Antes, mucho antes de que Pegasus llenara portadas en los medios globales, en otros países ya conocían bien el nombre de este software de espionaje israelí. En México, para los periodistas es como una mosca que siempre tienen detrás de la oreja. Uno de los casos más sonados fue el de la periodista Carmen Aristegui, que fue espiada en 2017. Hace pocos meses, le tocó el turno a Marcela Turati (Ciudad de México, 1974), que fue acusada de delincuencia organizada y secuestro para justificar el espionaje al que la sometió el Gobierno mexicano durante un año. Visita Barcelona para participar en unos debates en el Centre de Cultura Contemporània (CCCB).
Esta semana, México ha llegado a los 100.000 desaparecidos y ha sumado el onceavo nombre a la lista de periodistas asesinados en lo que va de año. Cuando Andrés Manuel López Obrador (AMLO) llegó al poder, parecía que la cosa iría a mejor, pero las cifras dicen lo contrario. ¿Qué le está pasando a México?
Tenemos un ritmo de desapariciones nunca visto y no tenemos ningún final en el horizonte, ningún punto de inflexión que pueda revertir esta situación. Andrés Manuel [López Obrador] llegó con muchas expectativas, porque es un gobierno que se dice de izquierdas, que parecía que iba a cambiar el paradigma de la militarización. Pero, en lugar de eso, la ha profundizado. Los militares han aumentado sus competencias: se dedican a tareas de seguridad pública, están gestionando la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, atienden al llamado “problema” de la inmigración... Ves militares por todos lugares y, aunque AMLO diga que está “ciudadanizando a los militares”, lo cierto es que está militarizando las ciudades.
Es verdad que ha habido acciones positivas, como la creación de una comisión para investigar la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, o un mecanismo extraordinario de identificación forense, porque tenemos unos 55.000 cadáveres no identificados en las morgues o panteones municipales. Pero eso no es suficiente: no va a servir para revertir las 23 desapariciones que se dan cada día en México. Si sólo nos enfocamos a identificar a las víctimas y, si seguimos a este ritmo, ¿Cuántos años vamos a tardar en identificar todos los restos? Y, además, ¿va a servir de algo identificar estos cadáveres, teniendo en cuenta las altas cifras de impunidad?
Desde 2006, cuando empezó la guerra contra el narcotráfico, el crimen organizado se convirtió en el chivo expiatorio de cualquier cosa que sucediera en México. ¿Es una manera de torpedear investigaciones periodísticas y blindar la impunidad?
La guerra de 2006 fue un 'parteaguas' en el país y seguimos pagando las consecuencias. Siempre se nos ha dicho que el culpable de todo es el crimen organizado, pero cada vez que le echamos la lupa a casos como Ayotzinapa, vemos que el Estado también está detrás. En este caso, los desaparece un grupo criminal, los Guerreros Unidos, pero junto a policía municipales. Con miembros del ejército e Inteligencia cuidando la operación y la Policía Federal cerrando el perímetro.
Se nos dice que el culpable es el crimen organizado, pero ¿Quién es? En México el crimen organizado está también dentro del Estado. Lo vemos si nos ponemos a investigar las fosas. Si las escarbas, empiezas a ver que había protección, connivencia, narcopolíticos, narcotraficantes en el poder. Vemos que han matado a periodistas como Miroslava Breach porque investigaba municipios en que los narcos estaban en el poder y donde las estructuras de seguridad pública eran sicarios, no policías.
Una de las catástrofes que ha marcado su carrera son las masacres de San Fernando ¿Qué pasó allí?
San Fernando es mi obsesión. Llevo 11 años reporteando ese caso. Aparecieron unas 50 fosas, con 600 cadáveres, a apenas una hora y cuarto de la frontera con Estados Unidos. Al final, descubrimos que el cártel de Los Zetas había estado parando los autobuses con migrantes e interrogando a los hombres jóvenes, porque el cártel contrario (el cártel del Golfo) estaba reclutando a hombres centroamericanos. Así que Los Zetas les revisaban el celular y, si tenían cualquier dato que les pareciera sospechoso, los mataban y los enterraban.
Hasta ahí, culpa del crimen organizado. Pero ¿por qué nadie puso una alerta de carretera? Las fuerzas de seguridad lo sabían porque las esposas se quedaban en el autobús y avisaban a la policía, al ejército y los agentes de migración. Los conductores tampoco dijeron nada, a pesar de que las terminales de autobuses estaban llenas de maletas abandonadas, de viajeros que jamás llegaron a destino. Lo peor es que, cuando nosotros destapamos las fosas, la Procuraduría General del Estado [equivalente a la Fiscalía] intentó no hacer ruido: incineró algunos cuerpos y otros los devolvió a fosas comunes.
Estos son otro tipo de crímenes y, cada vez que ves que la Procuraduría está involucrada en algo atroz, te das cuenta de la impunidad en México. De que la justicia no sirve y de que muchos de los desaparecidos los desapareció el Estado. ¿Por qué, si no, no ha identificado esos 55.000 cadáveres? No les importa, es un desprecio a la vida.
¿Qué le pasa a la gente como usted, a la que sí le importa e investiga?
John Gibler suele decir que “en México es más peligroso investigar un crimen que cometerlo”. Cuando en 2008 empecé a cubrir a las víctimas de violencia, pensaba que eso no sería peligroso, porque yo no cubría crimen organizado ni cárteles. Pero a medida que vas acompañando a las víctimas, vas descubriendo con ellas que hay campos de trabajo forzado, casas de seguridad de los grupos criminales llenos de personas, que hay redes de trata, campos de extermino en los que usan ácido para hacer desaparecer los cuerpos...
Cuando empiezas a darte cuenta y a investigar estas realidades de las que no se habla, ves que el crimen organizado no las perpetra solo, que para hacer eso, de alguna manera, hay que tener permiso. Siempre hay un político o funcionario implicado. El peligro radica en encontrar esas conexiones, por lo que cualquier dato, cualquier reportaje, incluso la cosa más sencilla, puede ponerte en peligro sin que te des cuenta.
Ese peligro, para usted, se manifestó en forma de acusación de pertenencia al crimen organizado.
Ahí me di cuenta de que hay la intención de hacer desaparecer los cuerpos de la vía pública, que no se sepa lo que está pasando ni que están matando gente. Por eso, destapar esas fosas era, de alguna manera, atentar contra el Estado. Eso me puso en peligro, pero no sólo a mí. También fueron damnificadas una antropóloga forense argentina y una abogada defensora de las familias víctimas. Todas nosotras acabamos en el expediente del caso, investigadas por secuestro y delincuencia organizada, como si fuéramos una banda. En el mismo expediente en el que figuraban los miembros de Los Zetas que cometieron los asesinatos.
¿Cómo se dio cuenta de eso?
Estaba investigando ese expediente para un libro que estoy escribiendo sobre San Fernando y, de repente, me doy cuenta de que figuro en esos documentos. No sé qué querían de mí, solo que me vigilaron, al menos, durante un año. Pudieron saber con quién me vi, con qué víctimas hablé, quién me pasó información, cuáles eran mis coordenadas y a dónde viajé. Es un expediente muy truculento. Y, apenas el año pasado, supe también que me aplicaron Pegasus. Que te espíen con ese programa es como que se metan a tu casa, escudriñen tus calzones y lean tu diario. Te extrae las fotos, los contactos, mensajes, correo. Tu vida entera está en tu celular.
¿Pasó miedo por usted o por las consecuencias que eso pudiera tener sobre sus fuentes y confidentes?
Me preocupé por mis fuentes, claro. Si te aplican Pegasus, saben quién te habló y con quién te verás. Es la pesadilla de todos los que sabemos que nos espiaron. Pensamos mucho qué hicimos ese año, a quién vimos y si le hicieron a alguien algo. Pienso en si puse en riesgo a alguien, porque hay gente de dentro del Gobierno que me pasa información. ¿Les pasó algo a ellos? Es una guerra psicológica muy fuerte. ¿Qué tanto saben de mí? ¿Qué podrán usar después? Es un golpe fuertísimo que deshabilita el periodismo.
Como reporteros, podemos ofrecer secreto profesional, pero yo ya no puedo garantizar el anonimato de nadie desde que se sabe que me espiaron. ¿Cómo voy a hablar ahora con mis fuentes? ¿Cómo voy a hacer ahora periodismo?
¿Cree que el hecho de que se hiciera público su espionaje fue una treta para conseguir que sus fuentes desconfiaran y dificultarle el trabajo a usted y a otros periodistas?
No lo creo tanto así, porque esto no es nuevo. En 2017, la periodista Carmen Aristegui y su equipo supieron que fueron investigados y pusieron denuncia. Pero apenas ahora están deteniendo a gente, pero a nadie de la compañía israelí responsable de Pegasus, ni del gobierno mexicano. El problema es la impunidad, que la justicia no funciona. Y en México ya tenemos muy asumidos este tipo de vulneraciones: cuando explicaba lo que me había pasado, la gente me decía “pues obvio, ¿Qué esperabas?”. Todos los periodistas sentimos, todo el rato, que nos espían. Todos hemos oído eco en las llamadas o se nos borran mensajes de WhatsApp.
Pero sí es verdad que me ha afectado en mi trabajo. Me cuesta mucho comunicarme con algunas fuentes, aunque haya cambiado de celular. Algunas de mis fuentes históricas no me han vuelto a llamar, pero lo entiendo. ¿Quién va a querer hablar conmigo? Lo van a pensar tres veces antes de darme cualquier información, a mí y a cualquiera, y es muy duro.
Los periodistas sentimos, todo el rato, que nos espían. Todos hemos oído eco en las llamadas o se nos borran mensajes de WhatsApp
¿Su manera de trabajar se ha vuelto más analógica?
Hemos tomado tantos talleres de seguridad digital en los últimos 10 años, que muchos periodistas de otros países se ríen de nosotros y nos toman por paranoicos. Yo era muy cuidadosa con mis dispositivos. Tenía peleas con gente que traía celulares viejitos, de los que no son smartphone, porque les decía que nos ponían en riesgo, que nos obligaban a hablarlo todo por teléfono, de viva voz. Y mira ahora, resulta que los más seguros eran los que no se adaptaron a la tecnología.
Y eso me lleva a preguntarme cómo voy a reportear ahora. Con el Covid ya casi no nos vemos en las redacciones, cada quien está en su casa y hasta en diferentes ciudades, porque nos hemos ido a vivir donde hemos podido. Igual tenemos que volver a las técnicas de las guerrillas, que se pasaban USB. O hacer como en el Watergate y atar una cinta en el balcón para que las fuentes sepan que queremos hablar con ellas. O con palomas mensajeras o qué sé yo.
Sé que tengo que comprar teléfonos descartables, pero ¿Cuánto tiempo puedo estar así? Nadie contesta una llamada si no conoce el número. ¿Cómo le explico a una fuente que soy yo, pero que mi correo no tiene mi nombre? ¿Cómo le voy a decir a mis fuentes que se bajen Signal porque WhatsApp no es seguro? Todavía sigo en shock. No sé qué voy a hacer. Cuando me quieren dar una información, les digo que no me cuenten hasta que sepa cómo voy a reportear a partir de ahora.
México cuenta con el Mecanismo de Protección a Periodistas, una herramienta gubernamental para ofrecer apoyo a reporteros amenazados. Usted se ha acogido a él a pesar de que, según los desarrolladores, Pegasus sólo se vende a gobiernos. ¿Por qué?
El Mecanismo no funciona, cierto. Ya estuve acogida en 2015 por amenazas físicas. Me dieron un teléfono quemado, que ya había sido usado por otro periodista que recibía amenazas. También pusieron escoltas, pero yo tenía que pagarles porque no tenían para gasolina y, si ellos no salían, yo tampoco. Fue terrible, pero ahora vuelvo, sí.
Como estoy en proceso de escribir un libro sobre la misma investigación que motivó que me espiaran, tenía miedo de que no me dejaran terminarlo. Así que me metí de nuevo porque necesito una explicación. El Mecanismo de Protección te permite decidir cómo quieres resolver tu situación y es la única manera que se me ocurría para sentarme, con testigos, con la gente que me ha estado espiando.
SV