En octubre de 2001 llegaron a Afganistán los primeros soldados estadounidenses para derribar un gobierno talibán y, salvo un giro inesperado, en los próximos días se marcharan de Afganistán los últimos soldados estadounidenses y dejarán atrás un gobierno talibán. Estados Unidos perdió allí casi 2.500 militares y unos 2,3 billones de dólares para terminar en el punto de partida. Un enorme fracaso que comparten, con diferentes grados de responsabilidad, los cuatro presidentes que dirigieron la guerra más larga de la historia del país.
Bush: una misión cambiante
En aquel octubre de 2001 la misión estadounidense en Afganistán parecía bastante clara y fácil de comprender: las ruinas del World Trade Center de Nueva York aún ardían un mes después de los atentados del 11-S y el gobierno talibán de Afganistán no había ocultado sus lazos con la organización responsable, Al Qaeda. El presidente George W. Bush dio a los talibanes un ultimátum para entregar a Osama Bin Laden y sus lugartenientes, pero su líder espiritual el Mulá Omar lo rechazó. El plan de invasión siguió su marcha, con una inquietante falta de atención a lo que vendría después de la invasión.
La decisión del Gobierno de Bush no suscitó polémica en un mundo conmocionado por el 11-S. Casi el 90% de los estadounidenses estaba a favor de la invasión de Afganistán y la comunidad internacional, que luego sería más crítica con la decisión de entrar en Irak, estaba firmemente del lado estadounidense y en contra de los talibanes. Desde el día posterior al 11-S, EEUU contaba con una resolución unánime del Consejo de Seguridad de la ONU que no sólo condenaba el atentado, sino que reconocía su “derecho a defenderse” e instaba a todos los países a “colaborar con urgencia” en la captura de sus autores.
Con el apoyo de los estadounidenses y de la OTAN, las milicias opositoras a los talibanes no tardaron ni un mes en tomar la capital. La guerra aparentemente había terminado, pero, ¿se podía hablar de misión cumplida? A esas alturas Bin Laden y su alto mando habían huido ya a la tranquilidad del vecino Pakistán al igual que los líderes talibanes, desde donde unos y otros podían dirigir sus ataques contra los estadounidenses. Aquella misión tan sencilla y fácil de justificar se iba a convertir rápidamente en una mucho más compleja y casi imposible de completar.
Si cuando cayó Kabul estaban en Afganistán unos 2.500 soldados estadounidenses, un año después había casi 10.000 y ya no estaban buscando a Bin Laden, sino gestionando una ocupación. Es decir, peleando con la insurgencia talibán. Si en esa primera fase de la guerra Bush había visto morir a 12 soldados estadounidenses, cuando dejó la Casa Blanca en 2008 ya había perdido 50 veces más. Para cuando le dio el relevo a Obama, probablemente ya sabía hasta qué punto eran ciertas las palabras que había pronunciado en el Congreso unos días después del 11-S, cuando advirtió de que su “guerra contra el terror” sería una “campaña tan larga como ninguna otra que hayamos visto”.
Obama: una oportunidad perdida
Cuando Barack Obama juró el cargo el 20 de enero de 2009, recibió una economía en crisis y dos guerras lejanas a las que había prometido poner fin. Durante el segundo mandato de Bush habían muerto casi 3.000 soldados estadounidenses en la ocupación de Irak, pero el gran reto del nuevo presidente iba a estar en Afganistán. Para entonces hacía ya casi seis años que oficialmente EEUU ya no está en el país haciendo la “guerra” sino la “reconstrucción”, pero a veces la diferencia era difícil de percibir.
No es que no hubiera progresos: Afganistán había celebrado elecciones democráticas y la situación de las mujeres había mejorado notablemente, pero la seguridad se estaba deteriorando rápidamente y era obvio que el Ejército afgano no estaba preparado para defender el país.
Obama, como su antecesor y sus sucesores, tenía que decidir si se marchaba y asumía las consecuencias o si elevaba la apuesta. Optó por lo segundo: en su primer año en el cargo y en contra del consejo de su vicepresidente Joe Biden, envió otros 30.000 soldados estadounidenses al país, dejando un total de casi 100.000.
La misión principal, en realidad, no había cambiado. El objetivo estadounidense en Afganistán hacía ya años que se había reducido a una sola cosa: retirarse. Y la única manera de poder retirarse sin reconocer que la experiencia había sido un fracaso y sin que los talibanes regresaran inmediatamente era entrenar, armar y ayudar al ejército afgano para que fuera él quien los mantuviera a raya. Entre 2002 y 2020, Estados Unidos gastó casi 90.000 millones de dólares sólo en preparar a la policía y las fuerzas armadas afganas para esa tarea en la que ahora mismo están fracasando espectacularmente.
El primer mandato de Obama fue, de largo, el período más peligroso para ser un militar estadounidense en Afganistán. Murieron más de 1.500, el 60% de los que fallecieron en 20 años de ocupación. Sin embargo, en mayo de 2011 el entonces presidente recibió una nueva oportunidad para declarar la victoria y marcharse: sus fuerzas especiales encontraron y mataron a Osama Bin Laden en su refugio de Pakistán. Su muerte representó un enorme alivio para los estadounidenses, pero también reforzó las dudas sobre qué se les había perdido exactamente sus soldados en Afganistán.
Su misión principal seguía siendo apoyar al Ejército afgano, pero en 2011 en Washington ya eran bien conscientes de que había que mantener otras opciones abiertas. El Gobierno de Obama reconoció públicamente algo que habría sido impensable hacía sólo unos años: que estaba negociando directamente con los talibanes. El presidente presentó entonces un plan para ir reduciendo drásticamente la presencia militar de EEUU hasta 2014 y luego anunció una retirada completa en 2016, como broche de oro a su Presidencia. No iba a ser así.
El día en que Obama le dejó el puesto a Donald Trump, en enero de 2017, aún quedaban en Afganistán 10.000 soldados estadounidenses. Después de ocho años, no había conseguido cumplir esa promesa electoral. Los talibanes seguían siendo una amenaza, tanto que las últimas retiradas previstas durante la Presidencia de Obama tuvieron que ser canceladas por la inestabilidad en el país. Trump heredaba una guerra que ya duraba 15 años y que iba a poner a prueba sus propias promesas.
Trump: sólo palabras
Donald Trump llegó a la Presidencia con una retórica durísima sobre las ocupaciones estadounidenses de Irak y Afganistán, a las que llamó “las guerras eternas”. El mensaje era parecido al de Obama ocho años antes, pero aún más encendido. Para el candidato republicano, la presencia militar de EEUU en Afganistán era “un despilfarro de vidas y millones”, pero en cuanto llegó a la Casa Blanca vivió una transformación bastante similar a la de su antecesor. En lugar de la retirada prometida, Trump se negó en su primer año en la Casa Blanca a poner fecha de caducidad al despliegue estadounidense.
Trump también siguió la estela de Obama en la celebración de negociaciones directas con los talibanes para lograr un acuerdo que permitiera a los estadounidenses marcharse sin ser culpados directamente del desastre posterior. El texto lo firmaron en 2020 y en él los talibanes, que habían ido controlando más territorio y habían sembrado el terror en las ciudades con atentados, se comprometían a no ayudar a grupos enemigos de EEUU y a participar en un diálogo con otros grupos afganos para decidir el futuro del país. Los talibanes ya incumplieron de momento esa segunda parte.
Ni siquiera con ese acuerdo bajo el brazo pudo Trump ejecutar la prometida retirada de Afganistán. Con las elecciones ya perdidas y a la espera de que su sucesor jurara el cargo, redujo el número de tropas en el país, pero en la toma de posesión del nuevo presidente aún quedaban unos 3.500 militares estadounidenses allí. La retirada quedaba en manos de un viejo enemigo de la ocupación de Afganistán: Joe Biden.
Biden: asumir la realidad
Joe Biden nunca vio muy claro que EEUU fuera a lograr crear un Estado democrático en Afganistán. En 2001, apoyó la invasión, pero para 2009 ya estaba convencido de que su entonces jefe Obama cometía un error perpetuando la presencia estadounidense allí para cumplir una misión que ya poco tenía que ver con luchar contra Al Qaeda y sí con ser una fuerza ocupante en un país con una larga tradición de sacudirse de encima a los ejércitos extranjeros.
Por supuesto, también sus tres antecesores sabían en buena medida que eso era así, pero ninguno quiso arriesgarse a ser el presidente que asumiera la derrota. Sus asesores militares explicaron en público y en privado que una retirada podía hacer que el Gobierno afgano cayera dejando paso a los talibanes, pero Biden se preguntaba: ¿y si nos vamos en un año, eso no pasará igual? ¿Y en 10? Lo que estamos viendo estos días es la consecuencia de la respuesta a la que llegó: no, que Estados Unidos se quede más tiempo no garantiza un resultado diferente. Los afganos debían solucionarlo entre ellos.
Aún así, el desastre de estos días es un fracaso de Biden. El presidente puso en marcha la ofensiva definitiva de los talibanes cuando anunció que, sí o sí, las tropas estadounidenses estarían fuera de Afganistán antes de septiembre.
Las estimaciones que decían primero que Kabul podía estar en peligro en 18 meses luego pasaron a medio año y luego a unas semanas. El Gobierno de EEUU no fue capaz ni de organizar una retirada ordenada, mucho menos de evacuar a todos los afganos que colaboraron con él en las últimas dos décadas y que hoy están en peligro. Están evacuando estadounidenses con los talibanes ya en Kabul.
Un fracaso actual que culmina 20 años de fracasos. El Ejército afgano que EEUU estuvo entrenando, mimando y equipando durante dos décadas, con un coste astronómico, no fue capaz de resistir ni siquiera hasta la partida de los estadounidenses. Su equipamiento de última generación está ya en manos de los talibanes. El mismo grupo que prohibió a las mujeres trabajar o salir solas está llamado a gobernar de nuevo, como si nada hubiera pasado desde que llegaron los estadounidenses en 2001.
Probablemente, como dice Biden, un año más de presencia estadounidense no hubiese cambiado nada. Puede que tampoco otros 10 años. Y sin embargo, es difícil no pensar en los miles de afganos y sobre todo de afganas que se creyeron todas las promesas estadounidenses de los últimos 20 años y se atrevieron a vivir de otra manera. Un enorme desperdicio de vidas y recursos para volver a la casilla de salida.