El FBI (la Policía Federal) hace su trabajo: cumple órdenes. Para allanar la residencia de Donald Trump en Mar-a-Lago, Florida, los agentes precisaban una orden judicial. Posiblemente, también buscaron la aprobación explícita del Departamento de Justicia, probablemente la del propio ministro Merrick Garland. El actual director del FBI, Christopher Wray, fue designado en 2017. Pero toda iniciativa judicial y policial contra el ex presidente republicano será vista por él y por su electorado como 'política'. En las causas abiertas, los mandatos tribunalicios, los trumpistas derrotados en 2022 detectan sólo pretextos pretenciosos para adecentar una inocultable cruzada fundamentalista. Como al juez federal brasileño Sérgio Moro con su Lava Jato, a estos cruzados demócratas nada detiene, estiman, en el solo propósito que los guía: la interdicción electoral del enemigo. En otras palabras, en el obrar del FBI y sus agentes Trump denuncia el abusar de la violencia -abuso 'legalizado' por un magistrado- dirigido a hacer trampa contra un candidato popular para favorecer a sus adversarios elitistas.
Tanto las audiencias televisadas de las sesiones del Congreso dedicadas a examinar el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, como las investigaciones judiciales sobre documentos de la presidencia retenidos por Trump en vez de entregados al Archivo Nacional, han sido interpretadas a la luz de las próximas elecciones legislativas de noviembre. Según los sondeos, el oficialismo demócrata perdería la mayoría en ambas Cámaras, mientras que la desaprobación de la gestión de Joe Biden desciende a récords que superan a sus propios récords de paucidad anteriores.
Como al juez federal brasileño Sérgio Moro con su Lava Jato, a los cruzados demócratas nada detiene, estiman los trumpistas, en el solo propósito que anima su cruzada política: la interdicción y exclusión electoral del enemigo
Durante su presidencia, las relaciones del multimillonario devenido presidente y los aparatos y servicios de seguridad del Estado nunca fueron buenas. El payaso siniestro salido de la televisión chatarra supo desplegar sin tartamudeos su repetitivo pero caudaloso repertorio de insultos, desplantes, acusaciones, escarnios en las redes contra la CIA, el Servicio Secreto, la Agencia Nacional de Seguridad. Y el FBI. Su electorado aplaudía: para los trumpistas, el FBI es el Establishment, o el perro guardián de las élites de Washington DC y de Wall Street, de las élites que apañan y encubren fraudes demócratas, como Hillary Clinton y otros campeones de la meritocracia hipócrita. El resto del electorado no era ciego, sin embargo: el FBI se ha vuelto la agencia federal más inerme, menos ecuánime en el conflicto entre demócratas y republicanos. Y a la vez la que menos pruebas creíbles ofrecía de que en efecto sucumbiera un faccionalismo al que se resistía, porque, al contrario, cada vez parecía menos afecta siquiera a la ilusión de la neutralidad.
Trump es objeto de dos líneas de investigación judicial, una como ciudadano y empresario, otra como ex presidente. Letitia James, fiscal general del estado de Nueva York, investiga desde hace meses las finanzas del holding de Trump. Busca descubrir si el management aumentó ilegalmente el valor de los activos empresarios para así acceder con mayor facilidad y desahogo a más suculentos y más inmediatos créditos bancarios. De mayor, máximo peso es la iniciativa del ministro de Justicia. Merrick Garland quiere determinar si existió responsabilidad criminal de Trump para fraguar (a su favor) el resultado de las presidenciales de noviembre de 2020, donde aspiraba a su reelección, o si instigó, o peor, organizó, el asalto al Capitolio del enero siguiente.
Existe también la denuncia de los Archivos del Estado, según la cual, al abandonar la Casa Blanca, Trump se habría llevado consigo diversos documentos cuya posesión debía resignar. Aun cuando fueran regalos personales recibidos con ocasión del ejercicio de la presidencia, el presidente saliente debe entregarlos a los Archivos. Esta infracción administrativa podría, sutilezas jurídicas mediante, convertirse en un delito menor, pero penalmente relevante. La destrucción o mutilación o desfiguración o sustracción o falsificación de documentos federales es castigada, según la sección 2071, título 18, del Código Federal, con hasta tres años de prisión. Y la inhabilitación política. Que es, según Trump y el trumpismo, lo que más importa en todo lawfare.
El ex presidente y sus redes ya se valen de la incursión del FBI para retratar al candidato republicano 2024 con los rasgos más clásicos del persguido político. Si lo que quieren quienes lo investigan fuera efectivamente excluirlo de la esa candidatura invocando el delito cometido con documentos federales, no es seguro el buen éxito jurídico de la iniciativa (aunque el alcanzarlo luciría con más nitidez como eficaz lawfare). En 2016, cuando Trump pidió la descalificación de su rival demócrata Hillary Clinton, acusada de haber escamoteado numerosos correos electrónicos del período en que fue Secretaria de Estado de Barack Obama, su demanda fue rechazada. Una condena de Trump podría tener, sin embargo, un efecto paradójico. Reforzar a todos aquellos republicanos que preferirían que el expresidente se quede jugando al golfo en Mar-a-Lago. E inaugurar la era del trumpismo sin Trump, y con ellos.
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