Opinión

La Isla underguater

17 de julio de 2021 16:28 h

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Cuba representa un problema del pensar y el pesar. Acaso no es posible desprenderse por completo de emociones (la de alguien que ha vivido cuatro años en La Habana y vio caer el Muro de Berlín desde un balcón). Entre el cinismo y el silencio he elegido la escritura. Por eso digo de entrada, para evitar confusiones o aspavientos: las sanciones económicas norteamericanas representan un sistemático hecho de violencia contra el pueblo cubano y un estado de la cuestión del mundo (ni siquiera el rechazo casi unánime de la ONU ayuda a erradicarlas). Aclarado esto, añado: el bloqueo no es la razón excluyente que explica las históricas protestas en la isla contra un Gobierno cuyo programa se agotó hace mucho, muchísimo tiempo. Es necesario hablar del hartazgo de un sector de la sociedad, con su componente generacional y de extracción de clase – barrios populares y hacinados, afrocubanos y excluidos del trasiego de las remesas-. “Gente humilde cansada de tanta represión y miseria”, dijo el cantante Carlos Varela. La novedad se completa con la lenta aparición de otras subjetividades, entre ellas la de una nueva disidencia que no puede ser calificada de quinta columna del imperio o “anexionistas”.

El 17 de noviembre de 2005, Fidel Castro pronunció un discurso en la Universidad de la Habana donde habló sobre la posible reversibilidad del proyecto que había triunfado en 1959. “Esta revolución no la pueden destruir ellos, pero sí nuestros defectos y nuestras desigualdades”. Propongo retener esa frase, con una oreja en las detonaciones del domingo pasado. “El pueblo unido, jamás será vencido”, se coreó en la calle. No lo hicieron los “revolucionarios” (munidos de palos) sino la gente de a pie. La consigna de la Unidad Popular chilena ya no tiene dueño: ha pasado por las gargantas del antimadurismo, las plazas de Cali hasta llegar a La Habana. Cada entonación, un significado diferente. El presidente Miguel Díaz Canel comente un error político en descalificar a los manifestantes, considerándolos simples engatusados y justificar la mano dura con los mismos argumentos de las autoridades colombianas (el “terrorista” se transforma en sinécdoque, es la carroza colocada delante de los caballos). Erra también cuando atribuye “todo” lo ocurrido a los servicios secretos norteamericanos. No casualmente, la revista digital Incubadora, en su sección Guama, algo así como la Barcelona caribeña, diseñada con la misma tipografía del órgano oficial del Partido Comunista (PCC), Granma, anuncia la fundación del PRC, el partido de los “revolucionarios confundidos”. En un rincón de la portada titula: “La CIA se declara en bancarrota”.

Julio César Guanche es un intelectual que no reporta a la actual mayoría del PCC. Vale la pena leerlo: “Es cierto que la pandemia agrava varias crisis previas y sucesivas. Es cierto que hay quienes pretenden lucrar infamemente con ella con llamados a la intervención humanitaria tras el agravamiento de la pandemia”. Pero “no hay nada más revolucionario que buscar vías de procesamiento de los conflictos. No hay nada más revolucionario que recurrir a la política cuando solo parece posible la guerra civil”. Guanche dice que las señales del estallido estaban en el aire. “La enorme mayoría de las advertencias fueron desoídas y un buen número de sus autores, incluso aquellos con propuestas patrióticas reflexivas, fueron silenciados, o peor, represaliados”. El ensayista no ve otra alternativa de tratar de hacer realidad una vieja consigna, de 1959: “libertad con pan, y pan sin terror”. 

La trama que ha conducido al estallido anida una multiplicidad de factores. El daño de las sanciones en 2020 fue de 5.000 millones de dólares. Los efectos del Covid-19 son brutales en una economía que se sostiene fundamentalmente por el turismo y tiene como segundo rubro a las remesas. Es decir: los 200 millones de dólares mensuales que llegaban por Western Union tenían un peso determinante en el consumo de un mercado dolarizado. Las medidas adoptadas por Donald Trump han recortado ese flujo. La vida de los cubanos comenzó a asemejarse a los peores años de penurias: el llamado Periodo Especial en Tiempos de Paz, decretado por Fidel tras la disolución de la Unión Soviética, el principal socio y sostén comercial de La Habana. Si algo faltaba para completar la analogía entre este presente de escasez y aquellos años noventa eran los cortes de luz. Los apagones ensombrecieron más el horizonte. El avance del virus en algunas provincias terminó por encender la mecha.

El modelo (objeto de controversias ya desde los sesenta) es el padre putativo de la criatura social bifronte que ha emergido. El castrismo verticalizó la política y probó diversas formas de organizar la economía. Fracasó en todas.  Mientras orbitaba alrededor de Moscú utilizaba más tractores por hectárea que los farmers norteamericanos. Nunca se pudo garantizar la provisión de alimentos a las ciudades. Los errores cometidos merecen un libro. No este espacio. Hay un dato cercano, oficial, de 2019, que eriza y ayuda a la comprensión de los acontecimientos. En la isla hay más de siete millones de personas en edad laboral. Solo trabajan 4,6 millones. Más de dos millones son considerados “no activos”, una manera eufemística de decir que carecen de empleo regular (se declara ante la OIT que solo 1,2% de los cubanos están desocupados: la inclinación ficcional del Estado es incorregible). Entre ellos se encuentran muchos de los que dijeron basta, a veces con consignas que halagarían a republicanos extremistas. Y si bien es plausible pensar que en la mayor de las Antillas se reproducen fenómenos de derechización juvenil, como en otras partes del mundo, no existe ningún fundamento que lleve a considerar que ese tipo de radicalidad ha predominado en las movilizaciones.

El hecho que parte aguas y explica mejor la situación es el tránsito de la hegemonía del discurso y analógico oficial a la presencia del 4G en el ágora caribeño: siete millones de celulares vienen produciendo una coralidad abrumadora: hay mucha “intoxicación” y estupidez, pero también sensatez en los diagnósticos, intercambio productivo, novedosos modos de encuentro y denuncias frente a los atropellos. El artista Hamlet Lavastida se encuentra detenido e incomunicado en Villa Marista, una unidad de la Seguridad del Estado en La Habana. Fueron los celulares y los medios digitales los que informaron sobre lo que le ocurrió al arribar a La Habana el pasado 21 de junio, tras concluir una residencia en la galería Künstlerhaus Bethanien, en Berlín.

Ese es el cambio de paradigma. En 1960, Ernesto Guevara publica La guerra de guerrillas. La victoria armada sobre la dictadura batistiana, dijo en su primer capítulo, había modificado los dogmas sobre la conducta de las masas populares. “No siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas”. Sesenta y dos años más tarde se parapeta en casas y esquinas una guerrilla digital que transmite en vivo y produce acontecimientos. Las autoridades no encontraron mejor solución que cortar internet. Suponer que estamos ante una unanimidad de usuarios entrenados por la Usaid es, por lo menos, una simplificación.

He citado a Villa Marista. Medio siglo atrás, en una de sus habitaciones, el poeta Heberto Padilla fue sometido a un interrogatorio. Abren una puerta y se enciende un grabador. Padilla, el autor de Fuera de juego, escucha la voz de la escritora Belkis Cuza Malé, que también ha sido arrestada, el 20 de marzo de 1971. “Mis amigos no deberían exigirme que rechace estos símbolos perplejos que han asaltado mi cultura. (Ellos afirman que es inglesa)”, había escrito en uno de sus poemas de 1968 que suscitaron el escándalo. Se lo tildó de “contrarevolucionario”. Lo obligaron a autoacusarse en un juicio parecido a los procesos de Moscú, de 1936. El “caso Padilla” fue una bomba para el campo intelectual latinoamericano y europeo. Cincuenta años más tarde, aquel discurso de “arrepentimiento” fue leído en voz alta en una performance por numerosos artistas y escritores, la mayoría parte de la diáspora cubana, para recordar que algunas condiciones que produjeron ese episodio no se modificaron y siguen siendo un revulsivo para las nuevas camadas.  No en vano discuten, como se hizo en los años ochenta, la pertinencia de las famosas “Palabras a los intelectuales” de Fidel Castro, de 1961. “Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada”, dijo el comandante, pero siempre quedó en potestad del Estado definir la línea que separaba ambas posibilidades. Desde noviembre pasado, el universo cultural se encuentra en estado de ebullición por las mismas razones.

“Hubo un tiempo en que Cuba representó la juventud y el porvenir… De eso queda poco, casi nada”, dice Patricio Fernández. El Pato fue fundador de la revista The Clinic en Chile, el medio más revulsivo de la transición. En la actualidad es un convencional constituyente de la izquierda independiente que intenta erradicar el andamiaje institucional de la dictadura pinochetista. La isla fue para él un arcano. Pasó en ella muchos meses con el propósito de descifrarlo. Viaje al fin de la revolución es un texto duro. “Todos saben lo que deben decir, pero son muy pocos quienes creen en lo que dicen. Algunos, poquísimos, siguen creyendo en la Revolución, pero me costaría contar entre ellos a los dirigentes que la ensalzan con frases gastadas por el tiempo y el desencanto. Esas que antaño pintaron en muros y afiches carreteros, lucen deslavadas por la lluvia. Ya nadie las retoca para que aparenten seguir vivas”, escribió en 2018. 

La ciencia ficción cubana daba cuenta antes de este estado de cosas. En La Habana Underguater, el ciberpunk Erick Mota presenta una ciudad hundida y sin futuro como parte un mundo similar al de Philip Dick en El hombre del castillo: la Guerra Fría la ganaron los soviéticos, Estados Unidos es un país tercermundista, pero las pesadillas no han terminado. A lo largo de seis décadas, Cuba resolvió las contradicciones a través de las migraciones legales e ilegales: hoy debe hacerlo sobre tierra firme porque no hay balsa posible a la vista. Ningún lugar para ir. El agua siempre.

En ese rubro de ciencia ficción, más inquietante y profética resulta Carbono 14. Una novela de culto, de Jorge Enrique Lage. El personaje adquiere por azar un aparato llamado “kit radiométrico” que funciona con ese isótopo radioactivo con el que se mide la antigüedad de las cosas. A él le interesa la ropa interior femenina, pero la idea de escombro prevalece en la historia para recordar, otra vez, al Dick de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En aquella narración el escritor nos da su visión personal de la entropía a partir del kippel. Los objetos pierden su forma y se desintegran sobre todas sus superficies. El kippel cubano informa sobre cómo la utopía del Trópico devino un proyecto entrópico. 

Esa tensión entre el “glorioso amanecer” y el día a día ofrece, quizá por primera vez, un intento de ser resuelta (¿dialécticamene o a bastonazos?). Lo generacional cuenta mucho. Recuerdo con sorpresa haber escuchado en La Habana el “Charangón” de Elio Revé. Uno de sus discos se abría con el siguiente manifiesto: “alé, alé, alé, la materia nace/crece se desarrolla y muere”. Los manuales soviéticos de marxismo leninismo encontraban en esa salsa su condensación. Su hijo, Elito Revé, heredó la orquesta, pero los vientos cambian de dirección y ha simpatizado con la protesta. Lo mismo hicieron a su modo los hijos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Silvito, “el libre”, así se llama para diferenciarse del padre. Es de una vulgaridad ofensiva y la metáfora de la imposibilidad de una reproducción ideológica. 

Lo que atraviesa el aire también anuncia más amarguras. El reguetón –y sus variantes- truena como uno de los signos de esta época y eso explica la victoria de la canción Patria y vida, grabada por ex oficialistas devenidos furiosos opositores. Yomil, famoso por su canción Calentura, se sumó a las manifestaciones en Centro Habana. Miren el video, nos da una pista del desapego con la narrativa.  La policía intentó arrestarlo y fue defendido por otros manifestantes. También expresaron su empatía con los que salieron a la calle músicos cultos como Leo Brower o Chucho Valdés. Pero su legitimidad está anclada al pasado y a las pretensiones de ilustración que han quedado relegadas. “Sea lo que sea que esté pasando ahora mismo en Cuba –transición, reforma, capitalismo de Estado, Periodo Especial II, perfeccionamiento del socialismo, whatever–, no se entiende sin el reguetón”, sostiene Iván de la Nuéz en Cubantropía. Esa banda sonora ha colonizado el paisaje acústico de la isla y encarna la tremenda paradoja de una política que “lo deplora desde su Modelo Cultural, pero lo necesita” desde su modelo económico. Es ruido de fondo del millennial. Hasta el pasado domingo prefería el perreo sobre la protesta.  “¿Programas de género, igualitarismo, solidaridad, educación formal, ecologismo, faro de América Latina? El reguetón asola los vestigios de todo eso”. Se trata del “termómetro de la Acumulación Rudimentaria de Capital en la Cuba Contemporánea”. Es un movimiento de enorme influencia en la juventud, listo para dragar el Estrecho de la Florida. “El reguetón evidencia una distopía antillana bajo la cual todo lo que toca queda convertido en Miami”.

AG