En la Argentina se ha llegado a algunos consensos sobre economía que al menos hoy parecen indiscutibles. Por ejemplo, el país necesita exportar más. Así, la economía podrá contar con los dólares suficientes para financiar el crecimiento y evitar que este se frene a causa del estrangulamiento externo. Puede haber desacuerdos en cómo lograrlo, pero no en el diagnóstico. No sucede así con otra discusión fundamental: la importancia de la sostenibilidad fiscal, que no es otra cosa que la aspiración a mantener las cuentas públicas ordenadas. En el contexto actual resulta una condición necesaria para estabilizar la economía.
Por lo general, las voces del debate económico que expresan mayor afinidad con la utilización de la política fiscal sin poner mucho reparo en sus restricciones identifican a quienes remarcan la importancia de tener las cuentas públicas ordenadas con posturas de derecha, ortodoxia económica o neoliberales. Los acusan de bregar por un Estado chico, subsidiario del mercado, y cuyo rol debe limitarse a monitorear que sea el mercado quien asigne los recursos de forma óptima, e intervenir únicamente cuando el mercado falle. Sin embargo, reducir la discusión al uso de simples etiquetas hace pasar por alto los riesgos que conlleva exagerar la utilización de la política fiscal sin considerar su potencial impacto sobre otras variables. Y no solo eso, esas simplificaciones discursivas muchas veces prescinden de debates igual de importantes: entre ellos, en qué gasta el Estado y a quiénes beneficia ese gasto (en términos distributivos, no es lo mismo congelar tarifas de servicios públicos a toda la población que incrementar transferencias a los sectores de menores ingresos, como la AUH, por ejemplo); o la importancia de la política anticíclica para enfrentar con mayor solidez los contextos recesivos.
Retomando la importancia de plantear los riesgos asociados al manejo poco prudente de las cuentas públicas, lo primero que hay que entender es que cuando estas son deficitarias (los gastos superan a los ingresos), se presentan dos alternativas. Una de ellas es eliminar el déficit reduciendo gastos y/o subiendo impuestos; la otra es buscar fuentes para financiarlo, evitando así el impacto negativo de un ajuste de shock, muchas veces inviable y poco deseable en términos sociales, económicos y políticos. Ahora bien, si la opción elegida es la de buscar fuentes de financiamiento, el desequilibrio inicial debe ser manejado con cautela, sin que ese déficit crezca de manera sostenida (como pasó entre 2009 y 2016). Ese es el camino para prevenir que el ajuste que se evitó al principio lo termine haciendo el mercado por las por las malas.
Concretamente, si la opción es financiar el rojo fiscal con emisión monetaria excesiva, uno de los riesgos es la presión que esos pesos nuevos ejercerán sobre el dólar, y este último sobre los precios. Basta ver los eventos del año pasado: con los mercados de créditos prácticamente cerrados, el BCRA imprimió nada menos que 7,5% del PBI para hacer frente a las mayores necesidades fiscales en el contexto de pandemia. Y si bien por el momento se evitó el colapso (una devaluación brusca), la estrategia no fue para nada inocua: entre abril y diciembre el BCRA perdió más de US$6.000 millones de sus reservas netas —cifra mayor a la que recibirá del FMI por la asignación extraordinaria de fondos anunciada recientemente— y las cotizaciones de los tipos de cambio paralelo más que duplicaron a la del dólar oficial. Actualmente, aunque la coyuntura luce más calma, el nivel anémico de las reservas y la brecha cambiaria que se mantiene por encima del 50% son un termómetro de que la situación cambiaria sigue siendo muy frágil.
La segunda opción para financiar el déficit es con endeudamiento, herramienta que utilizan la mayoría de los Estados, y no únicamente en situaciones excepcionales como una pandemia. Y aquí de nuevo, el debate no puede simplificarse a la dicotomía de deuda sí o deuda no. Lo importante, en cambio, es evitar que ese endeudamiento se torne insostenible, obligando al soberano a negociar una reestructuración o, caso contrario, declarar un default. Para ello, no basta con ir corrigiendo las inconsistencias iniciales (ir reduciendo ese déficit), sino que también importa la forma en que se maneje el proceso de endeudamiento. Son claves las condiciones en que se tome la deuda (si se realiza en pesos o en dólares), que estarán limitadas, a su vez, por factores estructurales y/o coyunturales. Igual de relevantes son las medidas de política económica complementarias que se asuman para garantizar la capacidad de pago futuro, que involucran a aquellas destinadas a incrementar la generación futura de dólares, como así también a las regulaciones que mantenga la cuenta capital y hasta las tendientes a fortalecer la confianza en la moneda local.
A tan solo medio año de haber cerrado la reestructuración de la deuda con bonistas privados, aún persisten voces dentro de la coalición de gobierno que parecen no haber tomado nota de uno de los factores que condujeron a que esa deuda se volviera insostenible. Más aún, no han reparado en que, para esquivar una nueva reestructuración en tan solo unos años, cuando los vencimientos de los nuevos bonos comiencen a ser significativos (más de US$11.000 millones en promedio por año entre 2025 y 2035, según datos de la Oficina de Presupuesto del Congreso), Argentina no solo necesita crecer y generar un mayor flujo de dólares genuinos. También necesita delimitar un sendero fiscal consistente para recuperar credibilidad y que esta le permita ir refinanciando esos vencimientos de deuda. Y en caso de no poder hacerlo, contar con los recursos para poder pagarlos.
A las urgencias hay que atenderlas, pero es imposible solucionarlas todas en poco tiempo y en simultáneo. Plantear prudencia en el manejo de los instrumentos de política económica no implica negar el rol imprescindible que le cabe al Estado como impulsor del desarrollo económico. Por el contrario, se trata de entender que es un camino de largo aliento que requiere de consensos, planificación y constancia en el manejo de las políticas públicas. Nuestra historia reciente ha demostrado que apurar ese recorrido tomando atajos resulta inconducente, y que muchas veces el desenlace final nos puede dejar en un estadio peor que el del punto de partida.
LP