Hay que aceptarlo, vivimos en una nueva realidad. Esta es una era en la que las expresiones autoritarias, extremistas o hasta abiertamente antidemocráticos generan más atractivo que las opciones que promueven derechos, inclusión y valores de comunidad. Aquellas, o ganan elecciones directamente como Trump, Meloni, Orban, Milei o Bukele, o quedan muy cerca como en Brasil, España, Alemania, Francia, Colombia o Chile. La clase política tradicional está desorientada, las victorias magras son cortoplacistas, utilizando tácticas como el “cerco democrático” que se parecen mucho a tapar el sol con la mano.
Lo que no hay es estrategia para volver atractiva y viable una agenda política basada en derechos de las mayorías. El problema es que necesitamos una nueva teoría de cambio para las democracias.
Una teoría del cambio es, en esencia, un modelo que explica cómo y por qué una serie de acciones o intervenciones específicas conducirán a los resultados deseados. El de la democracia liberal, se basa en una premisa básica del liberalismo, donde una sociedad civil virtuosa se contrapone a una sociedad política con tendencias corruptas, de concentración del poder. Entonces, para que las sociedades se democraticen, las estrategia ha sido fortalecer a la primera y controlar a la segunda. En las últimas cuatro décadas, con la tercera ola de transiciones democráticas, gobiernos, organismos multilaterales, filantropía y los movimientos sociales han operado con esa teoría de cambio, utilizado un vademecum de medidas organizadas en esas dos dimensiones. La primera se enfoca en las instituciones a través del fortalecimiento de la justicia; el establecimiento de mecanismos de transparencia y rendición de cuentas de los funcionarios; la creación de órganos de control; y reformas electorales y de partido políticos. Otra línea de trabajo ha sido el fortalecimiento de la sociedad civil mediante el incrementando los espacios de participación; el incremento de su voz e influencia en la esfera pública; y la vitalidad de medios de comunicación independientes.
La convicción ha sido que con estas medidas se podría controlar mejor al poder, mejorar las políticas públicas y, en el mejor de los casos, llevar nuevas voces y agendas al sistema político.
Todo esto hoy parece estéril. Vivimos un cambio copernicano en valores, prácticas e intereses de sectores muy poderosos –como los señores tecnofeudales– y amplios sectores de la ciudadanía los cuales simplemente tienen otras prioridades y actúan impunes en esa dirección. Si a esto le sumamos el costo social y económico de la pandemia que todavía sigue arrastrando peligrosos niveles de inflación y degradación social, dejando el camino allanado a alternativas antisistema. Y la frutilla del postre es la capacidad de construir el hartazgo social y la polarización que elocuentemente explica Giuliano da Empoli en “Los Ingenieros del Caos”, justamente desde las redes sociales, los medios que otrora pensábamos que iban a ser nuestros aliados.
Se culpa a la clase política, y la clase política se autoinclupa, por la realidad es que este tsunami nos supera a todos. Estamos frente a una revolución. Una revolución que ya no es desde abajo como la bolchevique, ni de arriba como los golpes de Estado, sino desde adentro, de las propias entrañas de nuestros círculos, nuestras redes, nuestras familias y dentro de los gobiernos, paradójicamente, democráticamente electos y populares en su gestión.
La buena noticia es que tendencias políticas no son destino. Siempre son espacios en disputa. Pero, para reconstruir poder democrático, se requiere actualizar el paradigma por el cual operan las fuerzas que defienden a sociedades basadas en derechos. Primero, tenemos que hacer un análisis del poder. ¿Quiénes son los poderes que se tienen enfrente? ¿Cuáles son sus intereses? ¿Con qué recursos cuentan? Allí tratar de encontrar las fisuras sobre las cuales actuar. Por otro lado, ¿qué espacios de resistencia existen en el campo democrático? ¿Cuáles son sus capacidades y limitaciones? Luego proponernos objetivos y estrategias de corto y mediano plazo para reconstruir fuerzas democráticas a nivel global, y los movimientos tácticos de resistencia, de mitigación, y la construcción de alianzas y redes de apoyo mutuo. Además, hay que proponerla de manera flexible y adaptable, capaz de recalcular con escenarios cambiante.
Es una tarea enorme y difícilmente alcanzable. Pero, identificando el problema y ordenado las líneas de acción, seguramente ya estaremos andando el camino de la reconstrucción democrática.