Gustavo Petro está más cerca que nunca de llegar a la presidencia de Colombia o, al decir de los políticos grandilocuentes como él, al “solio de Bolívar”. Sería el final feliz de su larga lucha política, llena de obstáculos, y el resultado de un proceso de transformación gradual: de insurgente a dirigente de un movimiento llamado el Pacto Histórico, que hoy convoca a millones de personas. Si gana, pasará a la historia como el primer presidente de la izquierda populista elegido en este país y, quizás, como el último de los exguerrilleros en alcanzar el poder de manera legítima en el continente.
El momento parece propicio para el candidato y está en sintonía con lo que pasa en otros países de América Latina, aunque con diversos matices. En los últimos años ha quedado en evidencia el agotamiento del modelo económico, el derrumbe de los partidos, la crisis generalizada de las instituciones y la desconexión de las élites tradicionales y su incapacidad de atender y entender una creciente insatisfacción. Miles de latinoamericanos han salido a las calles –especialmente los jóvenes en Chile, Perú y Colombia– y es en este contexto que Gustavo Petro se perfila como el favorito en las encuestas, con entre 35% y 40% de intención de voto.
“El electorado hastiado quiere pegarle una patada al tablero”, dice a OjoPúblico Silvia Otero, profesora de la Universidad del Rosario y experta en política latinoamericana. Y son tantas las ganas de hacerlo, que a muchos electores parecen tenerles sin cuidado algunas características de la personalidad de Petro: su tendencia al autoritarismo y a la megalomanía, siempre al acecho en sus discursos, en sus tuits, en momentos claves de su biografía y hasta en la enorme P –en mayúscula y en rojo vivo– que le dio forma a la tarima sobre la que caminó el gran líder mientras pronunciaba su discurso inaugural de campaña en Barranquilla.
El candidato por el Pacto Histórico –que suele hacer alarde de sus lecturas y supuesta comunicación con intelectuales como Thomas Piketty, Slavoj Žižek, Antonio Negri, Noam Chomsky– no quiere hacer un buen gobierno, sino cambiar el rumbo de la historia. No está proponiendo una mera reforma agraria (la tradicional apuesta de las revoluciones latinoamericanas y que en Colombia jamás se dio), sino un ambicioso cambio de modelo económico. Su propuesta es dejar de explotar el petróleo y el carbón, y sustituirlo por las energías limpias y el turismo agroecológico y sostenible en la región.
Aún no ha sido elegido, pero Petro ya quiere tener más influencia en la región que el mexicano Andrés Manuel López Obrador y ha invitado a Luiz Inácio Lula da Silva (candidato favorito a ganar las elecciones de Brasil en octubre) y al chileno Gabriel Boric a conformar un frente común de líderes de izquierda progresistas, una nueva vanguardia, que apueste por esa transformación a largo plazo.
¿Más allá de sus discursos e intenciones, qué tipo de izquierda representa Gustavo Petro? ¿Será una alternativa democrática y postcastrochavista? ¿O le quedarán algunos rezagos de la izquierda dogmática (Cuba, Nicaragua y Venezuela) que el escritor nicaragüense Sergio Ramírez llama la “izquierda jurásica? Distintas imágenes en distintos momentos de su vida permiten ver al hombre, como ante un espejo, que no solo lo refleja a él, sino a otros protagonistas de las diversas izquierdas –unas más populistas y caudillistas– en latinoamérica.
Primera escena: de derrota en derrota, llegaremos a la victoria
Faltaban pocas semanas para la elección presidencial de 2010 y Gustavo Petro no tenía ninguna necesidad de ir allá, a la Comuna 13, un barrio popular en lo más alto de una de las montañas que bordean a la ciudad de Medellín, donde el 16 de octubre de 2002 había ocurrido la tristemente célebre Operación Orión contra supuestos colaboradores de la guerrilla: todo sospechoso de ser zurdo sería asesinado o desaparecido por los militares en alianza con fuerzas paramilitares.
Era su primera campaña presidencial y no tenía chance alguno de ganarla, así que su presentación sobre una tarima improvisada, en una cancha deportiva donde no lo escucharía casi nadie, solo podía entenderse como una provocación. Entonces, yo cubrí esa visita como editora de un proyecto periodístico llamado la alianza de medios Votebien.
Antes de poner un pie afuera de la camioneta blindada en la que viajábamos, se quitó la camisa blanca para ponerse un chaleco antibalas. La imagen no se me olvida: vi a un hombre flaco, casi frágil, de anteojos gruesos y movimientos torpes; un tipo con las agallas bien camufladas para despistar al enemigo.
Luego de haber visto esa escena, de revisar su trayectoria, tanto en su vida de dirigente político como en sus años de joven guerrillero, y de hablar con personas que habían sido testigos de sus planes y estrategias en distintos momentos, me quedó la impresión de que Petro tenía una habilidad singular para ser subestimado, al punto de que los demás creen que no va llegar (ni al Congreso, ni a la alcaldía de Bogotá, ni a la Presidencia), pero llega. Lleva preparándose toda la vida para eso, sin temor a las consecuencias, y fiel a esa consigna de su pasado combativo en el M-19: “De derrota en derrota, llegaremos a la victoria”.
Esa victoria anhelada –la presidencia– está hoy más cerca que nunca porque Colombia ya no es la misma de hace cuarenta años, cuando él ingresó a la guerrilla; ni cuando ese grupo rebelde hizo un proceso de paz con el gobierno y entregó las armas en 1990; ni cuando él se lanzó al Congreso por primera vez; ni cuando su hizo su primera campaña presidencial en 2010; ni cuando repitió en 2018. Y, si bien hay algunos electores –sobre todo mayores– que jamás votarían por un “rebelde isquierdozo” y amigo del “castrochavismo”, esa imagen ha ido perdiendo peso, sobre todo en los últimos cinco años.
“El país acababa de firmar un acuerdo de paz con las FARC y el pasado guerrillero de Petro estaba a flor de piel en el debate nacional. Desde entonces, el candidato ha cambiado algunas de sus posturas y ha sido cuidadoso en no dar argumentos que estén alineados con Maduro/Chávez. Además, después de cuatro años de usar el mismo ataque contra Petro hay un desgaste,” dice Sergio Guzmán, director de la firma consultora Colombia Risk Analysis.
Esta apreciación coincide con los resultados de una pregunta, hecha por el Centro Nacional de Consultoría, sobre las razones por las cuales no hay que votar por Petro en las elecciones del próximo 29 de mayo. Son más los encuestados a los que no les gustan sus propuestas o plan de gobierno (23%) que a los que no les gusta porque es “comunista, guerrillero o de izquierda” (18%) o a los que creen que “nos va a dejar como Venezuela” (apenas 3%).
Si bien el ELN, grupos disidentes de las FARC o del narcotráfico continúan operando en distintas regiones y causando violencia y problemas de orden público –entre ellos, un paro armado que bloqueó a varios departamentos del Caribe hace un par de semanas–, la gran mayoría de colombianos en los sectores urbanos está más preocupada por otros temas. “Hay un posconflicto psicológico, aunque no real y material necesariamente”, dice Silvia Otero.
El proceso de paz que el gobierno colombiano hizo con las FARC en 2016, aunque imperfecto, y la desaparición de esta guerrilla como ejército rebelde, le está dando la primera oportunidad a un político de izquierda de por fin hacerse cargo de todo lo que los gobiernos anteriores –conservadores, liberales y uribistas de derecha– no atendieron durante décadas, y que era la justificación de alias Aureliano –el nombre de Petro en la guerrilla– y de tantos otros rebeldes para irse a la lucha armada.
Segunda escena: de insurgente a dirigente
“Dimos un salto al vacío y caímos de pie. Los asustamos”, dijo el candidato hace cuatro años, cuando perdió la elección contra Iván Duque, y el auditorio estalló en aplausos con su pirueta retórica. Esa noche, tras conocer los resultados en las urnas, reconoció el triunfo electoral de su contrincante, pero jamás se sintió derrotado y aprovechó toda la atención –y las cámaras encendidas y la euforia de sus seguidores– para anunciar, desde ese mismo momento, lo que planeaba hacia adelante: “Me llamo Gustavo Petro y quiero ser su dirigente”.
Anunció que regresaría al Senado, no solo a hacer oposición, sino a dirigir desde allí la construcción de un movimiento que tuviera como base los ocho millones de votantes que lo habían apoyado y representaban una movilización popular y juvenil. “Solo nos faltó un paso: entrar al Palacio de Nariño, muy pronto…”, dijo.
En los últimos cuatro años, Petro ha estado haciendo lo que prometió: ha buscado dirigir, o al menos encauzar y capitalizar el descontento de los jóvenes y de otros sectores excluidos que se tomaron las calles para protestar por la desigualdad e inequidad social, el desempleo y la informalidad laboral, la atención deficiente en salud, la mala calidad y los costos elevados de la educación, reformas tributarias y pensionales pendientes, la falta de voluntad para implementar políticas incluyentes dirigidas a las mujeres, la población Lgbti y las minorías étnicas, y un mayor cuidado al ambiente, entre otros problemas.
La ola de protestas sociales, sin precedentes en Colombia, estalló primero durante el Paro Nacional, a finales del 2019, y continuó, a pesar de la pandemia y durante varias semanas, en el segundo trimestre del 2021.
“El momento es otro. Es un país donde la izquierda es viable a nivel nacional, un país con un montón de gente joven, mucho más de izquierda que cualquier otra generación”, dice Sandra Botero, politóloga y profesora de la Universidad del Rosario, experta en dinámicas electorales.
Independientemente de que todos esos jóvenes voten o no por Petro –tiene un apoyo multisectorial en varios grupos etarios–, él y el movimiento que acompaña su candidatura, el Pacto Histórico, son la opción más atractiva para ese grupo. Sintonizan con las propuestas de Petro ante los peligros de la crisis climática, el maltrato animal, los temas de género –su hija Sofía es una feminista vegana que ha jugado un rol importante en la campaña– y, en general, todo lo que tiene que ver con el auge de la política identitaria. En su fórmula vicepresidencial lo acompaña Francia Márquez, una líder de las comunidades afro e importante activista ambiental.
En la encuesta más reciente del Centro Nacional de Consultoría, el Pacto Histórico tiene la mayor simpatía entre los electores (24%), y está lejos y por encima de todos los demás partidos y movimientos políticos –el que le sigue es el partido Liberal (9%)–. Solo el tiempo dirá si, de ganar, esta alianza logra mantenerse como un partido, una estructura fuerte que impulse una agenda programática y a largo plazo, o si terminará siendo más bien una maquinaria electoral de corto alcance, cuyo único objetivo era llevar a su candidato al poder. Los liderazgos populistas tienden a privilegiar la relación directa con la gente, sin estructuras clientelistas y cuotas que luego entorpezcan sus propósitos.
En el caso de Petro, aunque ha militado o participado en distintos partidos, ha llevado una carrera política más bien solitaria y personalista, con apoyos en los sectores populares, pero sin intermediarios. Aun así no es un “outsider” que llega de manera sorpresiva, sin conocer al Estado y a sus instituciones por dentro, sin experiencia para ocupar el primer cargo de la nación, como lo hizo Pedro Castillo, en el Perú. Su trayectoria tampoco es comparable con la de Gabriel Boric, el millenial de izquierda que surgió del estallido social en Chile, pero con el que comparte la idea de que debe acercarse a otros sectores, desplazarse hacia el centro antes de la segunda vuelta como lo hizo el chileno, buscando la conformación de una coalición más amplia de fuerzas que le den gobernabilidad después, ante una derecha recalcitrante y reaccionaria.
Sumar a otros, en palabras del padre del populismo argentino, el general Juan Domingo Perón, se llama “conducir”. Es lo que Petro parece estar haciendo y es lo que ha marcado una diferencia notable entre esta y sus anteriores campañas a la presidencia, dice Silvia Otero: “Antes era Petro solo, queriendo salvar el mundo; ahora es Petro y el Pacto Histórico, que es un músculo fuerte”.
Al Pacto se han acercado personas con los que años atrás Petro jamás se habría sentado a dialogar, como Luis Pérez, quien aún sigue defendiendo la Operación Orión en la Comuna 13 de Medellín, cuando él era el alcalde de la ciudad, o el pastor cristiano Alfredo Saade, que publicamente se ha manifestado en contra del aborto, o políticos como Roy Barreras y Armando Benedetti, que hicieron carrera primero en el uribismo y hoy son dos de sus hombres de confianza. Él les ha dado la bienvenida, aunque sólo sea por un objetivo coyuntural y luego los aparte a los pocos meses o cambie todo su gabinete.
“Tiendo a ser autoritario. Ese es uno de mis problemas, porque el ejercicio de una personalidad muy fuerte dentro de un equipo tiende a romper el equipo,” admitió Petro, hace diez años, cuando lo entrevisté en plena campaña. Eso que describe fue exactamente lo que sucedió durante su alcaldía de Bogotá con varios secretarios y amigos que lo habían apoyado, y que luego terminó sacando o renunciaron, entre ellos Daniel García Peña, que en una carta pública escribió: “Un déspota de izquierda, por ser de izquierda, no deja de ser déspota”.
Tercera escena: una historia épica… e instrumental
Gustavo Petro había sido destituido por la Procuraduría, como alcalde de Bogotá, por su mal manejo en la gestión de los residuos sólidos en la capital. La sanción incluía también una inhabilidad para ocupar cargos públicos durante quince años. Pero Petro no se iba a dejar sacar tan fácil. De inmediato convocó a sus seguidores a la plaza de Bolívar al caer la tarde, ese 10 de diciembre de 2013. La plaza se llenó de gente, algunos asistieron con cacerolas, pitos, vuvuzelas a apoyar al alcalde que supo aprovechar la situación, con un discurso que no tiene pierde, para anunciar que ese día comenzaba una revolución no violenta contra la clase política tradicional y la oligarquía colombiana que llevaba siglos mal gobernando el país.
“Vamos a comenzar el movimiento de los indignados de Colombia… que lo sepan en toda Colombia… nuestra historia comienza también por su propio pueblo, definitivamente, aquí y desde aquí. Que la Bogotá Humana sea la excusa para construir una Colombia humana, democrática y pacífica”.
Petro estaba acompañado por su esposa Verónica Alcócer y su hija Sofía, que levantaba una banderita con franjas rojas y amarillas, y el lema Petro no se va. A lo largo del discurso, el alcalde hacía pausas estratégicas, remarcaba con el dedo índice las palabras claves y jamás se tocaba la cabeza (un gesto que hace cuando está nervioso, según su padre.) El alcalde recién destituido lucía sereno, pero fuerte, energizado por los vivas, los aplausos, los gritos de apoyo de la gente. Era consciente de la oportunidad que se le presentaba de ocupar, una vez más, un lugar en la historia, de recoger las banderas de todos los candidatos y líderes políticos liberales y de izquierda que han sido asesinados en su intento por llegar al poder, y a quienes mencionó en su discurso, esa tarde, de esta manera:
“Leí la historia de Gaitán (Jorge Eliécer Gaitán), que fue alcalde de Bogotá, que destituyeron y luego asesinaron. Traté de entender lo que había detrás de eso. Dieron la orden [personajes] oscuros, en los palacios, jugando al póker. Dieron la orden de disparar con los tanques de guerra sobre ese palacio y asesinar a todos los que estaban dentro. Dieron la orden de asesinar al candidato presidencial Luis Carlos Galán. Dieron la orden de asesinar al candidato presidencial Bernardo Jaramillo. Y dieron la orden de asesinar a nuestro comandante candidato presidencial Carlos Pizarro”.
Tras varios días de movilizaciones y una demanda contra la decisión, Petro regresó a la alcaldía triunfante y dijo que el apoyo popular había hecho toda la diferencia ante los enemigos, que en distintos momentos han intentado no solo arrebatarle sus derechos políticos, sino también atentar contra su vida para atajarlo. Hace unos días dijo que suspendía la gira por nuevas amenazas de muerte. “Es un hit histórico que no esté muerto a esta hora. A todo el mundo lo han matado”, sostiene su excompañero en el M-19, Álvaro Jiménez.
Las palabras “asesinato” o “magnicidio” surgen de pasada, a veces sotto voce, y a veces con naturalidad en las conversaciones y cábalas de los colombianos por estos días, como un factor que no se descarta nunca porque el país es tan impredecible como matón. Y Petro, que nunca ha perdido lo que denomina su “instinto de hombre clandestino”, anda con un fuerte esquema de seguridad, que incluye no solo escolta y carros blindados, sino guardaespaldas con placas antibalas que lo rodean cuando está dando discursos en tarimas.
Ningún otro candidato en la contienda actual ha tenido una historia épica comparable, que incluye el haber sido detenido y torturado en una cárcel, un exilio de algunos años en Bélgica y el haber estado sometido a seguimientos ilegales, amenazas e intimidación por sus denuncias contra la corrupción y el paramilitarismo. Su historia, narrativamente, es comparable a la de Pepe Mujica o la de Lula da Silva, personajes melodramáticos que superan uno y otro obstáculo, y no se dan por vencidos porque en palabras del brasileño son “hombres con una causa”.
El lado oscuro de esa gran historia épica –y es la razón por la que algunos colombianos tienen reservas para votar por él, aunque simpaticen con sus propuestas– es que Petro parece haberse creído el mito grandioso de sí mismo.
Su biografía está llena de frases soberbias en las que exagera su papel como protagonista indiscutible de la historia nacional y en las que se ufana de su inteligencia y capacidad oratoria. Por ejemplo, sobre la negociación de paz del M-19 con el gobierno en el 90, dijo que tuvo una “epifanía” sobre el rol que podía desempeñar: “Pensé, en medio de mi reflexión: de pronto de mí depende la paz. De mi capacidad de retórica”.
Sobre sus debates políticos como parlamentario, comenta: “Yo me posicionaba como una especie de faro que brillaba en el Congreso”. O cuando habla de la campaña de 2018 y llenaba plazas públicas: “Dejé de sentirme como un individuo, los vientos de las gentes me llevaban de un lugar a otro, me hacían un gigante”.
La historia política latinoamericana ha tenido a otros hombres que se sienten gigantes cuando hablan frente a las multitudes, durante horas: Hugo Chávez o Fidel Castro, por ejemplo. Hombres que también se sintieron los grandes herederos de las luchas truncadas de próceres y mártires de la patria: Simón Bolívar o José Martí. Hombres que no dudaron en hacer una instrumentalización política de sus ídolos, para impulsar sus propias ambiciones y que por medio de la retórica resignificaron un asalto o un golpe de estado, puro y duro, como el inicio de una gran revolución. Hombres que terminaron siendo recordados como maestros de la quimera: millones de latinoamericanos que creyeron en sus promesas de cambio democrático terminaron huyendo de sus dictaduras.
El caudillismo populista y mesiánico en América Latina sigue vivo en otros ejemplos actuales, de izquierda y de derecha: Nayib Bukele, Andrés Manuel López Obrador, Jair Bolsonaro o Pedro Castillo. El problema con este tipo de líderes políticos es que, tarde o temprano, terminan sacrificando la democracia por sus ganas de refundar la patria, sin el apoyo de las instituciones, pero con el sentimiento del pueblo, dice Carlos Granés en su más reciente columna para El País, en la que advierte: “Entre todos los populistas contemporáneos, nadie cree más en su predestinación histórica que Gustavo Petro”.
CLG