Opinión

El adiós de Merkel y su opinión sobre Cristina

Berlín —

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Me volví a Argentina, tras seis años de vivir en Alemania, cuando Angela Merkel acababa de asumir, en 2005, y ahora estoy viviendo otra vez acá, justo cuando se va. Después de 16 años, la transformación más impactante que noté fue que Alemania pasó de estar llena de inmigrantes, aunque no se consideraba un país de inmigración, a tener aún más inmigrantes, y finalmente entender que sí es un país de inmigración.

A Merkel no le debe haber sido fácil admitirlo. Hay una anécdota que lo grafica bien. Me la contó uno de los que diagramó el Museo Judío de Berlín. Al final del recorrido se podía hacer una pequeña encuesta en una computadora. Una de las preguntas era si Alemania constituía o no un Einwanderungsland o país de inmigración. Cuando Merkel visitó el museo e hizo la encuesta la computadora andaba mal y tuvo que apretar varias veces el botón de no. Se negaba a alejarse hasta que su respuesta quedara grabada. 

Diez años más tarde quedó televisado lo que tal vez fue un momento de quiebre de aquellas convicciones. Durante un diálogo en una escuela para chicos con capacidades diferentes, una chica de quince años le cuenta –en perfecto alemán– el drama que vive su familia por no contar con residencia definitiva tras cuatro años en el país. Merkel le explica que están tratando de acelerar esos procesos, para que gente tan integrada como ella no tenga que esperar tanto una posible expulsión. A la vez, le advierte que Alemania no puede dejar entrar a todos. “La política es a veces un poco dura. Vos sos una persona muy simpática, pero en los campos de refugiados palestinos hay miles de personas, y si les decimos a todas que pueden venir, no vamos a lograrlo”. Al rato, la chica se pone a llorar y Merkel interrumpe lo que está diciendo para, tras un momento de duda,  acercarse a consolarla. “No tenés que estar triste, expusiste muy bien tu problema”.

Pocos meses más tarde, en una decisión tan sorpresiva como cuando impulsó el cierre de los reactores tras el accidente nuclear en Fukushima, consecuencia del terremoto en 2011, Merkel abrió las fronteras de Alemania a los refugiados sirios. El gesto le devolvió hacia afuera las facciones humanas que había perdido con su intransigencia durante la crisis griega. Hacia adentro, lo justificó con una frase que pasó a la historia, también por su ambigüedad: “Lo vamos a lograr”. 

La primera persona del plural apeló a muchos. Sé de un antiguo profesor de historia del arte de mi colegio que volvió de su retiro para darle clase de alemán a los refugiados que fueron alojados en su pequeño pueblo de Hessen. Mi ex profesor del Pestalozzi no es la regla. A las personas con trasfondo migratorio, como parece que hay que llamarlas ahora, las siguen mirando mal, y tratando peor, muchas personas con trasfondo nazi, como habría que llamar entonces a todos los alemanes cuyos padres nacieron acá. A pesar de que la generación de los hijos de inmigrantes ya se encuentra bastante integrada, como se aprecia en la Bundesliga, llena de jóvenes sin trasfondo nazi que hablan alemán como Beckenbauer, la hostilidad contra los ajenos no ha dejado ni por un momento de ser un problema grave. Se percibe incluso a nivel institucional. 

A las personas con trasfondo migratorio, como parece que hay que llamarlas ahora, las siguen mirando mal, y tratando peor, muchas personas con trasfondo nazi, como habría que llamar entonces a todos los alemanes cuyos padres nacieron acá.

Al llegar a fines del año pasado a la ciudad de Mülheim an der Ruhr, tuve que registrarme en la oficina para extranjeros, a pesar de que tengo la nacionalidad alemana, por estar casado con una mujer que no es alemana. El edificio respectivo, donde todos los días se forman largas colas de migrantes con problemas de papeles, alberga una oficina municipal más, una sola: la de veterinaria. Es un lugar común atribuir a la apertura de fronteras el crecimiento del partido neonazi Alternativa para Alemania. Entre los democristianos, de todos modos, siempre desconfiaron del conservadurismo de Merkel, ya por el hecho de haberse criado en Alemania del este. Sus eternos aliados de la Unión Social Cristiana de Baviera, el partido que gobierna esa provincia desde la vuelta de las elecciones tras la guerra, tuvieron que ver perder a su presidente contra Gerhard Schröder antes de cederle la candidatura a una mujer. 

Durante la pandemia pasaron otras cosas, como el increíble atraso en comprar vacunas que ellos mismos desarrollaron, o la estafa de una empresa de servicios financieros a un Estado inoperante, cuando no cómplice. Pero la derrota que anuncian las encuestas para este domingo se atribuye en buena medida a que la derecha cedió el usufructo de la xenofobia. 

Creer por esto que Merkel se hizo de izquierda sería absurdo. Ahora que el candidato de su partido, a quien visiblemente no tolera, está por perder las elecciones contra Olaf Scholz, su vice y ministro de Finanzas socialdemócrata, Merkel salió a hacer campaña en contra del fantasma más temido: el giro a la izquierda. Es que, si Scholz realmente quiere evitar el confort de otra gran coalición, como promete, no le alcanzará con aliarse a los Verdes (que por unas semanas figuraron incluso como primera fuerza), y tendrá que hacerlo con los liberales (que se muestran reacios) o con la izquierda (que se muestra muy entusiasta). 

La sola posibilidad de que el partido de la antigua RDA pueda ser parte de una coalición de gobierno se convirtió en el eje de campaña del oficialismo, con Merkel a la cabeza repitiendo el mantra: nosotros, o el comunismo. Como me explicó por mail la filósofa Bettina Stangneth, el odio contra “los rojos” es la única herencia nacionalsocialista a la que los alemanes pueden entregarse plenamente sin temor a sufrir perjuicios. 

Nunca sabremos si, de haberse presentado otra vez con Merkel, su partido estaría ahora liderando las encuestas. En todo caso, se va con una alta imagen positiva. Hasta los que nunca la votaron un poco la van a extrañar, sobre todo si no vuelve a formarse una gran coalición como las que supo encabezar ella, que le dieron al país una estabilidad impresionante, aunque a costa de un estancamiento calamitoso en cuestiones como acceso a la tecnología o reducción de la brecha social. No por nada sus dos posibles sucesores son en muchos aspectos un calco masculino de sus modos sosegados, abiertos a la calidez y al sentido del humor solo si la situación lo permite o requiere. Las manos formando un triángulo ante el invariable saco de botones sobredimensionados pasará a la historia como símbolo de ese muy pensado equilibrio emocional. 

Una periodista argentina que vive en Alemania me contó que, en 2010, cuando Argentina fue el país invitado de la Feria del Libro de Frankfurt, le preguntó a Merkel off the record qué le había parecido Cristina. “Efervescente –le contestó Merkel–. No es una buena cualidad para hacer política”.

AM