Una mesa, una botella de agua, un vaso de cristal y una pila de libros impresos con su cara en la portada. John Malkovich no necesita nada más para atestar durante dos noches seguidas la madrileña plaza de Conde Duque, donde representa jueves y viernes The Infernal Comedy: Confesiones de un asesino en serie. El actor había prometido que la primera función no sería igual que la siguiente, “porque el teatro cambia cada noche, se vive, es efímero”. Y desde luego así se sintió la velada del jueves. El problema es que Malkovich no está hecho para satisfacer placeres cortos ni pasajeros.
La obra, que el estadounidense lleva representando desde 2008, intercala el monólogo de un asesino de prostitutas, con una orquesta de 26 miembros y dos sopranos que entonan piezas clásicas e interpretan a su vez a las meretrices. No debería ser una sorpresa que los números musicales ocupen la mayor parte de un espectáculo de 105 minutos, pero por alguna razón parecen restarle protagonismo al actor. No tiene nada que ver con la fantástica veintena de músicos a las órdenes del aplaudido Martin Haselbock, y mucho menos con las dos cantantes. Ni siquiera John Malkovich es capaz de actuar mientras sostiene un vibrato de seis minutos como hacen ellas.
Quizá la culpa sea de la expectación. Pocas veces se tiene el privilegio de ver en directo a alguien que actuó en cien películas. Un icono, lo suficientemente lejano como para idealizarlo y tan cercano como para que su rostro resulte inconfundible. John Malkovich era el verdadero reclamo de la programación cultural madrileña Veranos de la Villa, y no es extraño que la gente se quede con ganas de más. Por el contrario, para él, la música es el punto fuerte de la obra: “No puedes enfrentarla de cara, tienes que rendirte a ella y dejar que te arrolle”, dijo en la rueda de prensa previa al estreno. Pero pocas cosas son capaces de arrollar a un animal escénico como Malkovich.
No es bueno ni malo interpretar a villanos. La mayor parte de la dramaturgia mundial se basa en ellos
Ataviado con pantalones, mocasines y calcetines blancos, y una camisa de raso gris y estampado imposible, el actor representa a un divo decadente. Un putañero con ínfulas de poeta que justifica sus atrocidades a través de traumas maternofiliales y relaciones fallidas con las mujeres, a quienes mata de forma encolerizada, violándolas con ramas de árbol y ahogándolas con su propio sujetador. Lo coherente sería salir del teatro odiando al personaje y con una ligera animadversión hacia el que se mete en su piel. Pero lo segundo no ocurre. Como explica Michael Struminger, el director de la obra, “cuando es John el que interpreta a Jack, definitivamente esperamos lo inesperado”.
Algunas espantadas del teatro
Aunque su cara esté en todas partes, como en aquella rareza fantástica de 1999 titulada Cómo ser John Malkovich, la persona que se sube al escenario no es él. Es Jack Unterweger, un convicto y reconocido poeta que fue el autor del asesinato de más de una decena de prostitutas en Viena, Graz, Praga y Los Ángeles. La forma de hablar, en un perfecto inglés pero con un extraño acento vienés, los andares de dandy misógino y los ramalazos de violencia nos arrancan de la fantasía de estar viendo a John Malkovich. Es interpretación en estado puro. En este caso, de un ser despreciable como tantos otros que habitan en su filmografía.
“No creo que sea bueno ni malo interpretar a villanos. La mayor parte de la dramaturgia mundial se basa en ellos, y quizá no son tan malos, sino que tomaron malas decisiones ”, defendió Malkovich, sin referirse a Unterweger. Y aunque reconoce que no hay forma de defender al tipo, también declara haber generado una “hermandad” con el personaje, que no una simbiosis. Al fin y al cabo, lleva interpretándolo 14 años.
Gracias a eso, y aunque todos los presentes conocen su calaña desde la lectura de la sinopsis, las carcajadas inundan el patio de butacas durante la parte del monólogo. Malkovich, o mejor dicho Unterweger, se pasea por los asientos lanzando diatribas machistas y bromeando sobre el hecho de haber asesinado a varias prostitutas sin que su cinismo llegue a incomodar, aunque haya quien opine lo contrario y salga del recinto en medio de la función. “Siempre es positivo que alguien se ofenda por lo que haces”, advirtió el actor un par de días antes, como si previese la reacción de antemano.
“Cuando un asesino en serie se sube al escenario para leer públicamente su autobiografía, no nos espera una comedia”, afirmó el director y escritor del libreto, Michael Struminger, en la rueda de prensa. También reconoció que había metido “bromas fáciles” al inicio para llegar a lo verdaderamente complejo: la representación de la violencia hacia las prostitutas y la búsqueda de la verdad. Si bien lo primero podría haber sido desagradable, morboso y misógino, The Infernal Comedy lo resuelve muy bien a través de los momentos operísticos y sus sopranos.
Las mujeres engañadas, maltratadas y traicionadas de la vida de Unterweger son las protagonistas de las seis arias. Desde Vivaldi –“soy una esposa maldita, insultada, aunque fiel”– hasta Mozart –“el destino me condena al llanto y al silencio”–, pasando por la ira de Beethoven –“ah, pérfido, libertino, embaucador, vayas donde vayas conocerás mi venganza”–, la locura de Haydn y la sospecha de Carl Maria von Weber: “¿Podría ser Edmund el asesino? ¡Qué terrible pensar que la crueldad había vencido a la inocencia, que él podía ser el criminal bárbaro!”.
Durante los números musicales, John Malkovich molesta a las soprano, desaparece de escena o se pasea mirando al suelo con un gesto macabro e inquietante. Hacia el final de la obra, director y actor plantean un debate sobre la búsqueda de la verdad mediante una lectura dramática de la página de Wikipedia de Jack Unterweger. El asesino fue condenado a cadena perpetua en 1994 y un día después se ahorcó en su celda. “No apruebo ni repruebo a mis personajes, no son más que trabajo”, recordó Malkovich. Y este, en concreto, le salió redondo.