todas”? En este contexto, una devaluación a secas que persiga comprimir la brecha con los tipos de cambio alternativos sólo aceleraría la inflación. El acuerdo, entonces, también requiere una mirada profunda para bajar la inflación, que se entienda que se trata de un fenómeno macroeconómico y no tanto de pujas con algunos sectores industriales (alimenticias, en particular), y que devaluar sin plan (de una vez o acelerando los ajustes mensuales) sólo conduce a un nuevo fracaso.
Vinculado con el frente cambiario, el Fondo habitualmente exige objetivos de acumulación de reservas internacionales. El riesgo está en que, si esa meta resulta muy ambiciosa, la recuperación de la actividad económica de los próximos años sea muy mediocre. No habría dólares para todos los usos y el tipo de cambio real seguiría en niveles incompatibles para recuperar los salarios. El ajuste clásico se repetiría. Con todo, en los acuerdos recientes comparables al caso argentino (Pakistán, Egipto, Ecuador y Angola), el Fondo fue razonablemente laxo y, de hecho, todos lograron sobrecumplir con los objetivos de acumulación de divisas.
El FMI puede servir de excusa para comenzar a ordenar los desequilibrios macro. Los costos de no hacerlo, además de volver a incumplir contratos, son sin dudas muy superiores a los sacrificios necesarios para corregirlos.
RD