A mediados de la primavera pasada, los habitantes del terreno baldío que se extiende detrás del aeropuerto internacional de Guadalajara -la ciudad capital del estado de Jalisco- vieron que un perro que deambulaba entre esta comunidad llevaba en su boca, aferrado entre sus dientes, un objeto inesperado: el antebrazo de un ser humano.
Cuando los equipos policiales de búsqueda ingresaron en el destartalado barrio La Piedrera, revisaron una chabola de paredes de ladrillo rojo, sin techo alguno, cercada por árboles cubiertos de muérdago con sus hojas de brillante color naranja. En el fondo de un pozo, bajo varias capas de tierra oscura, descubrieron algo aún más grotesco para el entorno que el perro que mordía su presa insólita: encontraron cadáveres humanos.
“Había 26. Los encontramos envueltos en láminas de plástico”, dice Guadalupe Aguilar, una activista local de Derechos Humanos, de pie junto a la tumba relativamente poco profunda. “Y les habían arrojado algo, ácido o algo así, porque es evidente que no había pasado mucho tiempo [desde los asesinatos], pero los cuerpos ya habían entrado en un estado real de descomposición.”
Aguilar, de 63 años de edad, informa que existen decenas de estos cementerios clandestinos en el estado de Jalisco, al oeste de México, sobre la costa del Océano Pacífico. Tierra quemada por el sol, que está pagando un precio cada vez más pesadillescamente elevado por su gravitante intervención en el multimillonario tráfico de drogas de América del Norte.
“Todo esto es obra del crimen organizado”, agrega Aguilar, quien dedica su vida a localizar y luego excavar los campos de exterminio del México del siglo XXI en México en una búsqueda sin descanso de las víctimas. “¿Por qué?”, se pregunta. Y se responde de inmediato, con determinación: “Porque una sola persona nunca podría hacer todo esto por sí sola.”
Aguilar, cuyo activismo la obliga a viajar custodiada por guardias armados, evitó especificar cuál fue el grupo de asesinos responsable por el baño de sangre ocurrido en La Piedrera. La huella de una mano de rojo carmesí estampada en una de las paredes de la precaria chabola proporcionó un recordatorio escalofriante de la capacidad del crimen organizado para llevar adelante y ejecutar sus masacres.
Según las autoridades, esa zona -como un número de otras áreas cada día mayor en el territorio de la segunda economía más grande de América Latina- está controlada por el cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Este gigante criminal es considerado ahora la firma mafiosa más indomable de México.
Menos famosa internacionalmente que el cártel de Sinaloa liderado por el ahora encarcelado Joaquín “El Chapo” Guzmán, la organización de Jalisco es conocida en casa por sus demostraciones de ultraviolencia y por su poder militar. De acuerdo con los expertos, el poderío armado del cártel representa una amenaza cada vez más creciente para el efectivo dominio territorial del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.
En junio pasado, hombres armados del cártel de Jalisco lanzaron uno de los ataques más atrevidos que se conocieron en décadas: la intentona, antes del amanecer, de asesinar al secretario de Seguridad Ciudadana de Ciudad de México, Omar García Harfuch, que puso en tela de juicio la credibilidad de las promesas de López Obrador de “pacificar” a México. El atentado mostraba que eran, de momento, promesas incumplidas.
En marzo pasado llegó otro recordatorio de los operativos del cártel: el cuerpo de un defector clave, “El Cholo”, fue arrojado en un banco del parque Jardín Hidalgo en Tlaquepaque, una ciudad turística -cercana a Guadalajara- famosa por su cerámica y sus mariachis. Se había utilizado un cuchillo de cocina de mango blanco para clavar en la bolsa negra para cadáveres -donde habían introducido al muerto- el texto de una advertencia. Llevaba escrita un definición: “El Traicionero”.
El especialista en seguridad Eduardo Guerrero dice que las autoridades a un lado y otro de la frontera de México con EEUU ahora consideran ahora al grupo como una seria amenaza a la seguridad nacional. “Tienen enormes cantidades de dinero, armas de última generación, grupos y vehículos paramilitares de estilo militar ... y representan un desafío muy severo para el gobierno [mexicano], sobre todo en ciudades pequeñas y medianas donde 50 atacantes que operan al mando de los cárteles, obviamente, pueden derrotar a cualquier fuerza policial local.”
El relato oficial remonta el nacimiento del cártel de Jalisco a julio de 2010, cuando las tropas del Ejército mexicano, en Zapopan, mataron a Ignacio "Nacho" Coronel, el poderoso narcotraficante conocido como “El Rey de Cristal” al que se le atribuye la fundación del comercio de metanfetamina en Guadalajara. La desaparición de Coronel, calificada por la Agencia Antidrogas de EEUU (DEA) como “un golpe paralizante” para el cártel de Sinaloa que “Nacho” representaba, provocó una ruptura local. A la vez allanó el camino para el surgimiento de un nuevo grupo que tomó el nombre del séptimo estado más grande de México.
Una historia paralela
Sin embargo, una historia paralela sugiere que la escisión en realidad había comenzado tres años antes, en 2007, cuando un narco de Guadalajara derramó un vaso de té de hibisco -rosa de Jamaica- sobre un rival durante una reunión realizada en zona este de la ciudad. El incidente mundano bien podría haber sido olvidado. Parece ser que, por el contrario, fue el impulso inicial para una secuencia sangrienta y desconcertante de traiciones, tiroteos y masacres que sólo cesaron cuando un grupo logró imponerse y prevalecer sobre los otros. Ese grupo triunfante estaba dirigido por Nemesio Oseguera Cervantes, o “El Mencho” como la mayoría lo conoce, un ex oficial de policía que ahora es el principal objetivo buscado en México y en EEUU por la DEA. Ofrecen a quien lo capture la cifra récord de USD 10 millones.
A diferencia de “El Chapo”, que buscó la ayuda del actor, escritor y político estadounidense Sean Penn para convertir su vida criminal en un éxito de taquilla de Hollywood, “El Mencho” prefiere las sombras. Se conocen muy pocas fotografías de él. Su biografía, que incluye una temporada trabajando ilegalmente en los EEUU durante la década de 1980, es bastante difusa, sin claridad alguna ni datos precisos.
Se cree que “El Mencho” vive escondido en las montañas del sur de Jalisco, pero cuando las tropas intentaron capturarlo allí mismo en 2015, el operativo terminó mal. Las fuerzas del cártel derribaron con un lanzacohetes un helicóptero del Ejército mexicano.
“¿Lo reconocería en un restaurante? No, no lo creo”, dice un observador del submundo del crimen organizado que pidió no ser identificado. “El liderazgo de ‘El Mencho’ es indiscutible [pero] discreto. Tiene su bastión de control en el sur de Jalisco. Nadie lo toca. Nadie se mete con él. Y él está feliz.”
La fuente anónima afirmó que “El Mencho”, que se cree que ronda los 50 años, era conocido por su simpatía y por contar un buen repertorio de chistes. “Pero también muy explosivo”, agregó. “Muuuuuy explosivo.”
Pocos entienden los poderes del cártel mejor que los residentes de la Sierra de Ahuisculco, una cadena montañosa al oeste de Guadalajara. En ese lugar operan los campos de entrenamiento de estilo paramilitar y laboratorios secretos que producen grandes cantidades de drogas sintéticas para traficar hacia los EEUU. La proximidad del área con dos puertos del Océano Pacífico, Manzanillo y Lázaro Cárdenas, a través de los cuales se contrabandean precursores químicos desde China, ha convertido a esta sierra en una ubicación estratégica.
Un habitante de un pequeño pueblo de la Sierra describió la frecuente presencia de los hombres armados del cártel, vestidos con ropa de combate negra con las iniciales del grupo estampadas en sus chalecos antibalas, que a menudo recorren las calles en camionetas 4x4 de alta gama, algunos con pesadas ametralladoras montadas. “Tienes miedo de salir de noche. Tienes miedo de salir con tus hijos”, se quejó el lugareño, quien pidió no ser identificado. Guadalajara ha sido durante mucho tiempo una de las direcciones más importantes del negocio de las drogas en México. Los mal famados barones de la cocaína y la marihuana vivieron aquí durante la década de 1980. En 2008, los funcionarios estadounidenses consideraban a la capital de Jalisco como un centro de metanfetaminas y llamaban a Guadalajara la “Ciudad Química”.
La Sierra de Ahuisculco también ha sido durante mucho tiempo un refugio para los capos de la droga, cuyas conexiones políticas de alto nivel les permiten evitar la captura y a la vez prosperar desde este escondite en sus multimillonarios negocios del narcotráfico. Sin embargo, en los últimos seis años, los residentes dijeron que la violencia se había vuelto intolerable. “Nunca he vivido una guerra civil, pero creo que esto es lo que debe ser vivir una guerra así”, dice uno. “Vives con miedo. Vives en la incertidumbre. Conozco a tres o cuatro personas que han desaparecido. Todos aquí han perdido a alguien.”
En 2019, 138 bolsas repletas de restos humanos fueron arrojadas a un bosque cercano. “Lo vemos y no hacemos nada porque sabemos exactamente qué pasará si lo hacemos”, dice otro vecino de la localidad.
Noches sin dormir
La violencia y las luchas del Cártel contra sus rivales también se han cobrado un terrible precio en la capital de Jalisco. Celebrada como una de las ciudades más dinámicas y culturalmente ricas de México, Guadalajara se ha convertido simultáneamente en un lugar de crueldad y dolor de muy difícil sino imposible comprensión.
“Hemos vivido tiempos difíciles porque los grupos criminales han estado tratando de desestabilizar nuestro estado y crear una atmósfera de terror”, dijo el mes pasado Enrique Alfaro, gobernador de Jalisco, cuando llegaron cientos de tropas del Ejército Mexicano y la Guardia Nacional enviadas por el Gobierno federal, para combatir la violencia. Unas semanas antes, su antecesor de 46 años, Aristóteles Sandoval, había sido asesinado a tiros en el baño de un restaurante en un golpe meticulosamente planeado. Muchos sospechaban que el crimen era obra de los sicarios de Jalisco.
Todos los miércoles, madres, esposas, hermanas e hijas desesperadas se reúnen frente al Instituto forense de la ciudad para obtener noticias de sus seres queridos.
“Es la hermandad del dolor”, afirmó la líder del grupo, Martha Leticia García, de 50 años, mientras esperaban para examinar imágenes de partes del cuerpo desenterradas de una red cada vez mayor de fosas comunes.
García, cuyo hijo César Ulises desapareció en 2017 y no ha sido encontrado, describió la macabra rutina de esos desolados familiares mientras revisaban los restos excavados en la búsqueda de sus seres queridos y perdidos. “Ves estas cosas en la pantalla y te dices a ti mismo: ‘Ese brazo me parece familiar, esa cabeza’. Es tan terrible, la crueldad que estamos viendo en este estado”, dice abatida.
Cerca de García, se encontraba Cecilia Flores, de 54 años, cuyo hijo de 28 años, Wilians, fue secuestrado en 2019. Cuatro meses más tarde, las autoridades le dijeron que algunas partes del cuerpo habían sido recuperadas en los terrenos baldíos y tranquilos que rodean a un centro de tortura que funcionaba en el Rancho El Mirador. “Encontraron una mano, su torso y su antebrazo. Todavía me falta la otra mano y sus piernas”, explicó desolada Cecilia.
A la tarde siguiente, madres afligidas se reunieron al pie de un monumento que conmemora a los seis soldados adolescentes que murieron defendiendo la capital de México de las tropas estadounidenses a mediados del siglo XIX y cuyo resultado fue la anexión a EEUU de los territorios mexicanos de Alta California, Nuevo México y Texas. El grupo de madres marchó en círculo alrededor del monumento para llorar a las almas perdidas más recientemente. María Guadalupe Ayala, de 47 años, describió la desaparición de su hijo Alfredo, de 25 años, en septiembre de 2019. Cinco meses después, también se encontraron partes de su cuerpo en El Mirador.
“¿Por qué tanta maldad en el mundo?” se preguntó Ayala. Lloraba al recordar lo difícil que fue para ella darle la noticia a su pequeño nieto de tres años, que creía que había sido abandonado por su padre.
Se han hecho grandes fortunas ilícitas con el conflicto de las drogas que desgarró a Jalisco y México. Sin embargo, para los Ayala, y miles de familias como ellos, las consecuencias han sido catastróficas.
“Todas las noches no puedo dormir pensando en lo que le hicieron”, solloza Guadalupe Ayala. “Me voy a dormir y me despierto haciéndome la misma pregunta: ‘¿Cuánto sufriste?’”.
Traducción de Alfredo Grieco y Bavio