Primero fueron los cálculos. Diego Martínez –propietario de “Divina Bar”, un restaurante sobre la avenida San Juan en el barrio de San Cristóbal– escribió los aumentos de las bebidas de diciembre en una pequeña libreta azul: 13% el día 12; 15% el día 22. También los de enero: 30% en la primera semana; 15% la durante la segunda. Después vinieron las decisiones: achicar las porciones de sus platos, segmentar los turnos de mozos y cocineros. Y hoy, un día después de que el Gobierno anunciara una inflación del 25,5% –la cifra más alta desde 1991– Diego vuelve a su libreta azul sobre el mostrador y se muerde los labios. “No se puede proyectar nada”, dice. “Vivís el día. Los proveedores te aumentan una vez por semana. Los empleados te piden mejorar el sueldo todos los meses”, explica. Abrió su local hace seis meses y los últimos tres, cuenta, fueron los “peores”. Abrió el año en que la inflación argentina fue la mayor de todo el mundo: 211,4% en los últimos doce meses, más que Venezuela que ocupó ese puesto durante años.
“El cliente se cuida más. Antes te compraba un agua mineral, ahora manguea un vaso de la canilla”, agrega Diego. ‘
Alimentos y bebidas’ fue el segmento más regresivos de las cifras anunciados por el INDEC, sufriendo un aumento anual del 251,3%, superando al resto de los rubros. “Al que se pide un bife de chorizo, hoy lo tenes que aplaudir”, vuelve Martínez. Mientras despotrica con el Gobierno por festejar el número inflacionario –Milei había calificado de “numerazo” todo porcentaje menor a un 45%– le llega un nuevo aumento por parte del proveedor de café. La libreta azul, los cálculos, las decisiones: “Encima faltan las subas de los servicios en febrero”, se lamenta el comerciante.
Gladys Mamani, vendedora de artículos para niños en un local dentro de la villa 31 de Retiro, repite que “ya está podrida” de que “todo suba siempre”. Para que un proveedor le entregue la mercadería, Gladys tiene primero que pagarle a otro para que se la alcance hasta su local. Los proveedores, explica la vendedora, no entran al barrio por dos motivos: las calles angostas y la inseguridad. El rubro ‘transporte’, tuvo una suba del 31,7%. “Al aumento de siempre le tenemos que sumar el traslado dentro del barrio”, señala Gladys. Las ventas le bajaron y con un diciembre “flojo”, anticipa un verano con la plata “justa”. “Tengo mis changuitas aparte y con eso lleno la olla en casa”, cuenta. Es madre de dos nenas de 8 y 11 años. “Los fines de semana trató de llevarlas a alguna pileta, pero ahora está caro también”, confiesa la comerciante.
Al costado de la estación de trenes del barrio de Constitución, la más grande del país, hay un paseo de compras. Roxana Arrieta trabaja en uno de esos puestos. Venden ropa deportiva de segundas marcas: imitaciones de los principales equipos de futbol y básquet. “Diciembre fue bueno, pero enero no se vendió nada”, explica. Tiene 33 años y vive en San Martín, provincia de Buenos Aires. Viaja todos los días hasta Capital y, ese gasto, lo está sufriendo cada vez más. “A veces me pagan con mercadería que después vendo en Facebook”, cuenta la vendedora.
Son cinco y se mueven rápido. El ring de madera, donde corren y saltan, cruje con desdén. Los costales de boxeo cuelgan de un techo desvencijado, como ristras gruesas de salame. Debajo de la estación de trenes de Constitución, el gimnasio de boxeo de Martín Lares luce aparatoso. Martín es empleado ferroviario y, en sus tiempos libres, da clases de boxeo para jóvenes que no puedan pagarlo. “Un día más en el gimnasio, es un día menos en la calle”, reza una frase pintada, al lado de un mural de la ‘Tigresa’ Marcela Acuña. “Constitución es un barrio muy marginal. Por eso abrí el gimnasio. Para que tengan un refugio”, explica Lares, preocupado por el contexto actual. “Hoy un gimnasio privado te arranca la cabeza”, agrega el expugilista. “Los pibes necesitan del deporte. El Presidente quiere todo privado, pero acá bancamos lo público”, agrega el ferroviario. “A los chicos les enseño a defenderse. Aprendés a esquivar un golpe, después de que te comiste algunos”, cuenta Lares, mientras sus alumnos guantean entre sí. Nada en el barrio, sin embargo, golpea tan fuerte como la suba de los precios.
FLD/MG