Una llamativa y deprimente coincidencia política se dio recientemente en Bruselas. El 9 de febrero por la mañana, la visita del presidente Zelenski a las instituciones de la UE. Por la tarde, la reunión del Consejo Europeo con un interesante orden del día. El presidente ucraniano fue recibido con adhesiones entusiastas y promesas de fortalecimiento del apoyo político, financiero y militar que su país está recibiendo de la UE en su esfuerzo por contener y -si es posible, contrarrestar- la condenable invasión rusa de una parte de su territorio.
El presidente Zelenski agradeció dicho apoyo. Confirmó su dominio de la escena y demostró su destreza comunicativa al reivindicar la condición europea de su país. Argumentó esta identificación con una defensa de los valores fundamentales que dan sentido y cohesión a una Europa unida. Según él, Ucrania está defendiendo el “modo de vida europeo”, con el propósito de consolidar un espacio donde reinen la justicia social y la libertad.
En palabras de Roberta Metsola, presidenta del parlamento, Ucrania está inspirando a toda Europa y al mundo entero con su defensa de las libertades y valores que “nos hacen a todos europeos”. Metsola subrayó que esta defensa suele conllevar sacrificios cuando se acomete con una acción rápida y enérgica, sin dilaciones ni reparos. Zelenski fue ovacionado – vitoreado, incluso- en la cámara europea. Hasta aquí, la reseña de una sesión de notable impacto emocional, tal como se aprecia en las imágenes de un acto que concluyó con el solemne himno nacional ucraniano y la beethoveniana melodía del canto europeo.
Pero pasemos ahora de la épica a la prosaica rutina. Pocas horas después de su entusiasta acogida a Zelenski y de su discurso sobre valores, el Consejo Europeo aprobó una política migratoria bastante difícil de conciliar con la idea de Europa como el “hogar abierto de justicia y libertad”, al que se refería el presidente ucraniano. Porque, aun reconociendo que la UE exhibe en su activo logros sustantivos, es más que evidente su manifiesta incapacidad para diseñar y aplicar una política migratoria acorde con los principios de justicia y solidaridad exigibles si se quiere reivindicar una diferencia cualitativa del proyecto europeo respecto de otros proyectos políticos.
Protección de fronteras fue nuevamente el “mot d’ordre” de la próxima directiva europea sobre el asunto. Incluso con levantamiento de vallas y muros que delimiten más rigurosamente la fortaleza Europa. De manera más o menos aparatosa, se van reforzando los obstáculos a lo largo de las fronteras del Viejo Continente. El escándalo que no hace mucho suscitó el muro de Trump entre Estados Unidos y Méjico se evaporó en la conciencia europea. Según parece, la novedad del acuerdo reside en la financiación europea de dichas “infraestructuras” (sic) y de otros medios disuasorios que blinden a la UE frente a entradas irregulares.
Hasta hoy, la política de contención por la fuerza de los movimientos migratorios fue “externalizada” por la UE hacia los países limítrofes: Grecia, Turquía, Libia, Marruecos. Esta política de contención no basta para detener un fenómeno social de largo alcance histórico. Lo que únicamente facilita es la repetición de dramas personales y tragedias colectivas: la más reciente en la costa de Calabria hace unos días.
Las barreras físicas y los impedimentos administrativos se cimentan en barreras mentales, construidas insidiosamente por el virus de la xenofobia. Es el virus que infecta sobre todo a partidos de derecha y de extrema derecha en toda Europa, pero que tiene una considerable fuerza expansiva. Paradójicamente, es la actitud que Zelenski reprochaba en su discurso al invasor ruso, excluyéndole por esta razón de la esfera europea.
No sé si el presidente ucraniano hubiera corregido este punto de su alocución de haber sabido de antemano lo que iban a decidir sus anfitriones unas horas más tarde. Cuesta pedir tantos matices a un gobernante absorbido por la tarea que el momento le ha deparado y es poco probable que pueda prevenir a los responsables europeos de sus propias contradicciones. Pero sí es exigible, en cambio, a estos responsables políticos de la UE que tengan en cuenta su solemne profesión de fe europea al concretar su política migratoria en lo operativo y en lo financiero. No lo hacen si ponen el acento y el dinero en instrumentos más o menos violentos para disuadir a los eventuales migrantes de que abandonen sus países. Esta política disuasoria no es solo injusta desde la perspectiva de valores europeos como los enunciados enfáticamente por Zelenski y Metsola. Es también inútil porque la corriente migratoria es un fenómeno imparable, determinado por potentes factores económicos, políticos y climáticos: pobreza crónica, ausencia de libertades, degradación y riesgo ambientales.
Quizás no hubo tiempo para que el espíritu europeísta predicado por Zelenski se trasladara a los asuntos tratados por el Consejo Europeo de aquella misma tarde. Pero, aunque fuera con efecto retrasado, estaría bien que la lección del mandatario ucraniano no cayera en saco roto y no sirviera exclusivamente para incrementar el esfuerzo armamentístico que el presidente reclamaba. Estaría bien que inspirara también en la política migratoria de la UE propuestas algo más solidarias y coherentes que las aprobadas hace unas semanas en Bruselas.