Decía un amigo: hay que mojar al gato para ver qué tamaño tiene. La metáfora es rústica, puede ir directo al equívoco pavote (¿hablamos de Macri?), pero dice eso que a veces necesitamos: pasar en limpio, recuperar las dimensiones, sacudir la hojarasca. Mojemos a ver qué sale.
La política argentina tiene hace años una división clara: de un lado los que creen que la economía (el capitalismo) produce los males, del otro lado los que creen que la política (el peronismo) produce los males. Así, con mil variaciones –más rígidas, más plásticas–, y hasta el infinito. Pero en el medio, la vida con su mar de grises. El día a día, ese monstruo. La distancia, por ejemplo, entre lo que discuten Larreta, Kicillof y Alberto Fernández en una mesa de decisiones y los imaginarios que sostienen el poder de esos tres. Esa distancia puede ser vista más allá de los “abismos” ideológicos: si cualquiera de nosotros fisgonea una conversación entre ministros nacionales, porteños y bonaerenses notará que discuten cosas sensatas, horarios, costos, beneficios, ventajas, soluciones… Que hay un grado cero una vez que la conversación alcanza su altura de crucero. Pero es año electoral.
La gestión te pone realista. Por eso el deporte argentino: posponer (los millennials dirán “procrastinar”). “Te llamo sin falta la semana que viene”. Armamos la mesa contra el hambre. Una foto, dos fotos, tres fotos… ya se aburrió Tinelli. “La pasamos para la otra semana”. Cuando Perón dijo lo que dijo sobre las “comisiones” había en ese apunte, también, una conmiseración final sobre de qué está hecha la política. Dios inventó el espacio, los hombres el tiempo. Estiremos, vemos. Vamos viendo. Estoy llegando. Un consultor muy cercano al kirchnerismo me decía: “¿Hay alguna forma de resolver los problemas judiciales del kirchnerismo? No. Hay que administrar el tiempo”. Gobernar: patear la pelota para adelante.
Pero la pandemia trastoca todos los tiempos. El de esperar, también. El relanzamiento de la cuarentena salió así: del power trío a tres solistas. Alberto con virus y aislado. Larreta y Axel con sus propias conferencias el día después. Los tres solos. Si hubiera un ranking no debe haber político más incómodo que Larreta. Asediado por Macri que “se compró un canal”, publicó un libro y hace pesar la condición de dueño de la marca, y por los números que la ponen arriba de todo a Patricia Bullrich. Todo puede tener anabólicos pero no son números inverosímiles. Y de fondo lo que está de fondo pero se impone: la crisis. La imposibilidad de volver a meter la pasta en el pomo de una economía tan desigual e informal, de los que salen a ganarse el mango. El tiempo de los que no tienen tiempo.
La televisión política me obsesiona. El canal “La Nación Más”, más. Últimamente su programación es eso que pasa entre pase y pase. El jugo “editorial” está ahí. Cuando termina el pase de Johnny Viale con Eduardo Feinman empieza el de Viale con Alfredo Leuco. Y así. Pases en cadena. Me detengo un momento en Claudio Zin. El hombre lleva años “ahí”, como divulgador. Fue ministro de Scioli en la provincia dos años que duran cinco minutos, cuando asumió en diciembre de 2007. Traigo a colación un recuerdo contado por un protagonista. Una reunión del COFESA (Consejo Federal de Salud) en el arranque de aquellos gobiernos (el primero de Cristina, el primero de Scioli en la provincia) convocados por la ministra de Salud de la Nación… Graciela Ocaña. Y estaban todos los ministros de las demás provincias. Curtido en las lides de la edad dorada de radio Diez (los años de Daniel Hadad), Zin arrancó la reunión contando una anécdota larguísima. Porque el tiempo será tirano en la televisión pero no en los pasillos de un ministerio. Entre los presentes había una mujer sin medias tintas. La conocemos. Sandra Mendoza (ex mujer de Capitanich), que desde 2007 era ministra de salud de Chaco. Que empezó a impacientarse con “los lujos de detalles”. Al cabo de un rato, al novato ministro la chaqueña lo paró en seco: “disculpame, no vinimos a escucharte a vos, podés terminar la anécdota”. El aire se cortaba con una gillete en el salón del edificio de 9 de Julio y Moreno. La anécdota se terminó y un rato después se terminó la carrera política de Zin. Pero ahí está, todas las tardes, explicando en vivo que la política es sencilla, que “hay que ocuparse”, que “hay que leer los diarios y tomar decisiones, ¡viejo!”.
La salud no es un negocio: es una serie
Es la hora de los médicos. La televisión yanqui tiene ahí una, llamémosle, “tradición”. De Chicago Hope a ER Emergencias (George Clooney como el médico de médicos), de Grey´s Anatomy a Doctor House. Las hay más “sociales”, más “románticas”, más “de misterio” pero en todas hay un meter el dedo en el quilombo americano mayúsculo: la salud. New Amsterdam. Aniquilable por donde la mires. De “lo más visto” por la audiencia argentina, vi su autopsia en twitter. La serie quedó peinada por la época: salud, identidades, la utopía comunitaria. Si hay una isla donde hacer un Lost para los televidentes de 2021 es adentro de un hospital. Y la serie se pone al hombro esta tematización pomposa: la discusión de la salud pública, del Estado, de los derechos universales, del límite entre salud y negocio.
New Amsterdam es la vida del hospital público más antiguo de Nueva York en un formato calculadísimo como una publicidad y como una contracara excepcional de lo que vimos a través de los ojos de Michael Moore: el injusto sistema de salud de los Estados Unidos. Simple: privatizar la posibilidad de que te salven la vida. A Obama le salió carísimo el Obamacare. Allá llaman comunismo a demasiadas cosas. Pero en New Amsterdam se atiende a todos los hombres y mujeres que lo pisan. No hay barbijos (se estrenó en septiembre de 2018), pero prologa el COVID. Incluso el cirujano afroamericano, un Jordan de las operaciones, capaz de operarte con un cuchillo y tenedor plástico si no hay luz, se llama Floyd, lo recordamos, el nombre de otro afroamericano que el año pasado murió ahorcado por un policía blanco. Salvo ese detalle (que no existía el COVID), todo es COVID en New Amsterdam: el día a día de un hospital público donde las atenciones especializadas (oncólogos, psiquiatras, cirujanos) se cruzan porque en cada paciente parece haber un misterio a develar: ¿qué nos estás queriendo decir con el cuerpo? Dr. House era la partida de ajedrez entre la medicina y la biología de un cuerpo del que se sabe menos, acá, sin esa genialidad de policial, el resorte narrativo es la puerta de la sala de emergencias que se abre con violencia cuando traen en la camilla a un paciente y se escuchan los gritos del paramédico que dice “se desmayó en el parque”, “tuvo una sobredosis”, “saltó de un sexto piso” o “tiene una bala en el cuello”. La serie no pierde pisada en la “agenda”: la violencia policial contra los afroamericanos, la vida de los homeless, la sobreexplotación de los latinos, los ancianos abandonados, los adictos y sus bebés con síndromes de abstinencia, la depresión de los veteranos de guerra, y así, caso a caso, completa su 360. El elenco parece salido de las políticas de identidad de la ONU: están todos. ¿Cómo sería el mundo con la “dosis justa” de diversidades? Y aún así: que levante la mano el que no se le humedecieron los ojos con alguna historia. Tiene algo en esa híper sensibilidad (donde hasta los enfermeros parecen antropólogos), que recuerda un sketch alucinante y olvidado: el de la comisaría de Chachachá. Un genial Casero recibía a un reo (Capusotto haciendo de “La Garza”) con una mano en el hombro y le decía: “hola, estás en una comisaría”. Años noventa. Policías con la piel de niños exploradores. Lo que no tiene la serie –su falla tectónica– es justamente eso: humor. Te cuenta y te mete adentro absolutamente todo pero no se puede incluir a sí misma. Le falta esa gracia, ese cabito. Nunca nunca te cagás de risa.
En New Amsterdam el protagonista es el nuevo director del hospital, un tal Max Goodwin interpretado por Ryan Eggold, que ya metió veinticinco hits en las escuelas de coach empresarial acerca de cómo se dirige una empresa bajo una premisa que ya se dijo millones de veces antes: es-cu-char. “¿Cómo puedo ayudarte?”, repite y repite y deambula como en un timbreo por el hospital. Parece la frase corporativa hecha para no resolver nada y, a la vez, nada de lo humano le es ajeno. La revolución que produjo en New Amsterdam tiene un detalle más “intragable”: impuso que no se pueda despedir a nadie. Nadie sobra, aunque sea inútil. Nadie sobra, aunque le cueste la relación con el decano, que lo llama “socialista”. Se reconoce el derecho al trabajo junto a la exigencia de ser eficiente. Y frente a todos, incluso frente a los que viven de un trabajo que ya no sirve (que la tecnología volvió obsoleto) irrumpe un discurso colaborativo que diluye la apariencia de las jerarquías: el director siempre está vestido como enfermero, llega corriendo al trabajo, toma café con los latinos que pasan el lampazo y odia las reuniones de Junta en las que tiene que ablandar el corazón de los multimillonarios que donan a cambio de un placer frío (asegurarse una rigurosa administración de esos recursos). ¿Algo más? Algo más: el director también es paciente, porque padece un cáncer en la garganta. ¿Algo más? Sí: su hermana murió en ese hospital. Max Goodwin completó el árbol, y uno ya piensa que en el fondo más que un héroe es un psicópata. Quizás lo es. El presupuesto como todo presupuesto no es de goma, pero nunca parece un problema del todo: cuando junta a decenas de trabajadores ociosos les propone abrir otro hospital, que sean la planta de una nueva sede que descentralice aún más la atención. Es tal la magnitud del mensaje de bondad donde nadie será abandonado, donde los médicos caminan en la nieve buscando pacientes, donde todos tienen un lugar, donde todos le importan a alguien, es tal ese colmo en el que todos serán curados, escuchados, comprendidos, acariciados… que finalmente es novedoso. Un discurso de puro bien. ¿Cogen? Poco y nada. ¡El bien no tiene erotismo! Y todo gira alrededor de los derechos de los pacientes, que son los que tienen la última palabra. Ya lo dijo el siglo XX: los buenos son mártires. La bondad insoportable.
Iggy, un psiquiatra gay, casado y con una hija adoptada de origen asiático. Iggy nunca no está entrecerrando los ojos para ver y oír el corazón de las personas. Ya sea la niña abandonada que golpea la pared, ya sea el niño adicto a redes sociales que pide que le cambien su sexualidad, ya sea el oftalmólogo hindú que lucha por revincularse con su hijo adicto que se cruza en un ascensor. No importa. Siempre dispuesto a hacer la pregunta justa que rompa el dique, que baje las defensas, que nombre la escena temida. No hay más amor porque cada capítulo dura 45 minutos. Pero nadie en la serie no es un caso, una víctima, una identidad que debe ser representada, un derecho de tercera generación que deba ser atendido, una singularidad fosforescente, una luciérnaga en el campo. Todos, hasta los médicos, son, antes que nada, víctimas. Tipos ideales de dolor, con madres alcohólicas, con padres abusivos, con hijos adictos, con la condición de homosexuales negados por la autoridad familiar. No hay una sola vida gris, monótona, sin sobresaltos, no hay un empleado de una compañía de seguros que va del trabajo a casa y de casa al trabajo. Nadie quiere cambiar el auto, todos quieren cambiar el mundo. Un homeless va por rutina al hospital porque… claro, siempre tendrá una razón. Pero ahí se siente bien porque lo escuchan, lo atienden. Nuestro Max calcula: nos sale millones de dólares al año. ¿Solución? El hospital le compra un departamento. Detrás de las grandes palabras nos recuerda Hannah Arendt –sociedad, política, ámbito público– hay personas de carne y hueso. En New Amsterdam es un mandamiento.
Hace pocos días Martín Prieto en esta grandísima nota sobre ciudades nos trajo un poema de Gonzalo Millán: “Los muertos salen de sus tumbas./ Los aviones vuelan hacia atrás./ Los ”rockets“ suben hacia los aviones./ Allende dispara./ Las llamas se apagan./ Se saca el casco. / La Moneda se reconstituye íntegra./ Su cráneo se recompone./Sale a un balcón./ Allende retrocede hasta Tomas Moro./ Los detenidos salen de espalda de los estadios”. New Amsterdam es una historia hacia atrás donde lo que el hospital reconstruye es la vuelta del pueblo americano a sus “valores”. New Amsterdam, viejo hospital, nueva utopía post Trump: recibe a todos los náufragos en la orilla. Make America great again. Imaginemos: el soldado vuelve de la guerra pero la guerra ya no existe, la bala del cuello del afroamericano vuelve al caño del policía que la dispara y el palo de madera del garrote vuelve a la madera del árbol que el hacha no cortará. Retrocede la cinta: un capitalismo holístico de manos en el hombro, de acompañantes terapéuticos, de lecciones de abuelos en charlas alrededor del fuego. En el fondo, somos una tribu.
Volver a Netflix. Segunda ola. A este tren bala y su cartel (“no haremos falta”), le opondremos “lo mejor de nosotros”: identidades, infancias traumadas, causas heroicas. Sensibles del mundo, uníos. Pasó un año. ¿Qué aprendimos? Va a cumplir un año también esto que escribió Alejandro Galliano en un repaso sobre la Filosofía sin sujeto desatada por el COVID: “La pandemia será combatida en los laboratorios, en los hospitales y en cada hogar. Pero al final de la jornada querremos entenderla para saber cómo seguir. Y eso solo podrá decirlo un pensamiento nuevo, capaz de reamigar de alguna manera al lenguaje con las cosas que nos rodean y que se están rebelando”. “El largo y extraño viaje del simio desnudo”, dijo Bob Dylan en 2020 sobre el fin de la raza humana. Dylan mirará el final desde los techos de su casa en Malibú, desde su fortaleza con decorados de iglesia ortodoxa rusa, con la inmensidad del Pacífico azul en los ojos. El simio al desnudo.
MR