Existen dos Joaquín Sabina. Uno, el que se pone el bombín y sube al escenario. El que despliega su lado más 'canallita' y canta al desamor con la voz rasgada. El otro es el que aparece cuando baja del escenario y se quita el bombín. Es el que nadie conoce, el que vomita antes de cantar, el que tiene ataques de pánico, el que lee las cartas de todos sus fans y el que llevó una vida de excesos imposible de esconder. Sabina es como Chaplin, un actor parapetado en su disfraz, en su sombrero y su caracterización.
En Sintiéndolo mucho, el documental sobre él que se presentó en el Festival de Cine de San Sebastián y que dirigió su amigo Fernando León de Aranoa durante 13 años, se saca el bombín para ver a la persona detrás del personaje. Al artista detrás de las bambalinas. El director lo acompañó en momentos vitales de esta década y media. La composición de un disco, sus giras por Latinoamérica y…. su caída en el Wizink Center.
Con esa caída al vacío desde una altura de dos metros comienza el documental. Sabina le dice a Fernando León que espera que no se atreva a abrir “con la hostia”, pero el realizador lo tiene claro. Es el inicio de un filme que hará las delicias de los fans del cantante, que recibirán un regalo en forma de documental crepuscular, que suena a despedida. De hecho, termina con una canción compuesta por Sabina junto a Leiva y que suena a bis. Eso sí, el cantante se encargó de evitar rumores sobre retiros y en la rueda de prensa anunció nuevo disco para navidad y gira en febrero.
Fernando León reconoce que vivió aquel momento “con terror”. Se encontraba en el backstage, se despistó un momento y escuchó la caída. La música se paró de golpe, la gente gritó y él bajó corriendo a ver qué había pasado. “Lo que hicimos fue dejar de grabar automáticamente, ahí me pudo el amigo, no quería grabar eso”. Lo que sí queda en su cámara es la reacción de las miles de personas que estaban allí, en las que tras el grito de susto se hizo un silencio que dolía. “No se oía ni un teléfono, eso me pareció impresionante, había miedo y respeto, así que le pedí al operador que grabara eso, que grabara esa imagen de ese lugar. Así hasta que ya supimos que todo más o menos se enderezaba y retomamos la grabación para poder contarlo”, añade.
El director une ese momento con otro captado en estos años, cuando Sabina, taurino declarado, vivió la grave cogida de su amigo José Tomás en México. “Al estar 13 años grabando, van apareciendo unas rimas internas que expresan lo mismo de distintas formas. Vi que el accidente tenía que ver con aquel otro accidente de hacía diez años. Me parece que cuando él habla de aquello que pasó, es como si, casi sin saberlo, estuviera hablando de lo que le iba a pasar a él. Porque hablaba de cuando uno expone su vida pública y todo es estupendo, pero también tienes un accidente en público y es tremendo, todo ocurre delante de miles de personas”.
Él es muy consciente de sus virtudes y de sus defectos, de sus miedos y de su vulnerabilidad. Y todo eso aparece inevitablemente en la película, porque él no lo esconde
El cantante acudió a presentar el filme a San Sebastián, y allí tiró de su carisma socarrón y habló a la prensa del pudor de hacer este filme. “Soy más pudoroso que lo que dice mi caricatura. Mi mujer, que no es dada a echar piropos, me dijo que Fernando me había sacado el alma. Y eso ya me parecía una tremenda grosería a mí que no me gusta ni enseñar el culo”, soltó entre risas. Sabina estaba de fiesta, sin tomarse en serio, sin gravedad, porque no hay nada que odie más que la solemnidad: “El artista debe tomarse muy en serio lo que crea para el público pero nunca a sí mismo. El final de cualquier aventura artística es la solemnidad”.
Sintiéndolo mucho viaja todo el rato por la fina línea de la hagiografía. No va a cuchillo a mostrar las sombras del cantante, estas aparecen solo cuando el propio Sabina las cuenta, especialmente cuando habla de las drogas. Sabina bromea cuando la cámara graba un plato antes de un concierto y dice, “es sal, eh”, y define su carrera como “sexo, drogas y rock and roll”, algo que “duró hasta los 50 años”. “Dejé la cocaína hace 20 años. Y lo dejé sin hospitalización y las cosas que hace la gente. ¿Qué si lo extraño? Sí. ¿Volvería a caer? No”, dice en otro momento del filme.
A Fernando León no le gustan las hagiografías, incluso de la gente que le gusta, le aburren. Es algo que se propuso. No caer en las alabanzas desmesuradas, aunque esta vez fuera fácil caer en ellas, pero cree que tuvieron “la suerte de que él se cuenta con luces y sombras”. “Él es muy consciente de sus virtudes y de sus defectos, de sus miedos y de su vulnerabilidad. Y todo eso aparece inevitablemente en la película, porque él no lo esconde. Yo creo que es alguien que está muy conforme con todo eso, que a estas alturas de la vida se conoce muy bien y eso es un regalo a la hora de hacer un documental”.
Para Sabina el filme es menos condescendiente de lo que imaginó cuando se involucró en este rodaje. “Cuando lo vio me dijo que si no era poco hagiográfico. Porque al final he expuesto ahí unos cuantos momentos complejos, como los de antes de actuar, cuando está muerto de miedo, vomitando”, opina el realizador, que logra un momento de una gran belleza cuando reúne a la banda original de Sabina y les hace tocar en el mismo escenario que tocaron hace años, ahora convertido en un solar donde estos años hubo un centro comercial. Una metáfora del peso del arte y de la transformación de las salas de música y cine en zonas consumistas.
Es un documental que suena a despedida, en el que vemos a un Sabina consciente de su momento vital, de “su madurez y de su edad”. La de alguien que, como bien explica él mismo, pasó “de la adolescencia a la vejez sin rozar la madurez”.
JZ