Para cerrar el 2021, un socialdemócrata derrotó a un pinochetista. O, como dice el consenso, la izquierda derrotó a la derecha. El domingo 19 de diciembre fue el balotaje de las elecciones presidenciales chilenas. Gabriel Boric, candidato en primera vuelta de la coalición Apruebo Dignidad (Frente Amplio más Chile Digno, que a su vez incluye al Partido Comunista), favorable al proceso constituyente nacido del estallido social de 2019 y a impulsar un modelo económico alternativo al neoliberalismo, aplastó a su rival José Antonio Kast, en primera vuelta candidato del Frente Social Cristiano (Partido Republicano y Partido Conservador Cristiano), defensor de la constitución del régimen de Pinochet y del modelo económico que sostiene.
De más está decir que tal modelo neoliberal no es exclusivo de las dictaduras, si bien estas extreman su rigidez. Aunque el retorno de la democracia en Chile trajo consigo numerosas reformas constitucionales, se mantuvieron formas jurídicas propicias al ejercicio de poderes privados desregulados, y la estructura productiva y económica no fue alterada en sus bases. Hoy, grosso modo, las objeciones a la constitución pinochetista son de tres tipos: éticas, económicas y políticas. Es decir, en ese orden, objetan a la Constitución de 1980 aún en vigencia su origen ilegítimo en dictadura, sus consecuencias materiales en las condiciones de vida de la población, y las limitaciones que impone a la participación popular.
Como se sabe, el golpe de Estado de 1973 derrocó al gobierno de la Unidad Popular del socialista Salvador Allende. En un contexto de reestructuración de la economía mundial caracterizado por procesos de privatización, mercantilización y financierización, la Junta Militar redujo el gasto público y traspasó funciones (salud, educación, seguridad social) al ámbito privado en aras de la libre iniciativa económica. Estas y otras reformas eran blanqueadas por la asepsia del léxico tecnocrático de aquellos economistas de la escuela de Chicago apodados los ‘Chicago Boys’, sobrenombre burlonamente expropiado por la mítica banda punk de los 80, Pinochet Boys.
La Ley Suprema que Pinochet buscó plebiscitar en 1981 cumplía la función de legitimar el modelo neoliberal y blindarlo jurídicamente
En una centralización del poder adecuada a los intereses de la élite empresarial, los mecanismos institucionales implementados por la Constitución de 1980 antepusieron la protección de la iniciativa privada a los derechos sociales y limitaron con medidas legales la participación política de la oposición. La Ley Suprema cumplía la función de legitimar el modelo neoliberal y blindarlo jurídicamente.
El estallido de octubre de 2019 llevó a casi todos los partidos políticos a acordar un plebiscito para aprobar o rechazar una nueva Constitución, y ganó el ‘apruebo’ con el 78,27% de los votos. Para los sectores progresistas, todo rechazo del tipo de poder ejercido por los grupos hegemónicos de las clases dominantes, que llega a imponer (a veces con fuerza armada), entre otras cosas, Constituciones como la de 1980, es un triunfo de la izquierda. Porque lo que llaman ‘izquierda’ (un uso que han impuesto en el vocabulario corriente) es lo que defiende sus propios valores y aspiraciones: es decir, valores y aspiraciones de las clases dominantes, pero no de sus grupos hegemónicos. Sobre el enfrentamiento con estos grupos descansa la sensación de superioridad moral de los progresistas y su convicción de que representan políticamente a la izquierda (y tanto esa percepción como esa convicción son generalmente sinceras: “No vaya nadie a formarse la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase –escribe Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte–. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede salvarse la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases”).
Se den en Chile o en otra parte del mundo, el peso simbólico que tienen esos triunfos, para un progresismo pequeñoburgués mayoritariamente confundido con la izquierda, sobrecoge a estos sectores progresistas con una emoción comprensible y natural. Tales victorias electorales aparecen ahora favorables a sus propias disputas por el poder, en contra de los grupos hegemónicos, en el interior de las clases dominantes. Por eso, los sectores progresistas latinoamericanos (y globales) gustan de ver en el proceso constituyente chileno la continuación legítima del estallido social de 2019, y hasta la posibilidad de su ‘profundización’. Saludan el triunfo del socialdemócrata sobre el pinochetista como el comienzo del fin de ‘la larga noche neoliberal’. Esta trivialidad, tan característica, hondamente ligada a un compartido narcisismo colectivo, resulta, así, involuntaria pero inconmovible lealtad a sus intereses de clase.
Cuán preferible que Boric, antes que Kast, haya resultado electo presidente, sí. Pero en la revuelta que estalló en el 2019 hay algo anterior y de más largo aliento, que excede la alternancia entre élites progresistas y reaccionarias y sus correspondientes partidos y neopartidos políticos de izquierda y derecha. Hay elementos con una conciencia diferente y más desarrollada, que tienen sus propios referentes y sus propios símbolos, proyectos y debates.
En cambio, como otros jóvenes líderes igualmente idealizados, Boric encarna la izquierda de la pequeña burguesía progresista, que se deleita viéndose reflejada en él hasta físicamente, en su imagen, en sus habitus. Para los luchadores chilenos de la revuelta, el eterno dirigente estudiantil es, por el contrario, un ‘amarillo’ y un ‘neo-Bachelet hipster’. Para los luchadores de la revuelta, el voto por Boric es voto anti-Kast: en modo alguno triunfo de nada que se pueda llamar izquierda. En una confusión habitual (de esas características, que nunca llegan a perjudicarlos en nada), los sectores progresistas de la pequeña burguesía utilizan la imagen del Negro Matapacos para identificarlo con Boric e, indirectamente, con ellos mismos. Relacionar al Matapacos con Boric, repudiado por los presos políticos y los luchadores de la revuelta desde que votó a favor de la Ley Antisaqueos y Antibarricadas como diputado en el 2019, debe ser una de las apropiaciones culturales más paradójicas jamás cometidas. Y una de las más lamentables, el apelar a la imagen de un perrito enemigo de la policía para saludar el ascenso al poder del nuevo administrador de la Policía.
Boric no es el policía malo –el policía malo es Kast–, sino el policía bueno del sistema. No es tampoco el hijo de la revuelta, sino su apaciguador democrático, encargado de limar el filo revolucionario de sus reivindicaciones atenuando los conflictos sociales y negociando con los dueños del país. No creo que los luchadores de la revuelta pierdan de vista la verdadera naturaleza del Estado y de los procesos electorales, ni la necesidad de organización al margen de estos y contra estos.
El resultado de las elecciones es una buena noticia en el sentido de que frena el avance de los grupos hegemónicos de las clases dominantes y da paso a posibles reformas. Estas posibilidades de reforma de modelos política y económicamente tan excluyentes como el descrito aquí no solo favorecen a la pequeña burguesía progresista que las celebra (aunque a ella la favorecen mucho más), sino que suelen, por lo general (‘si es capitalismo, al menos que sea con rostro humano’), traer consigo ciertos alivios concretos para los trabajadores. Es lo que cabe esperar de estos sectores, de sus partidos políticos y de sus representantes: un respiro, que nunca viene mal. Ahora bien, desde luego, esa no es nuestra izquierda.
MA