Tengo esa desesperación silenciosa que deben tener los soldados que están atravesando una selva oscura. Cualquier movimiento puede traer toda la atención del enemigo sobre uno. Pisás el palito y volás por el aire. Por un impedimento judicial no puedo ver a mis seres más queridos desde hace ya más de ocho meses. No los veo crecer, me duermo en sus camas, me despido de ellos por las noches en voz alta como si estuvieran en la pieza de al lado –una pieza que se ha convertido en la Fortaleza de la Soledad-. No lo puedo entender.
El sistema judicial es una rueda burocrática letal. Va a terminar matándome. Frente a mi manifiesta mortalidad, la inmortalidad de la Justicia retórica.
De manera que ya no estoy en los lugares donde me gustaba estar: en la vereda del sol del colegio, junto a otros padres, esperándolos. Paso por las plazas donde estuvimos, los restoranes donde comimos juntos: supongo que me tendría que ir a Alaska, cambiar de nombre, de ropa, convertirme en alguien salvaje, para ver si de esa manera algunos animales salvajes se acercan a observarme.
Hay mucho dolor en el mundo y está mal distribuido. Uno puede escribir sobre el dolor, pero otra cosa es sentir el dolor. Ver cómo avanza como un ejército metafísico sobre las cosas cotidianas. Me sometí a todas las pericias que la Justicia me pidió para poder sacar mi carnet de padre. No existe la presunción de inocencia. No es suficiente. Ahora estoy enfermo. Perdí las defensas momentáneas porque no se puede estar tanto tiempo sin ver a las personas que amás, es un duelo imposible de transitar.
Los griegos consideraban que el destierro era una pena superior a la pena de muerte. Estoy de acuerdo. Alguien hizo un ostracón con mi nombre y me sacó de la vida de mis seres amados. ¿Cómo puedo sacar algo bueno de todo esto? Eso me pregunto cuando me levanto y camino descalzo por la casa donde ellos no están hace ya mucho. Un chisme corre rapidísimo, los chicos crecen aún más rápido y uno pierde esa velocidad para poder captarlos en su crecimiento. Es algo que ya perdí. Tengo que practicar, como Elizabeth Bishop, el arte de perder.
Los chicos no tienen voz. Nadie los quiere escuchar. Son víctimas de un entramado judicial. Hace poco unos peritos que me entrevistaron me preguntaban cómo me imaginaba la revinculación. Les dije que me imaginaba llorando sin parar al verlos después de tanto tiempo. Y que, después, les iba a preguntar qué habían estado haciendo, qué querían hacer. Ya que hasta ahora se les prohibió tener opinión, me gustaría que pudieran hablar, hablar.
Salgo a la calle y toda la gente aplaude porque saben que los perdí, como si estuviera en la playa o en un parque.
A veces fantaseo con ir hasta unas cuadras del colegio y verlos desde lejos, tendría que tener una vista de águila. O llamar al colegio y poder hablarles, pero tengo prohibido todo contacto -aunque nadie hasta ahora haya leído la causa para saber qué es verdad y qué es mentira-. Es impresionante cómo alguien con determinación y abogados inescrupulosos puede borrarte de la vida de tus seres queridos. Es como si tuvieran un super poder.
Éste es el arte de perder: las madrugadas en que me levantaba muy temprano para prepararles la vianda y la ropa para llevarlos al colegio, las tardes juntos hablando de tal o cual película que acabábamos de ver, estar tirado en su cuarto entre sus camas mientras ellos se dormían cantándoles una canción, los días de tormenta en que estaban conmigo, los días de tormenta en los que no estaban conmigo. Pierdo algo cada día, lo practico por obligación. Cada vez más rápido. Pierdo más y más. No perdí una empresa, ni un auto ni el camino en medio de un bosque, no perdí la oportunidad de tener un trabajo, una casa: son todas cosas que no me interesan para nada.
La ropa -sus piyamas que atesoro en su cuarto- está perdiendo su olor, ese hilo pequeño se va haciendo delgado, dentro de poco van a estar sólo en mi memoria.
FC