Hace un año, nadie —ni el propio Alberto Fernández— tenía en los planes un marco jurídico que estableciera que la telefonía móvil, la TV paga y la conexión a internet serían un “servicio público esencial”; es decir, que el Estado tendría potestad de fijar precios, estándares de calidad y accesibilidad en un negocio que mueve miles de millones de dólares por año.
Las urgencias de la pandemia lo hicieron posible. Esta semana, el gobierno se apresta a autorizar un aumento de tarifas en enero -bastante menor al ya anunciado por algunas empresas a sus clientes- y a publicar la letra chica del decreto de necesidad y urgencia (DNU) que regula el mercado protagonizado por Telecom y su vinculada Clarín, y secundado por pesos pesado como Telefónica, Claro (Carlos Slim), DirecTV (AT&T) y Telecentro (Alberto Pierri).
El DNU, publicado el 22 de agosto y ratificado por el Senado dos semanas después, no tuvo pretensiones épicas de “democratizar la información”. Fue, antes que nada, una reacción a las apuradas para pisar un aumento de tarifas que las empresas pretendían —según fuentes del gobierno— de 40% en el segundo semestre de 2020, tras ganarle a la inflación en los años precedentes. Con la economía lastrada por el coronavirus, Fernández apeló a un instinto no sólo personal, sino de todo el frente que integra: los aumentos de tarifas generalizados en contexto recesivo liman la popularidad presidencial. Un andar penoso durante un mandato dando cuentas de por qué las boletas que pasan debajo de la puerta o llegan a la casilla de email superan a la inflación no es una opción para un político peronista que mira la experiencia reciente de los presidentes argentinos.
Ante el cambio normativo, las empresas de tecnología de la información y las comunicaciones (TIC) dejaron de lado cuentas pendientes y se unieron para denunciar una injerencia del Estado que conspiraría contra las inversiones. Por ahora, el decreto resistió pedidos de cautelares ante el fuero federal, mientras que el frente corporativo unánime, patentado en una solicitada en agosto, ya no es tal. Cada empresa tiene saldos por negociar. Telefónica puso varios activos latinoamericanos en venta, Claro padece en la Argentina una cancha desnivelada por Clarín, algo similar a lo que la empresa de Slim sometió a sus competidores en México y otros países, y DirecTV enmarca su juego en la estrategia global —y los límites anticoncentración— de AT&T.
La política TIC de los Fernández también parece sortear, relativamente, un sino que erosiona al gobierno en general: la coexistencia de funcionarios que no siempre apuntan para el mismo lado. En este caso, esa dispersión poco resolutiva tiene al menos un texto para exhibir -el DNU- con efectos contantes, sonantes y crecientes.
El organigrama de Ente Nacional de la Comunicación (Enacom) expone con claridad los abordajes disímiles del gobierno sobre la industria TIC. Preside el órgano Claudio Ambrosini, del círculo estrecho de Sergio Massa. En la agenda del presidente de la Cámara de Diputados no figura el conflicto con las empresas de telecomunicaciones. El segundo de Enacom, el radical forjista Gustavo López, fue un defensor de la ley audiovisual de 2009, lleva una larga trayectoria de pecado “intervencionista” y tiene terminales en Cristina Fernández, de quien fue funcionario. Fuentes al tanto de las negociaciones —con las empresas y dentro del Ejecutivo— coinciden en señalar que ganó peso la directora María Florencia Pacheco, definida como un “cuadro” de la provincia de Buenos Aires que orbita en Santiago Cafiero. Completan el directorio de Enacom el albertista salteño Gonzalo Quilodrán, también designado por el Ejecutivo; el peronista pampeano Alejandro Gigena, por la primera minoría del Congreso, y la radical Silvana Giudici, por la oposición. A Giudici le toca la amarga tarea de remar en absoluta minoría, producto de un órgano regulador con dominio del oficialismo de acuerdo al diseño establecido por Macri en 2016, del que ella fue la principal defensora.
En cualquier caso, todo lo que sale de Enacom recala en el jefe de Gabinete y, como paso previo, se discute con la secretaria de Innovación Pública, Micaela Sánchez Malcolm, otra de las escépticas sobre los beneficios del libre juego de la oferta y la demanda en la industria TIC.
Alberto Fernández heredó dos paradigmas antagónicos de sus predecesores. Una década atrás, su hoy vicepresidenta daba pelea en tribunas y pantallas contra los “generales multimediáticos”. Cristina logró sancionar una ley audiovisual de letra escandinava, pero la aplicó con criterio santacruceño; un texto con regulación antimonopólica y expansión de derechos, y una implementación que puso todos los cañones contra Clarín y fue indulgente -o incluso, promotora- de los incumplimientos de Telefónica e Indalo, por citar a dos privilegiados. Le siguió Macri y su fe en el laissez faire total en un área que, en los papeles, desbordaría cualquier límite por la propia fuerza de la tecnología. No está comprobado que el gobierno de Cambiemos hubiera sentado a los abogados corporativos a redactar las normas del sector, pero al cabo de cuatro años de Macri en la Presidencia, el nivel de concentración en la Argentina registra pocas comparaciones en el mundo.
Sin vocación por trascender en la materia, portador de un discurso poco elaborado que abreva en clichés a la hora de hablar del mercado de medios y el derecho a la información, Alberto Fernández tiene una oportunidad de avanzar con una legislación antimonopólica que verdaderamente fomente la competitividad y garantice la conectividad en barrios humildes y pueblos poco habitados. Nada está dicho, porque al margen de lo que se termine de definir en estos días, luego hay que tener pericia y margen político para llevarlo a cabo.
Hasta ahora, la principal ventaja del gobierno fue que logró centrar el debate público en el problema de las tarifas, mientras que las denuncias sobre el supuesto “avasallamiento de la prensa independiente” disparadas en algunas pantallas no tuvieron recorrido, más allá de los tres o cuatro comunicados de rigor de organizaciones cautivas. En otro plano, Macri le dejó a su sucesor un argumento a mano para refutar los previsibles reclamos de que este tipo de modificaciones legislativas se debe alcanzar por consenso y tras extensas negociaciones. Los cambios implementados por Cambiemos en el área de medios y telecomunicaciones desde la misma semana en que asumió el gobierno, en diciembre de 2015, se basaron en DNU, decretos simples y, sobre todo, resoluciones administrativas. En cuanto a la seguridad jurídica, será difícil empeorar.
SL