Heredé de mi madre, en vida, una caja de fotos. Son imágenes blanco y negro de personas que no conozco, polacas en su mayoría, por algunas referencias escritas en polaco o en idish, de las que apenas logro descifrar una fecha, un lugar, un estudio de fotografía. Entre todas esas fotos, una sola tiene nombre en el dorso: Elka Barbanel, Ostrow, 1928. Es una mujer joven, de cabello que se adivina castaño y lleva un collar de perlas de tres vueltas. Su imagen se repite, como se repite la de una chica que no es mi abuela, pero se le parece tanto.
Tal vez, esa chica sea la hermana, esa hermana tan querida, hija de su padre y de la segunda mujer que, además, era hermana de mi bisabuela. Para que se entienda: mi bisabuelo quedó viudo y la hermana de mi bisabuela también. Entonces, cuñada y cuñado se casaron. Ella ya tenía dos hijos varones. Juntos, tuvieron a la hermana de mi abuela. Mi bisabuelo era un hombre muy religioso, de barba larga y lector de la Torá. Un referente en la comunidad judía del pueblo.
Esa hermana también era muy religiosa. Por eso, dice la historia familiar, no quiso (o no pudo) emigrar a la Argentina junto con mi abuela, que era militante comunista y tenía otras ideas de la vida y del mundo, antes de que Hitler invadiera Polonia. El destino de esa hermana, como la del resto de la familia que tampoco emigró, fue la reclusión en un campo de concentración. La mataron, dicen, en la cámara de gas. Ese cuerpo no está, por lo tanto, puede ser que forme parte del más de un millón de personas desaparecidas, entre los seis millones de víctimas del Holocausto.
Leí que la culpa de sobreviviente se hereda. Como esas fotos blanco y negro, herencia en vida de mi madre y que ella también recibió como legado.
Y como legado, hoy, lunes 7 de marzo, en vísperas del 8M, en el Museo del Holocausto, se inaugura la exhibición #Mujeresresistentes, que cuenta, con fotos y textos, 15 historias de mujeres que muestran tres de las formas que adoptó la resistencia: la oposición a las políticas del régimen nazi, la lucha armada en contextos de extrema vulnerabilidad y la decisión de rescatar y esconder a personas judías perseguidas. La realización general estuvo a cargo de la coordinadora ejecutiva de educación del Museo, Eliana Hamra, y de la responsable de comunicación y prensa Brenda Ficher. Se podrá visitar de lunes a jueves de 11 a 18 hasta el 5 de mayo de 2022, en Montevideo 919 (CABA).
Dos de esas mujeres resistentes recalaron en Argentina, tras una itinerancia de exilios y campos de concentración. Ellas fueron la alemana Irene Spanier y la ucraniana Elsa Rozin, quienes, todavía en Europa, salvaron las vidas de niños huérfanos de guerra, como también lo hizo la chilena María Edwards Mc Clure, quien había migrado a Francia.
Otras, polacas, como la líder y fundadora de la Liga Judía de Combate en Varsovia, Zivia Lubetkin, quien en 1967 estuvo en la Argentina; o Roza Robota, quien en Auschwitz organizó un grupo de mujeres que contrabandeaban pólvora para la resistencia y fue asesinada en 1945, así como tampoco sobrevivió la húngara Jana Zenes, quien formó parte del grupo clandestino de paracaidistas de la resistencia de su país; griegas, como Sara Fortis, quien reclutó mujeres partisanas para la lucha; alemanas, como Emilie Schindler, quien con su marido Oskar salvaron a prisioneros judíos (la famosa Lista de Schindler, que devino película); la brasileña Aracy Carvalho, que desde el consulado de Brasil en Hamburgo ayudó a salir de Alemania a numerosos judíos y luego se casó con el escritor João Guimarães Rosa.
Ellas y las otras fueron mujeres valientes que supieron actuar y tramar estrategias en condiciones de peligro extremo. Dan por tierra la idea de que las mujeres en las guerras, y salvo raras excepciones, “solo” se ocupaban de tareas domésticas y de cuidado o eran enfermeras, tareas también mayores.
En la presentación de la muestra para la prensa, Marcia Rosner, hija de Elsa Rozin, contó las peripecias y sufrimientos de su madre en la salvación de niños huérfanos, su paso por campos de concentración, su salvación gracias a que un teniente se había enamorado de ella, y su exilio, destacó su fuerza vital y su carácter alegre, y dijo que mujeres como su madre lucharon contra “lo que el régimen esperaba de ellas: que fueran desaparecidas”.
Mi abuela ya había padecido, de niña, la Primera Guerra en Polonia. Ella y mi abuelo eligieron (o pudieron, y la militancia política jugó un rol en el esclarecimiento) salvarse viajando a la Argentina. Mi abuela nunca se perdonó no haber podido hacer lo que, de todos modos, no habría podido: salvar a su hermana, llevársela con ella. En Buenos Aires, siguió militando en el Partido Comunista, por la paz y haciendo donaciones a instituciones judías para ayudar a víctimas de guerra. Hasta que mi abuelo tuvo miedo y le prohibió seguir militando. Ese, acaso, fue un punto de inflexión en la vida de mi abuela. Porque ella, que también era una mujer alegre y vital, empezó a recluirse en su cuarto por temporadas en las que nadie podía verla, salvo mi abuelo.
Sobrevivir fue su resistencia. El exilio, su salvación y su castigo. La culpa, su karma. Como las de tantas otras víctimas del Holocausto, porque los sobrevivientes también lo fueron.
Se llamaba Jane, mi abuela, como se pronuncia, fonético, en castellano (y no el Jane del inglés). Elka pudo haber sido su tía, que luego también fue su madre, porque Barbanel era el apellido materno de mi abuela. De la hermana (que también era su prima) no sé el nombre: no es fácil llevar a mi madre a ese tiempo y ese espacio. Menos ahora, cuando viejas heridas de guerra se reabren en Europa del Este, en Ucrania, país de origen de Elsa Rozin y vecino a Polonia, de donde mi tía abuela no pudo (o no quiso, o no la dejaron) migrar, ni su madre. Donde ocurrió lo que el régimen esperaba de ellas: que fueran desaparecidas.
GS