En principio, iniciar una batalla entre unidades de medida del sistema métrico y el sistema anglosajón que en Reino Unido de Gran Bretaña se conoce como imperial (el que utiliza pulgadas u onzas en lugar del sistema decimal) puede parecer una decisión extraña para Boris Johnson. La jugada es obviamente una estupidez: una pantomima diseñada para calmar (o al menos entretener) a su base conservadora y a la vez distraer y contrariar a sus rivales. Sin embargo, lo sepa o no, al relanzar lo que los observadores del siglo XIX llamaron la “batalla de los patrones”, Boris Johnson evoca una historia salvaje de sentimientos “antimétricos” que incluyen xenofobia, pseudo-ciencia y temores por la pérdida de soberanía política.
Descubrí el tema hace algunos años, cuando estudiaba la historia de los sistemas de medida. Había viajado a París para ver los patrones del metro y el kilogramo, guardados bajo llave en los archivos nacionales de Francia junto a la última carta del rey Luis XVI y el grabado original de la declaración de los derechos humanos. Allí aprendí cómo la historia del sistema métrico está entrelazada con los acontecimientos contenidos en esos documentos: el fin de la monarquía y el principio del republicanismo francés.
Privilegio de la nobleza
Antes de la introducción de las unidades métricas, el sistema de medidas de Francia era un caos. El derecho a definir unidades de longitud, volumen y peso era un privilegio de la nobleza, lo que llevó a una profusión de unidades, muchas veces con distintos valores aunque mantuvieran el mismo nombre. “La confusión infinita de las medidas escapa a toda comprensión”, comentó el agricultor inglés Arthur Young cuando visitó el país en 1789. “No solo difieren en cada provincia, sino en cada distrito e incluso en cada pueblo”. Esta abundancia de medidas no solo impedía el crecimiento económico, sino que también facilitaba el engaño y la explotación de los campesinos.
Como resultado, la reforma de los pesos y medidas fue una prioridad de la agenda revolucionaria, considerada como una forma de devolver el poder a los hombres y mujeres comunes. La élite intelectual francesa, los savants, decidieron que en lugar de usar unidades de longitud como el pied du Roi (que literalmente significa “el pie del rey” y se remonta al reinado de Carlomagno), Francia usaría el metro, una unidad derivada de las últimas investigaciones científicas y definida como la distancia entre el ecuador y el Polo Norte dividida en diez millones de partes. Aquí la intención política del sistema métrico es clara: en lugar de confiar en la autoridad incorpórea de un antiguo rey, los revolucionarios eligieron el conocimiento racional y la herencia compartida de la Tierra.
Naturalmente, esto causó muchas sospechas en el Reino Unido. Y durante el siglo siguiente, mientras el sistema métrico se extendía por Europa y el debate sobre su adopción crecía en el Reino Unido, los abanderados “antimétricos” blandieron todo tipo de argumentos grandilocuentes. Acusaron al sistema métrico de ser demasiado complejo y poco natural, un producto de revolucionarios ateos y, lo que era peor, extranjeros.
Los “antimétricos” de Reino Unido
Cuando la Cámara de los Comunes casi aprueba en una votación la conversión al sistema métrico en 1863, un editorial del diario The Times advirtió que la adopción del metro y el kilo llevaría “perplejidad, confusión y vergüenza” a todos los hogares del territorio. “No tiene sentido instar a otros países a esta revolución”, bramaba el autor. “¿Qué significan Francia, la Unión Aduanera de Alemania o Portugal para nosotros? Ellos están acostumbrados a revoluciones, terremotos y guerra”. Tristemente, el excepcionalismo y la xenofobia de estas palabras no suenan fuera de lugar hoy en día.
Los argumentos que se desplegaron contra la conversión al sistema métrico iban de lo más oscuro a lo más práctico. Una teoría popular era que la pulgada era una unidad de medida divina, otorgada por Dios a la humanidad, y que su valor estaba cifrado en las dimensiones de la Gran Pirámide de Guiza para durar para siempre. Otros señalaron los beneficios prácticos de unidades que se dividen con facilidad en mitades, tercios y cuartos (una ventaja indudable en una época en la que los bienes de consumo no estaban preempaquetados). Pero, a fin de cuentas, la verdadera razón por la que el Reino Unido mantuvo el sistema imperial de medidas se vislumbra en su mismo nombre: el peso económico y la extensión geográfica del imperio británico aseguraban que la amenaza planteada por estas medidas foráneas podía ser ignorada sin problemas.
Hay razones obvias para estimar y respetar las unidades de medida imperiales. Tienen una historia rica; sus orígenes se remontan a cientos de años antes de la existencia del imperio. Y su significado cultural está intacto en muchas áreas de la vida. Pocos británicos aceptarían la desaparición de las pintas de los pubs, por ejemplo. Pero pedir el “regreso” de las medidas imperiales a los comercios es desastrosamente retrógrado. Los problemas logísticos para los supermercados de Reino Unido podrían llevar a subir los precios, en un momento en que los presupuestos de muchos hogares ya están muy comprometidos, y mientras las encuestas muestran que las generaciones más jóvenes están cada vez más felices con el sistema métrico. Al encender este debate, Boris Johnson y el Partido Conservador han abierto la puerta de un aspecto emotivo e ignorado de la historia. Pero el regreso de las medidas imperiales es simplemente incomprensible.
James Vincent es periodista y autor de 'Beyond Measure: The Hidden History of Measurement'
Traducción de Patricio Orellana
JV