YO, LIBERTARIO

Abuelitas furiosas

0

En la última Feria del Libro Usado compré El arrancacorazones, de Boris Vian, un viejo ejemplar impreso en 1979 por Ediciones de la Flor. Una de las escenas de esa novela fantástica que transcurre en una aldea llena de gente brutal e ignorante describe una Feria de los Viejos en la que venden y rematan personas ancianas y decrépitas para ser abusadas sexualmente, o golpeadas y ridiculizadas por niños crueles. Esas páginas me recordaron a una amiga que pasó la vida luchando contra la gerontofobia, el edadismo y la discriminación en todas sus variantes.

Inger Kronseth nació en Dinamarca en 1922 y desde los 17 años fue parte de la resistencia a la ocupación alemana que comenzó en 1940, ayudando a judíos a huir en botes de pescadores, una vía de escape que luego le serviría a ella misma para salvar su vida. Su hermano mayor era un clandestino buscado por la Gestapo. Y lo hallaron, porque vigilaban a la familia, un día en que el padre se citó con su hijo en un lugar público. Intentaron detener al partisano, este se resistió con una pistola y lo mataron ahí mismo a tiros. El padre se derrumbó ante la escena y tras el desmayo se descubrió que tenía un soplo en el corazón: hundido en la tristeza y la locura murió unos meses más tarde. Inger tuvo que escapar a Suecia de noche, oculta en un bote de pescadores, sin asomar la cabeza para que no la vieran. 

En el exilio sueco conoció a otro refugiado danés y seis meses después de casarse pudieron regresar a su país para el día de la liberación, el 6 de mayo de 1945. Bajaron del barco en Copenhague en medio de los festejos por el fin de la guerra. La gente bailaba en las calles. En un momento, marido y mujer fueron separados por el río de cuerpos que fluía hacia el centro y un francotirador oculto en alguna azotea –un nazi danés– disparó sobre la multitud. La bala alcanzó a su marido, tal vez el último muerto de la ocupación alemana en Dinamarca.

Viuda antes de los veintitrés años, Inger vivió toda su vida atravesada por muertes violentas. En la posguerra trabajó como periodista, fue corresponsal para diarios daneses en París, Londres y Bonn, hasta que emigró a Canadá en 1956: allí se casó con un minero que también murió trágicamente tres años más tarde. Al parecer se disparó a sí mismo por descuido con una carabina. Algunos creen que fue suicidio, pero según Inger él estaba limpiando su arma, la apoyó con el cañón cerca de su propia cara y ahí se disparó sin querer. Se voló los sesos. Un accidente extraño. A veces pasa.

Viuda por segunda vez, y con una hija pequeña, Inger trabajó como maestra en la región de las montañas Kootenays, provincia de Columbia Británica. Allí creció su hija Karen, que antes de haber cumplido veinte años quedó prematuramente embarazada y dio a luz a una niña en 1978. Un año después, la joven se propuso viajar a México dejando a su hijita al cuidado de la abuela. Karen tomó un avión de Western Airlines que salió de Los Angeles y se estrelló en el aeropuerto del DF: allí terminó siendo una de las 72 víctimas fatales de ese accidente de 1979. 

Ya jubilada como docente, sin hija y con una nieta, Inger se retiró a los bosques, en busca de una comunidad que pudiera ayudarla a criar esa niña llamada Tamar. Encontró su lugar y se hizo construir una cabaña de madera mínima, de un ambiente, que ayudamos a edificar entre todos. También compartimos la crianza de la niña entre varias parejas y personas solteras de esa comuna-familia extendida. Allí, entre el trabajo del huerto comunitario y otras tareas de la vida rural, Tamar creció hasta volverse una adolescente altísima, brillante, hermosa y lúcida. Además de inglés, aprendió a hablar español, francés, danés. Y de pronto, a los 17 años, volviendo de una fiesta con otros dos amigos, el auto en el que iban de madrugada por un camino de cornisa se desbarrancó por motivos que se desconocen –cansancio, distracción, alcohol, lo que fuese–, y Tamar terminó su vida en el fondo del barranco, a orillas de un lago paradisíaco.  

Padre, hermano, dos maridos, hija y nieta: demasiadas muertes para soportar. Pero Inger tenía una notable fortaleza interior, un sentido del humor a toda prueba y jamás se autocompadecía. Dejó de vivir en su cabaña del bosque, se instaló en la ciudad de Victoria y comenzó a activar dentro del grupo llamado Raging Grannies: Abuelitas Furiosas. Blancas, de clase media y más de sesenta años, algunas de ellas antropólogas, artistas, escritoras, intervinieron con teatro callejero en manifestaciones contra las naves estadounidenses que maniobraban cerca de la isla de Vancouver, las armas nucleares, la contaminación, las compañías forestales que talaban bosques, el sexismo, el racismo y la discriminación a todas las personas, sobre todo a las mayores.

Iniciado en Victoria en 1987, el ejemplo de las Abuelitas se extendió rápidamente por todo Canadá. Con sombreros y largas faldas como las primeras sufragistas del siglo XIX pero de ropas coloridas, guirnaldas con flores y adornos en el cabello, marcharon, escribieron y cantaron canciones satíricas en oficinas gubernamentales y bases militares, siendo expulsadas de muchos lugares y en algunos casos, detenidas. La propia Inger fue arrestada por lo menos dos veces. Ella era de esas activistas que se abrazaban a los árboles para impedir el trabajo de las motosierras o se sentaban en las rutas para que no pasaran los camiones que transportaban troncos. De las que iban a todas las reuniones, firmaban todos los manifiestos y solicitadas. Pero nunca bajaba línea, no discutía, no molestaba tratando de convencer a nadie. De temperamento alegre, sólo hablaba de sus cicatrices si alguien le preguntaba. Su furia la dirigía solamente contra el desprecio a los más débiles. 

Si el nazi fascismo se basa en creer que hay personas inferiores, sobrantes, que deben ser sojuzgadas o eliminadas, podría decirse que Inger Kronseth siguió en la resistencia antinazi hasta que se despidió de esta vida a los noventa y cinco años, un 27 de septiembre de 2017.