PSICOANÁLISIS

Aturdidos

13 de febrero de 2024 00:01 h

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Un tuit de un usuario dice que los comedores populares no reciben comida desde hace más de un mes. Y  a continuación, un tuit de una página cool gourmet da una receta de budines de banana. El algoritmo no distingue el hambre de las ganas de comer. Y con las ganas de comer que nos produce el budín, podemos hasta olvidarnos del hambre de los otros. El algoritmo no distingue, empuja hacia la homogeneidad y al todo es lo mismo. Creemos que somos agentes, sujetos activos, pero ya hemos advertido que somos más bien objetos de eso. No somos consumidores, ni usuarios de redes, somos los consumidos y los usados. Hay momentos en los que nos relacionamos de modo compulsivo con eso que transcurre en el mundo digital. Pasar del home banking a Twitter, de la página del diario a Instagram y del WhatsApp de nuevo a Twitter; empezar el día mirando el celular: la vida es eso que transcurre mientras scrolleamos. Ese modo se vuelve, por momentos, automático. Ni siquiera leemos nada, pasamos las páginas. Nos babeamos obnubilados por las imágenes que circulan. No nos detenemos especialmente en ninguna. Hay algo en el gesto del scrolleo que emula el descarte: el dedo envía, deslizando hacia abajo o hacia arriba, hacia la izquierda o hacia la derecha, lo que ya no quiere ver -el mismo gesto hecho con la mano entera es el gesto del desprecio, del descarte-. Lo que ya no queremos ver, pero que en rigor tampoco vimos. Porque la lógica de la no diferencia, la de todo es lo mismo, es la lógica de la invisibilidad. Hay tanto a la vista que nos ciega. No hay posibilidad de entrecerrar un poco los ojos, de mirar en lugar de ver, todo se nos viene encima, una luz blanca de frente, un reflector directo a los ojos. De ese modo, no hay visibilización, sino invisibilidad. No se refería a las redes sociales, pero me acordé de la definición de Héctor Libertella: “Una red es puro agujero”. En el todoeslomismo, ya nada puede divisarse en medio de la bruma espesa. Los cuerpos se van embotando, apaciguando, anestesiando en el frenesí del consumo de la información ruidosa, estridente, aturdidora. Eso viene pasando hace mucho tiempo. Pero ahora se agrega una particularidad, porque pareciera que la dinámica de este gobierno es inundar la realidad -y por lo tanto las redes- de información, piña y piña. No terminamos de levantarnos de una que aparece una peor -la mato y aparece una mayor-. No hay descanso. La crueldad como política, el agotamiento como estrategia. Estamos todos un poco knock out con tantas piñas. Más allá de las políticas concretas, más allá de las decisiones que el gobierno va tomando y que afectan nuestras vidas, hay un constante bombardeo de información y de discursos que se habilitaron. Un presidente tuitero en sus formas violentas: provocación, persecución a periodistas o artistas, escraches varios, pero también en su contenido: tirar frases sin demasiada argumentación, decir cualquier cosa sin que importe, instalar mentiras, instalar fake news, etc. Una novedad radical que nos viene dejando un tanto pasmados, paralizados. No podemos creer el escenario en el que estamos metidos. En ese intento de entender un poco más, de precisar, de vislumbrar qué es eso nuevo, por momentos nos pegoteamos mucho más a las redes, demasiado. Y en ese pegoteo pasa tanto que nos vamos poniendo cada vez más ansiosos y angustiados o, en el otro extremo, cada vez más adormecidos y embotados. Quedamos medio groguis, entre la indignación y la reacción: dos formas de la impotencia. Pero tampoco es que no haya margen y que sólo seamos objetos pasivos. Hay algo activo en los modos de quedar metidos ahí. Pretender ver todo, todo el tiempo, no poder cerrar los ojos, es una especie de tortura -autoinfligida-, como la famosa escena de La naranja mecánica.

Al sufrimiento que la política económica y social de este gobierno les está imprimiendo a nuestras vidas, se suma el sufrimiento, también atendible, que nos producen las palabras que se pronuncian, los consensos democráticos agujereados, los discursos violentos legitimados. Los mensajes que se arrojan a través de las redes y los medios. ¿Discutir con quién? No hay interlocución posible, hay ideología a cielo abierto, en carne viva. La cosa se ha vuelto pornográfica, y como dijo alguna vez Horacio Bonafina, en un texto llamado El cuerpo del porno: “El porno es la dimensión del sí. Sí, sí, sí a todo lo que sea descarga. A que el cuerpo sea sólo cuerpo. ¿Cuántos se aguantarían esa desubjetivación? El porno es un más allá en el límite que uno pone a dejar de Ser, es un más allá en el límite que se pone uno mismo al cuerpo y sus posibilidades”. No se puede vivir en lo pornográfico porque no se puede vivir reducidos a carne, desubjetivados. Hace falta una alternancia, un espacio, un hiato. La erótica de la vida necesita de la alternancia, necesita pispear, entrever. Ese erotismo que Barthes ubica “allí donde la vestimenta se abre (...) en la intermitencia”. En el centelleo, “entre dos bordes”. No hay vida, no hay eros posible si somos consumidos por la lógica del todo es lo mismo, si dejamos pegada la vista, pero también los oídos, a ese ruido infernal, a esa invasión de crueldad. No  hay vida, ni futuro, pero tampoco hay presente posible. Sólo queda la narcosis entumecedora. Si el porno es la dimensión del sí a todo lo que sea descarga, la erótica de una vida posible, en medio de este desquicio, puede empezar ahí donde se dice a algo que no. Alternar, entrar y salir, abrir y cerrar los ojos. Entrecerrar un poco los agujeros para que no entre toda esa luz de frente. Si pensar es separar, hay que inventar esos separadores para estar un rato en las sutilezas, en los matices. No estoy diciendo que tengamos que desentendernos de la realidad cruenta en la que estamos metidos, no digo que nos tiene que importar menos, que nos tiene que resbalar. Digo que para que importen algunas cosas, hace falta que no todas sean lo mismo. Para que la cosa no nos arrase, hace falta una alternancia, una intermitencia, una ola que va y que viene, que nos posibilite sacar la cabeza para respirar.

Deshumanizador fue la palabra que dijo el analista y que subrayé. El análisis es ese lugar inédito que ofrece, como un refugio invaluable, un lugar de cobijo en donde nada da lo mismo, en donde se inscribe la diferencia que nos constituye. En donde las palabras pueden separarse, en donde no todo es igual. El análisis a veces hace de separador entre escenas. No es la única opción, claro, cada quien encuentra sus separadores. Separadores de la realidad, esa que viene en bloque, esa que, como dice Freud, no anda sin construcciones auxiliares. Y entonces pienso también en la ficción como usina de verdad, como maquinaria de lectura. La ficción, ese separador que nos permite leer mejor la realidad. Sobre todo porque da lugar a la imaginación, cosa coartada en el pegoteo constante de las redes, de la realidad. La imaginación, esa que puede dispararse al levantar la mirada del texto, gesto paradigmático de la lectura, según Barthes. “La imaginación es la única arma en la guerra contra la realidad”, lee en una nota el protagonista de El ojo de Goliat (Entropía), de Diego Muzzio -una de las mejores novelas que leí últimamente-. No hay imaginación posible cuando quedamos metidos en esa boca hambrienta e insaciable de las redes.

Con los ojos cerrados me ves mejor, cantaba Serú Girán. Quizás porque soy miope es que nunca veo del todo bien. Me gusta ese efecto que produce no corregir la miopía: ver el detalle a condición de que se desenfoque el resto. Decir de alguien que es miope, en sentido figurado, es sin dudas algo peyorativo. Quizás en este momento tan desquiciado habría que experimentar un poco de miopía, o de cortedad de vista: no para no ver, sino para empezar a mirar los detalles que importan.

AK/DTC