CINE

En el conmovedor western de Viggo Mortensen, una mujer vale mucho más que un caballo

Y no es que no haya hermosos caballos valorados por el coprotagonista de este western que, no hace falta aclararlo, no es el primero que escapa del esquema más clásico de este género que nació con el cine. Y que tuvo su etapa de auge e implantación de códigos y fetiches en la primera mitad del siglo pasado, con enormes directores ampliamente reconocidos, y con otros menos citados –salvando a Nicholas Ray y su Johnny Guitar– que en esas fechas y en décadas siguientes se salieron de la vaina más o menos establecida.

En lo que hace a presentación y tratamiento de personajes femeninos fuertes, escasos fueron los realizadores que se apartaron de los arquetipos de la chica (blanca) buena para casarse y la prostituta de gran corazón (a menudo mexicana o “marrón”, como se dice ahora, más aguerrida y divertida). Pero los hubo. Es decir que la protagonista de Hasta el fin del mundo no es una excepción como dama de agallas autosuficiente que brinda el western. Partiendo de la base de que la obra de Mortensen es, sin duda, un western a secas. Ni feminista didáctico ni esencialmente romántico, según se la ha querido clasificar.

Tenemos aquí, para más datos, caballos con todos sus arreos; villanos de una pieza y personas con decencia de vidala (diría María Elena Walsh, a quien seguramente le habría encantado esta cinta), tanto mujeres como varones; la horca para quien sea condenado por el poder de turno, el fueguito a la intemperie en la noche, un sheriff –sui generis, es verdad–, el legendario saloon para solaz preferentemente del sector masculino. Y, efectivamente, tenemos a una estupenda protagonista, la francocanadiense Vivianne, de una nobleza, integridad y determinación a prueba de balas (aunque no de la mayor fuerza física de un tipo atropellador al que, de todos modos, le dejará marcado el rostro). Si bien se trata de un personaje apasionante que Vicky Krieps encarna de manera magistral, hay que decir que Vivi tiene algunos antecedentes o parientas ilustres en el género, que se nombrarán más abajo.

Porque antes merece remarcarse que lo que es verdaderamente llamativo, casi insólito en este western –más allá de que el coprotagonista sea carpintero, además de inmigrante danés que lee libros y escribe en un cuaderno– es la presencia importante de un niño de 3, 4 años, su origen y su experiencia de una tragedia, su mirada inocente frente a la violencia… Asimismo, aparecen otras dos niñas “marrones” que aportan candor y bondad. Cumpliendo un rol diferente, vale mencionar un niño de 10 años que sentó precedente en esa alhaja total del género, el superclásico titulado acá El desconocido (Shane, 1953), del maestro George Stevens. Un film donde se cumplen todos los preciados clichés (el jinete solitario que llega no se sabe de dónde, ayuda a los buenos, castiga a los malos, y parte quizás malherido, luego de que la madre le indique que no le enseñe a manejar armas al chico que lo admira). Porque, como dijo la sabia Toni Morrison en una entrevista para el libro Black Women Writers at Work: “Un buen cliché nunca está de más. De lo contrario, habría sido descartado”.

Históricas, a mucha honra

Pese a que Esther Hobart Morris, líder en la lucha por los derechos de las mujeres que así en 1869 obtuvieron el derecho al voto en uno de los primeros lugares del mundo, Wyoming, aún no tiene su película, sí la tienen algunas bravas muchachas del Oeste, más solicitadas por la pantalla. Ah, la señora Hobart, además, logró ser nombrada juez de paz al año siguiente, la primera en Estados Unidos.

Para ciertos críticos fue fácil burlarse de Calamity Jane (1953), la comedia con canciones inspirada vagamente en el personaje de la zarpada aventurera del Oeste Martha Jane Canary (1852-1903), exploradora hábil en desenfundar que Doris Day interpretó con radiante energía. Más allá del tono ligero, humorístico, el film de David Butler propone –para la época– un atrevido juego de identidades, evidenciando que el género es una construcción cultural: en una escena, hombre toscamente disfrazado de mujer empieza a seducir al auditorio masculino del saloon; y nuestra Doris, vestida de varón en la segunda mitad del XIX atrae las miradas intencionadas de mujeres jóvenes por las calles de Chicago. ¿Quieren más? Una chica le enseña a otra a ser más femenina, y en esa situación surge una atracción mutua extra. Si los reseñadores, salvo la brillante Molly Haskell, subestimaron esta comedia, gays y lesbianas la convirtieron en uno de sus iconos más queridos, junto a la maravillosa cantante. Y unos de sus temas, Secret Love, devino himno entonado en bares secretos cuando la salida del armario, las marchas del orgullo y el matrimonio igualitario sonaban a quimeras impensables.

Annie Oakley (1935), tributo fílmico que George Steven rindió a la célebre tiradora, que más que heroína del Oeste terminó siendo artista del circo de Buffalo Bill, fue personificada con bríos por Barbara Stanwick. Pero unos cuantos años antes, la propia y juvenil Annie había protagonizado un breve documental ¡en 1894! Este personaje recaló varias veces en la pantalla: interpretado por Betty Hutton (Annie, la reina del circo, 1950), mientras que el siempre sorprendente Robert Altman eligió a Geraldine Chaplin para que hiciera de la tiradora en la desmitificadora Buffalo Bill y los indios (1976), en plan paródico.

Aunque trata de un hecho histórico acaso el personaje de regenta de burdel a cargo de una Isabelle Huppert de 27 pirulos, quizá sea parte de la leyenda que defendía John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Hablamos del monumental western Las puertas del cielo (1980), del impar Michael Cimino, repudiado por la prensa estadounidense, amado por la francesa (el film se reestrenó restaurado en salas en 2005) narra el enfrentamiento de dos culturas: los WASP y los inmigrantes europeos. Ella, la pelirroja más pecosa del Oeste, es disputada por un intelectual idealista y por uno de los peores mercenarios que vienen a matar a los recién llegados.

Con mucho respeto histórico y gran delicadeza en sus planteos, Maggie Greenwald presenta en 1993 el primer western dirigido por una mujer, The Ballad of Little Jo (acá estrenada como Una mujer sin fronteras). Biografía de una joven, Josephine Monaghan, que tiene un hijo fuera del matrimonio, se lo deja a su hermana y parte al Far West. Se corta el pelo, se lastima la cara y se viste de varón para conseguir trabajo. Rescata a un chino de un linchamiento y lo contrata como cocinero. Él descubre su secreto y devienen amantes. Recién se conoce la identidad de ella cuando Jo muere, en 1904. 

Estelares y fatales

Figuras tan cotizadas y prima facie ajenas al Lejano Oeste como Marlene Dietrich, Joan Crawford y Julie Christie, estuvieron en westerns tan atípicos como formidables. Vean si no: la primera en Rancho Notorius (1952), en la plenitud de su medio siglo de vida, respondiendo al fabuloso nombre de Altar Keane y peleándose en el rodaje con su director Fritz Lang. Ella ha sido dueña de un saloon donde se jugaba a la rueda de la fortuna y ahora es refugio de forajidos, entre los cuales un asesino muy buscado. Un realizador germano y una diva ídem filmando una del Oeste en estudios…  Indirectamente, Notorius le abre camino a la más famosa, icónica Johnny Guitar, con la fantástica Crawford sentada al piano tocando la danza de Enrique Granados versionada, mientras irrumpen la villana y sus numerosos secuaces.

Y para cerrar esta apretada secuencia de señoras transgresoras, vale volver a Robert Altman –ídolo de esta cronista– y su admirable antiwestern McCabe and Mrs Miller (1971), encabezado por Julia Christie, prostituta experimentada y ambiciosa que junto al jugador Warren Beatty se vuelve una suerte de madama exitosa que se da con opio en los ratos libres, hasta que llegan al pueblo representantes de corporaciones que van por todo, a años luz de los mitos fundadores y del sistema de valores propio del western.

Yendo de un western a otro

Viggo Mortensen venía de participar, entre otros trabajos, en dos obras muy personales del género dirigidas por Lisandro Alonso, Jauja y Eureka. Y ahora da a conocer su segunda película como director, actor, guionista, musicalizador (esta vuelta, con una ayudita de los amigos Vivaldi y Schubert), enmarcado en el mismo rubro. Con esa protagonista tan bien plantada en escenarios muy poco propicios para una mujer relativamente joven que quiere ganarse su dinero trabajando y que hace uso de su libertad sexual (cuando ese derecho no se le reconocía a ellas ni en el oeste ni en el este, ni en el norte ni en el sur).

Un precioso homenaje de VM a su madre que creció cerca de bosques de arces, vecinos de la frontera con Canadá (donde fue filmada Hasta el fin del mundo, en Ontario, y también en Durango, México): “La imaginaba imaginando que ella era uno de los personajes de los viejos libros que leía en los años 30 y que yo conservo. Le di a Vivianne su temperamento porque le dedico este film a mi mamá”, ha declarado este hacedor polifacético en uno de los tantos reportajes que dio en ocasión del estreno en España.

Desde luego, al fan de San Lorenzo que llamaremos Guido como le dicen cariñosamente los hinchas del club, el western le da un excelente pretexto para hablar de otros temas aparte de los inherentes al género (el pueblo bajo la férula de la minoría poderosa, codiciosa, corrupta; la venganza justiciera; la explotación de mujeres en el salón; la justicia desvirtuada). Ya en una de las primeras escenas, la del juicio con público a un inocente, el director, etcétera, destaca a una mujer menuda, de rasgos asiáticos, el pelo tirante que enfrenta al juez y se arriesga a mantenerse firme en su acusación. Vivianne, que de pequeña adoraba la historia de Juana de Arco y su lucha tan joven a favor de Francia, fantasea de niña con un caballero de la Edad Media que la visita cortésmente en el bosque, y años más tarde invitará a Olsen (Guido) que vive solito en una rústica cabaña al pie de las rocas, con árboles del otro lado, quizás a la manera de Thoreau, a una muestra de pintura en una casa particular de San Francisco. Vivianne, que con frecuencia lleva puesto el cinto rojo tejido en telar que era de su padre, y que más adelante leerá una carta de Olsen –cuando él está luchando en la Guerra de Secesión contra la esclavitud– a la luz natural de una ventana, como en un cuadro de Vermeer. Olsen, que regresará cuatro años después en el más lindo de los caballos y arrojará su insignia de guerrero al lago. La guerra que partió al país asimismo ha desunido transitoriamente a la pareja. Y la pregunta de Vincent, el niño, quedará suspendida y con desgraciada vigencia: “¿Por qué se pelean los hombres?”.

MS/MG