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Brad Mehldau, la Biblia y el calefón del rock progresivo

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BRAD MEHLDAU. JACOB’S LADDER. (NONESUCH, 2022)

La escalera de Jacob es, en la Biblia, un sueño: el artificio por el que los ángeles ascienden y descienden desde el cielo. Es también un film de 1990, dirigido por Adrian Lyne, donde el horror parte de las alucinaciones –de los sueños– de un soldado en Vietnam. Y, desde hace un par de semanas, es el nuevo disco de Brad Mehldau, uno de los grandes nombres del jazz de las últimas décadas. En última instancia, es la escalera al cielo (y al cielo de su infancia como estudiante de piano y como admirador del rock progresivo) de un músico extraño e imprevisible que incluye, con naturalidad, la transgresión a las leyes –y la pureza genética– del género como parte de su complejísima manera de respetarlo.

 Según escribe Mehldau en la presentación del disco, el rock progresivo de los ’70 del siglo pasado fue su propia escalera al jazz. A través de Gentle Giant, Rush o Emerson, Lake & Palmer llegó al Miles Davis eléctrico de fines de los sesenta, a la Mahavishnu Orchestra de John McLaughlin, el tecladista Jan Hammer y el violinista Jerry Goodman y al Weather Report de Joseph Zawinul y Wayne Shorter. Y de allí al jazz a secas (bastaba con escuchar los discos de cualquiera de esos músicos grabados apenas uno o dos años antes de que el rock se convirtiera en el nuevo sol alrededor del que giraban los planetas). Y en ese jazz a secas inició su carrera discográfica a los 20 años junto con el saxofinista Christopher Holiday (en The Natural Moment), como integrante del cuarteto del gran guitarrista Peter Bernstein a los 22 (en Somethin’s Burnin’), y ya con tres discos a su nombre en el archivo (los dos volúmenes de New York-Barcelona Crossing, grabados en vivo en mayo de 1993, y When I Fall in Love, registrado en octubre de ese año, con 23 recién cumplidos), el cuarteto del saxofonista Joshua Redman (Mood Swing). En todo caso, el pianista que se atrevió, a los 26, a titular The Art of The Trio su segundo disco grabado junto con el contrabajista Larry Grenadier y el baterista Jorge Rossy ya dejaba claro que su estilo, esencialmente contrapuntístico, con una mano izquierda que estaba lejos de limitarse a puntuar armónica y rítmicamente lo que hacía la derecha, estaba entre lo más importante que le había sucedido al piano de jazz después de la conmoción provocada por Keith Jarrett dos décadas atrás.

Pero en esa iniciación al arte del trío aparecía “Blackbird”, de The Beatles. Y en el tercer volumen editado con el mismo título (registrado a fines de mayo de 1998) estaba “Exit music (for a film)”, de Radiohead. Y poco después manifestó su adhesión al culto al romanticismo alemán en general y a sus filósofos y a la música de Johannes Brahms en particular. Y aquí y allí las pruebas de que no se trataba de un músico de jazz ortodoxo. Podía internarse en largas meditaciones, en experimentos semi electrónicos y, además, cultivaba no solo el arte del trío –y del solista– sino el mucho más difícil de socio y colaborador. Con Charlie Haden y Lee Konitz, con John Scofield, con Chris Potter, con Pat Metheny, con el mandolinista Chris Thile, con Wayne Shorter, con Mark Guiliana, con Wolfgang Muthspiel y, en numerosas oportunidades, con Redman y con Bernstein, diseñó una suerte de historia paralela, tan rica como en su rol de líder.

Sus últimos discos marcan algunos rumbos nuevos: las Variations on a Melancholy Theme, con la Orpheus Chamber Orchestra (2013), el After Bach de 2017. Y, también, los relatos bíblicos: Finding Gabriel, de 2019 y el reciente Jacob’s Ladder. En el primero ponía el foco en el arcángel que predicaba la verdad sin que nadie lo escuchara. Sobre el segundo explica: “Nacemos cerca de Dios y, a medida que maduramos, invariablemente no alejamos más y más de Él como forma de afirmar nuestro ego. Jacob’s Ladder empieza en ese lugar cercano a Dios con la voz de un niño y luego se mueve al mundo de la acción. Dios está siempre allí pero en nuestros descubrimientos y conquistas, y en todas las alegrías y tristezas que vienen con ellos, podemos perderlo de vista. Él pone una escalera delante de nosotros, como en el sueño de Jacob, y subimos hacia él, para encontrar la reconciliación con nosotros mismos, para restañar todas esas heridas mundanas y finalmente sanar. El disco termina con mi visión del cielo: una vez más como un niño, su hijo, en gracia eterna, en éxtasis.”

 Lo interesante de Jacob’s Ladder es que no es exactamente un disco de jazz pero difícilmente podría haber sido imaginado por alguien que no fuera un músico de jazz. La voz de niño de coro en “Maybe as his skies are wide”, que extrapola una frase de “Tom Sawyer” de Rush –luego aparecerá el tema completo–, la polirrítmica y maravillosamente asimétrica “Cogs in Cogs”, que Gentle Giant había incluido en Power and the Glory y que aquí Mehldau rubrica con una doble fuga, la suite que le da título destacan en un disco que, más allá de los nombres propios –la cantante Becca Stevens, una intérprete notable que ha cantado entre otros con David Crosby, Chris Thile en mandolina, Mark Guiliana en batería y, desde ya, Mehldau en teclados– y de una producción impecable, tanto en los temas originales como las relecturas –no se trata en ningún caso de citas textuales, más bien de fantasías creadas a partir de ellas– otorgan al imaginario del viejo y buen prog rock una cuarta dimensión. Están los tics (o la magia, según como se lo mire) de quienes imaginaron la más ambiciosa de las músicas pero está, sobre todo, una mirada que llega desde otro lado y re ubica las piezas en un mosaico más amplio. Es posible que Mehldau relacione esa mirada (impregnada afectivamente por él pero algo ajena al objeto mismo; omnisciente, al fin y al cabo) con la de Dios. Pero, como preguntaba Borges, qué Dios detrás de Dios la trama empieza. Y, lejos del último lugar en importancia, quién es el que la completa.

INMATERIAL. SILVIA DABUL-LUCAS URDAMPILLETA. (2022)

Los dúos de pianistas suelen ser hermanos. O parejas. O padres e hijos. Hay una cierta clase de adivinación, de anticipación en las intenciones, que parece pertenecer solamente a quienes han crecido juntos o han convivido largo tiempo. Este no es el caso. Y, no obstante, Silvia Dabul y Lucas Urdampilleta funcionan como un solo ente musical al que ambos, eventualmente, han engendrado. En este disco interpretan, con una paleta que va de la delicadeza extrema a la fuerza arrolladora, cuatro obras dedicadas especialmente a ellos (y tres de ellas para el concierto en particular en que fueron registradas para esta producción). El recientemente fallecido Luis Mucillo, con una estética fuera del tiempo, obstinadamente lírica y poderosamente romántica, dibuja un gesto, en Matière de Bretagne, inmensamente personal y tan inmaterial como reza el título del disco, por encima de cualquier moda o receta compositiva. En Avec intensité et défi, Pablo Ortiz presenta una bellísima milonga enmascarada. Agustina Crespo, en Relaciones binarias, trabaja sobre un eje en que el sonido es parte de una representación (o lo contrario) y Marcos Franciosi, en Madrigal Nº 2 La nube de San Yumba, juega con unas pocas notas, en un discurso potentemente reconcentrado.   

CARLOS AGUIRRE. VA SIENDO TIEMPO (SAGRADA MEDRA, 2022)

Compositor, pianista, guitarrista y cantante, el entrerriano Carlos Aguirre ha desarrollado uno de los lenguajes más originales de la Argentina a partir de tradiciones folklóricas, pero sin mimetizarse con ellas. En su nuevo disco rescata, por otra parte, un sonido que cuenta con una rica historia; el grupo de guitarras. Él ­–también en acordeón–, Luis Medina, Mauricio Laferrara, Sebastián Narváez y Mauro Leyes, abrevan en ese territorio y proponen un grupo de canciones extraordinarias, donde resuenan, como huellas, zambas y chacareras de la infancia y brillan puntos altísimos como “Zamba de los almacenes”, “Siempre azul” o “Puerto Soledad”.

GUILLO ESPEL. SOUVENIR. (GE MÚSICA, 2022)

Guillo Espel es otro compositor que valora las tradiciones pero no el tradicionalismo. Rítmicas y elementos melódicos del folklore rural sudamericano son leídos comn mirada renovadora y siempre fructífera. Al cuarteto habitual, con él en guitarra y composición, Oscar Albrieu Roca en vibráfono, marimba, batería y percusión, Damián Foretic en bandoneón y Pedro Carabajal en cello, se seman aquí invitados como el pianista Nicolás Guerschberg, la cantante Guadalupe Farías Gómez y el violinista Elías Gurevich para lograr una música transparente y con un énfasis notable en dos virtudes que suelen ser antagónicas: el contrapunto y la fluidez. 

DF