Un puntual siglo y medio atrás, el 28 de mayo de 1871, acababan a sangre y fuego en París los 72 días de la Comuna, una experiencia de gobierno popular y de democracia directa que habría de convertirse, aun antes de sufrir una masacre como remate, en referencia global de izquierdas revolucionarias pero también reformistas, de anarquistas y libertarios. Firmada la paz después de la guerra franco-prusiana en la que el Imperio alemán había derrotado al emperador Napoleón III, Francia adoptó la república y celebró elecciones. La comuna nació del desconocimiento de esas elecciones que dieron el poder a una asamblea donde la mayoría de los diputados eran monárquicos, y de la reivindicación de la democracia directa contra la representativa. Fue un impulso donde convergían el repudio ultra republicano, con el laico, el anti-religioso, el socialista, el jacobino, el proletario, el autonomista, el nacionalista que repudiaba el armisticio.
El gobierno republicano electo se replegó a Versalles, París adoptó la bandera roja. Siguió una guerra civil, en la que la ciudad asediada se defendió de un ataque superior en recursos. La derrota no fue seguida de la paz, sino de una represión sin freno, después de juicios sumarios, después de procesos: para la República, la Comuna no era un beligerante, era un conjunto de connacionales delincuentes y sediciosos que había violado la ley, y debían ser castigados. Como el bicentenario de Napoleón, muerto en 1821, el sesquicentenario de la muerte de la Comuna produce incomodidad hoy en Francia, y oficialismos y partidos dejan en claro que ni olvidan ni celebran -a la pleamar de los revisionismos rehabilitadores, ha seguido una bajamar de cancelaciones (o viceversa las alturas y bajuras de las mareas)-.
Entre quienes habían seguido desde el exterior con atención extrema el día a día de la Comuna, sin perderse fuente alguna asequible, nadie contribuyó como Karl Marx en dotar a la Comuna de ricas consecuencias conceptuales para el socialismo, y para toda la constelación progresista. Tan pronto como el 13 de junio La guerra civil en Francia: manifiesto de la Asamblea General de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Un panfleto de 25 páginas, que había empezado a componer en mayo, y que, para mayor efecto, redactó en inglés (Friedrich Engels fue su traductor al alemán). Es posible que sea el texto marxiano más leído, más que el Manifiesto Comunista. Las polémicas nunca ahogaron el entusiasmo global, de las comunas chinas a las peruanas, y de los tupamaros uruguayos a los claveles portugueses.
A partir de esta fuente, dos mitos de una incontestada idoneidad para la movilización ganaron difusión y brillo. La guerra de clases tiene su clímax en la guerra civil: en vez de limitarse a ocupar el lugar de la clase dominante y sustituir su personal, el proletariado ejerce el poder, interpretará Lenin, gracias a que ha sido el agente de destrucción de la maquinaria estatal. En asambleas autorreguladas, el poder obrero se constituye en comunidad emancipatoria libre de dominación, es funcional, establece normas y reconoce derechos que colocan a la igualdad en principio universal y efectivo. La experiencia de la Comuna fue históricamente exitosa, un socialismo realmente existente que comprobó su viabilidad. Su límite fue la ultraviolencia terrorista de un Estado que ante una amenaza de tal peligrosidad (caracterización que no disgusta a las víctimas) en nada reparó e hizo por completo a un lado sus ornamentales principios republicanos recién adquiridos: a la Comuna la mataron de afuera, pero en sus dinamismos internos nada la predestinaba a morir.
En las narrativas del arco histórico chileno que va del ‘estallido social’ de 2019 a la votación de una convención constituyente donde las voces progresistas gozarán de incontestado libre albedrío para componer una Ley auténticamente Fundamental, el demonio de la analogía invita a reparar en avatares de la sucesión temporal de las alternativas extremas de la Comuna. De la guerra civil (tal la primera definición que dio el presidente Sebastián Piñera) a un poder obrero emancipador, que, sin que esto haya sido ni programa explícito ni versión admitida del curso de los acontecimientos, obrará una destrucción de las formas de un Estado y un ordenamiento clasista de los que, en un encuadre normativo prístino, no quedarán ni las ruinas.
Lima entre Versalles y París
El 6 de junio, Perú se someterá a un dispositivo de resolución electoral creado en el mismo país que creó la Comuna, pero es históricamente anterior, y fue legislado a partir de una doctrina política y social contrastante. El ballotage es una institución francesa del II Imperio -un mecanismo ‘bonapartista’, atento a forjar mayorías, y concordias de órdenes y de clases-. En la primera vuelta de las presidenciales peruanas, de casi dos decenas de candidaturas, pocas superaron el 10 por ciento. Las dos que rivalizan para la segunda no guardaron entre sí decisiva distancia en los votos ganados por una y otra en primera vuelta, ni tampoco la guardan en las últimas encuestas para la segunda vuelta, poco más de un punto a favor de Pedro Castillo.
La lejanía ideológica entre una y otra candidatura, sin embargo, quizás sea la mayor de las que podrían haberse conseguido combinando de a dos en dos todas cuantas habían competido en primera vuelta. Las dos tienen un electorado que, a pesar de crecimientos y menguas relativas de una y otra en áreas y sectores, es transversal a la República. De antemano, hay pocas mesas en la que Fuerza Popular o Perú Libre no vayan a ganar ni un voto, ni tampoco muchas donde vayan a ganarlos todos. En la analogía comunaria, la limeña Keiko Fujimori, hija de presidente, tres veces candidata presidencial, es Versalles, la república que hay. Castillo, un maestro serrano, sindicalista, con simpatías y aproximaciones juveniles a Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta cuya derrota afianzó la popularidad (y legitimó ante cierta opinión pública) de Fujimori padre, es París. En cuanto a la relación no hostil con Sendero Luminoso, ¿qué militante de izquierda no las tuvo en la sierra peruana y en los ‘80s? Es un rasgo epocal.
Sendero nada explica de Castillo, aunque ideas y creencias de aquellos años sí disuelvan una anomalía que opositores y medios han señalado sin fatiga, atónitos por lo que veían como una incongruencia redituable pero a la que atribuían más que causas circunstanciales, como el atraso, el provincianismo, el prejuicio, la ignorancia, y, en el límite, el temperamento. Es la dicotomía entre el ultraizquierdismo en cuestiones económicas y sociales y el conservadurismo en materia social, especialmente en todos los puntos tocantes a lo que antes se llamaba ‘moral sexual’: no hay derechos ‘de género’, no hay lugar para agendas percibidas como feministas o lgbt+, no hay derechos reproductivos ni de interrupciones voluntarias del embarazo para este defensor de la familia. Desde luego, todo esto fue morigerándose en su campaña para la segunda vuelta, y no es de ningún modo seguro, que, de ganar, sea la suya una política de reducción de derechos adquiridos o de activa obstrucción de nuevos. Estos ideales de orden social eran los que se atribuía a Sendero.
Muchos relatos de su ocupación de comunidades en la sierra seguían un patrón rutinario: castigaban a los adúlteros, hacían que los matrimonios vivieran bajo el mismo techo, vigilaban que no se cometieran nuevos adulterios, condenaban las desviaciones de la norma heterosexual, disuadían separaciones y divorcios, controlaban las reuniones o festejos comunitarios que podían desembocar en promiscuidades. Como ocurre con el evangelismo, la promoción de estas conductas era un motivo colateral de la aceptación, si no aprobación, de Sendero, o de la idea que se hacían cuatro décadas atrás de su actuación.
Cuando habla sin guía visible de asesores, Castillo imagina escenas de guerra civil ya ganada (en un país que sufrió una terrible, en la que venció el padre de su rival), cuando agita un machete con el que espera a quienes lo insultaron, o anuncia que, al asumir, suprimirá “en el acto” el Tribunal Constitucional, para después erigir una Justicia popular sin referencia a la perimida con responsables que llegarían a sus cargos tras ser los elegidos por el voto mayoritario. O, como su gobierno será el poder obrero, nacionalizará las mineras, para que sean explotadas por los explotados. Menciona nombres de empresas en inglés. Jaime Bayly se pregunta, con más realismo que insidia, si nacionalizará también a las mineras chinas. Y aquí los mitos de la Comuna se reencuentran con lo que los hace tales, tóxicos para la vida política cuando el entusiasmo desatiende una dependencia de condicionantes externos que nada mitiga en su rigor.
Castillo puede ganar las elecciones, pero su presidencia estará severamente condicionada desde un comienzo, en primer lugar por un Congreso unicameral con amplísimas facultades para destituir presidentes, donde su rival tiene base sólida, y una experiencia única en exitoso obstruccionismo del Ejecutivo. No podrá demoler y erigir instituciones por decreto, ni apropiarse de bienes de países a los que Perú suplica vacunas. Puede consolarse de que estas impotencias no dependen de la debilidad de su militancia.
Tampoco el poder del que dispondrá la Convención Constitucional chilena es solamente la coronación de una lucha. Se sustentará en una decisión concordante de poder constituido, el que gane las presidenciales de noviembre, y poder constituyente, el que pronto empezará a sesionar: la nacionalización de las AFP. El régimen de capitalización privado, base del sistema previsional chileno, solventarán a un gobierno y una convención que colocarán al Estado en el centro de la Ley Fundamental. Hijo de italianos, dueño de radio Bío Bío, el abogado y analista político Tomás Mosciatti ofreció esta comparación de magnitudes. El país con mayores ingresos turísticos de la Unión Europea, Italia, ganó en todo 2020 -los números se conocen ahora- un total de 26 mil millones de euros. Es, dice después de hacer el cálculo, menos de lo que los chilenos retiraron de sus fondos de pensión cuando hicieron el primer retiro autorizado, de un 10 por ciento.
AGV