Los análisis sobre el intento de homicidio contra Cristina Fernández de Kirchner y sus autores materiales han estado centrados en aspectos sociológicos, antropológicos, culturales, semiológicos y/o psicológicos. No quiero desvalorizar ningún aporte intelectual, pero considero que se inscriben en una lógica negacionista de lo sucedido.
El primero de septiembre se produjo el primer atentado terrorista que sufre la Argentina en el siglo XXI. Es un hecho que además exige tomar nota sobre la existencia de focos terroristas de extrema derecha con vinculaciones internacionales. Basta rascar un poco la superficie para descubrirlo. Las derivaciones políticas y geopolíticas no están siendo adecuadamente sopesadas.
La denominación “banda de los copitos” no es inocente. El término que casi expresa ternura se estrenó después que la evidencia descartara la hipótesis inicial del “loquito”. A partir de allí, la mayor parte de los analistas tendieron a minimizar el hecho con distintas estrategias. Los diminutivos, la definición de los actores como marginales, la apelación al ridículo, la ausencia de una condena institucional adecuada, la negligencia en la investigación, la falta de medidas probatorias acordes a la envergadura del crimen son parte de la lógica negacionista que rodea el caso. Importantes dirigentes de la oposición, ciertamente adeptos a atizar violencias, no se han pronunciado. Algunos incluso se propusieron sembrar dudas sobre la ocurrencia del hecho y dejar flotando a la posibilidad de un montaje.
Las Naciones Unidas no tiene una definición taxativa del término, pero en diversos documentos lo describe como “los actos criminales encaminados o calculados para provocar un estado de terror en el público general, un grupo de personas o personas particulares para propósitos políticos”. El antiguo código penal establecía entre sus caracteres típicos “tener un plan de acción destinado a la propagación del odio étnico, religioso o político”.
Nuestra legislación actual contempla no sólo el acto terrorista en sí, sino también su reclutamiento, adoctrinamiento, entrenamiento y financiación. Todo esto sucedió. Se comprobará con el tiempo. Hubo gente reclutada, adoctrinada, entrenada y financiada. Lamentablemente, lo más probable es que la Justicia inoperante y cómplice que sigue haciendo jueguito con medidas probatorias tardías e insuficientes apenas logre elucidar las capas exteriores de la organización terrorista.
Distintos actores políticos, empresarios y mediáticos han utilizado el término terrorismo para referirse a actos de muchísima menor envergadura en función, por ejemplo, de criminalizar a los pueblos originarios, actos específicamente excluidos de la definición por el último parágrafo del artículo 41 del Código Penal. Sin embargo, se han olvidado esta palabra para referirse al atentado contra la vicepresidenta.
Las autoridades nacionales, y la mayor parte de los simpatizantes de la víctima que deberían estar exentos de una lectura edulcorada por las rivalidades políticas, tampoco califican el hecho como un acto terrorista organizado. No exigen que se investigue como tal. En algunos casos, tal vez sea producto del resquemor que implica la utilización de un término como “terrorismo” tantas veces manipulado por legitimar el terrorismo de Estado o la persecución de los defensores de derechos humanos, sociales y ambientales. En otros casos, el miedo a ser ridiculizados como conspiranoicos. En otros, quizás sea el tan mentado mecanismo psicológico de defensa conocido precisamente como negación: la realidad es tan espantosa que la bloqueamos de nuestra conciencia.
En cualquier caso, han primado los bizantinos análisis contextuales de corte sociológico. Este ambiente sobreintelectualizado y reblandecido por la ausencia de elementos geopolíticos permite el relajamiento de la actividad investigativa de una jueza y un fiscal que tienen claras antipatías con la víctima.
Es sorprendente, por ejemplo, la falta de allanamiento y detenciones sobre grupos de la extrema derecha que explícitamente promueven la violencia física homicida, amenazando micrófono en mano con matar y solicitando héroes dispuestos a hacerlo. Entre otros, los jefes del grupo Revolución Federal han llamado públicamente al asesinato político. No hay imputados, detenidos ni allanados.
Por amenazas mucho menos creíbles, hubo importantes investigaciones, allanamientos y detenciones durante el anterior gobierno. Por hechos de gravedad muy inferior, hace pocos meses hubo cientos de allanamientos a las organizaciones sociales. Insisto en esto. No se trata de expresiones radicalizadas ni filosofías reaccionarias, no se trata de manifestaciones políticas ni acciones de protesta, es la apología explicita a la acción terrorista. La inacción de la jueza Capucceti y el fiscal Rivolo sobre estos grupos es francamente sospechosa. El tiempo perdido en las detenciones realizadas como mínimo una negligencia.
Además de las miserias locales, un análisis somero de los hechos y una mínima conciencia del contexto geopolítico exigen a investigadores y analistas al menos contemplar la hipótesis de una planificación criminal de alto nivel. Al menos contémplenla. La vicepresidenta supone un verdadero obstáculo para los intereses económicos y geopolíticos en un contexto de guerra mundial en cuotas como dice el Papa Francisco, guerra directamente asociada a los recursos escasos que la Argentina tiene y las potencias ambicionan. Se ha enfrentado en el pasado a estos intereses y, créanme, no le guardan ninguna simpatía.
Hay que ser consciente de lo que pasa en el mundo. Hay que ser consciente del valor estratégico de nuestros recursos energéticos, nuestros minerales, nuestros alimentos. Las ambiciones de las grandes corporaciones y las grandes potencias no enmarcan su accionar en el riguroso respeto del derecho local e internacional. Los millones de muertos de las invasiones al Medio Oriente de principios de siglo, las guerras de mediana intensidad de estos años y la actual guerra entre la Ucrania y Rusia lo demuestran.
Es innegable que Cristina Kirchner es objeto de un hostigamiento planificado, sistemático y permanente destinado a crear una atmósfera de odio en torno a su figura. Este hostigamiento adquirió tintes muchísimo más violentos a partir de mayo. No es casualidad. Maquiavelo, en De las conjuras, establece al odio como la causa más importante que antecede la conspiración. No soy el único que lo leyó. Pero que se entienda, odio insuflado es un recurso escenográfico, la situación social un elemento contextual, la violencia previa un factor de latencia; no son cuestiones menores pero el paso de la potencia al acto constituye un cambio cualitativo que debe ser el principal foco de análisis. Sin un catalizador, no hay reacciones en la base.
Ni cuentapropista económico ni cuentapropista espiritual
En una reciente columna en este diario, el sociólogo Ariel Wilkis afirma que Sabag Montiel es un hijo legítimo de la economía popular .
Como explique anteriormente, no comparto las lecturas que reducen el hecho a una derivación natural de la situación social y cultural. Considero que consciente o inconscientemente buscan minimizar el hecho para así minimizar el peso político de su víctima en el contexto nacional, regional y global. Pero, además, decir que Sabag Montiel forma parte de la economía popular es una afirmación notoriamente forzada y sociológicamente errónea.
En primer lugar, Sabag Montiel no es un trabajador de la economía popular ni practica un “cuentapropismo económico”. Las diferencias de clase, cultura y conducta entre estos delincuentes y la gente de la economía popular realmente existente es evidente. Sabag Montiel no es pobre como la inmensa mayoría de los quienes integran el sector. El presunto asesino tiene un patrimonio considerable que incluye un inmueble y tres autos.
En segundo lugar, no es un vendedor de copitos de azúcar. Cualquiera que conozca cómo funciona el trabajo en el espacio público sabe que no aparece alegremente un nuevo grupo de coperos -así se los denomina en la jerga- en Recoleta sin que la policía intervenga. Nuestros compañeros, viejos vendedores de la zona, los vieron aparecer hace un mes. Todos pensaban que vendían droga. Los algodones de azúcar eran la tapadera para tareas de inteligencia previa.
En esto, el grupo terrorista que actuó en el campo de operaciones no inventó la rueda. Es una táctica clásica de policías y servicios de inteligencia disfrazarse de cartoneros o vendedores ambulantes. Quien suscribe fue parte de una operación tal durante el gobierno macrista cuando un expolicía que reportaba a la Casa Rosada infiltró nuestro movimiento disfrazándose de cartonero para producir un hecho de impacto político en un programa de televisión.
Tampoco Sabag participaba de un “cuentapropismo existencial”, como dice Wilkis, sino que formaba parte de una corriente política claramente estructurada en torno a un discurso de violencia física contra quienes visualizan como sus enemigos, que no son “toda la clase política” sino fundamentalmente quienes pertenecen a las distintas variantes del peronismo, la izquierda, el progresismo, el movimiento obrero y los movimientos sociales y específicamente Cristina Fernández de Kirchner. Su accionar estuvo signado por una grupalidad en sus vínculos sociales y su acción está enmarcada en un plan criminal previamente elucubrado que contó con inteligencia previa y apoyo logístico ¿Esto quiere decir que es un asesino profesional? Por supuesto que no. Es un elemento útil reclutado e instigado por una cadena difusa de grupos eslabonados.
Las apariciones previas en televisión también fueron parte de la escenografía y las declaraciones sobre los planes sociales, que Wilkis menciona como un elemento ofensivo a los sectores populares. Es parte del libreto de una narrativa reaccionaria que no tiene correlato en la conciencia de la gente humilde de nuestro país. Lo que sí molesta es la arbitrariedad en la distribución de los recursos. El caso del Ingreso Familiar de Emergencia que Wilkis utiliza en su artículo no es un ejempolo, sino un contraejemplo: tuvo una amplia aceptación social por su universalidad.
Por otro lado, los alrededores de seis millones de trabajadoras y trabajadores de la economía popular dispersa tienen un sentido existencial bastante profundo: tienden a ser personas de familia y trabajo fuertemente arraigados a su comunidad de pertenencia. El elemento propiciatorios de la violencia en nuestro sector no son los extremismos políticos sino la penetración del narcotráfico con sus ingentes recursos, las potencia adictiva de las sustancias que comercializan y sus tentadoras ofertas económicas.
Wilkis hace una caracterización errada de las bases populares de la extrema derecha. Entrando al terreno de la sociología de cafetería, las poblaciones más empobrecidas y los trabajadores de la economía popular no son la cantera de estos grupos. La base social del fascismo y los grupos de choque del anti peronismo han sido siempre facciones de la clase media frustrada por la imposibilidad de acceder a los patrones de vida que ofrece la industria cultural e infestada por ideologías que buscan explicar esta barrera de acceso en la responsabilidad de grupos sociales, étnicos o religiosos subalternos. Los catalizadores del accionar de estas bases siempre estuvieron en las élites privilegiadas o los intereses foráneos. Esta es nuestra historia y para comprender el presente hay que conocer el pasado.
El atentado contra la vicepresidenta no es producto ni de la inflación ni de los discursos ni del existencialismo ni de ninguna característica sociológica peculiar de un sector de la Argentina. Es una operación terrorista que responde a un patrón que se están repitiendo en distintas partes del mundo sumido en guerras convencionales y guerras híbridas cuyas causas y consecuencias no conocen fronteras. Como en todo crimen organizado, hay que seguir la ruta del poder y del dinero para comprenderlo. Como en todo acto terrorista, hay que analizar los intereses geoestratégicos y políticos en juego.
JG