Cecile McLorin Salvant. Ghost Song. Nonesuch, 2022
El comienzo –la voz sola, sin acompañamiento, adueñándose del espacio– remite al canto eclesiástico. O a un ritual, a secas. Y luego, claro, va adquiriendo la tonalidad brumosa del blues. “Heathcliff, soy yo, Cathy vuelve a casa.
Tengo tanto frío, permíteme acercarme a tu ventana“, canta Cecile McLorin Salvant. Son unos versos de ”Wuthering Heights“ (Cumbres Borrascosas), la canción de Kate Bush que toma su título de la novela de Emily Bronté. McLorin Salvant leyó exhaustivamente, durante la pandemia, a las hermanas Bronté. Y a Proust. Y a todo lo que tuviera que ver con el paso del tiempo, con la nostalgia y los fantasmas. La imagen de alguien –ella– bailando con un fantasma la perseguía, contó a la revista Down Beat. Y esa canción compuesta por otra mujer, donde la frase inicial (”Afuera, en los páramos ventosos, rodaríamos y caeríamos sobre lo verde“) se superpone con la entrada del bajo eléctrico, abre el juego de uno de los discos más osados y a la vez perfectos de los últimos tiempos.
Desde su irrupción en el mundo del jazz, hace doce años, cuando ganó el Concurso Thelonious Monk, y sobre todo, desde su segundo disco, Woman Child, de 2013, que transformó para siempre lo que una cantante de jazz era –o podía ser– y desde que el año siguiente ganó en cuatro categorías de la encuesta de críticos de Down Beat, quedó claro que llo suyo iba mucho más allá de rendirle pleitesía a la santísima trinidad del género (Billie Holiday, Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan) y al repertorio que ellas habían canonizado. La búsqueda de repertorios novedosos, la paulatina aparición de canciones propias –en este nuevo álbum ocho de las doce incluidas le pertenecen–, los tratamientos instrumentales que exceden generosamente la idea del acompañamiento y un manejo de la voz que le permite elegir a gusto el color, las densidades y hasta las fuentes estilísticas con las que dialoga, la instalaron, sin duda, como una artista única. Quienes quieran escuchar una pequeña –y extraña– obra maestra en el difícil campo de la interpretación camarística de una canción popular (o lo inverso) pueden abrevar en su notable lectura de “The Peacocks”, en Windows, su disco anterior, donde al dúo con el pianista Sullivan Fortner se agrega la fantástica saxofonista chilena Melissa Aldana.
Y los que estén interesados en comprobar hasta donde llega su capacidad para apropiarse de mundos sonoros impensados pueden acercarse a su versión de “Alfonsina y el mar” en vivo en el Catalina’s de Los Angeles
Fortner es esta vez el coproductor de la edición. Brilla como pianista, por supuesto, pero, en particular, llama la atención la riqueza de recursos puestos en juego. Como una ampliación de la gigantesca paleta de posibilidades vocales de McLorin Salvant, cada canción genera su propio universo sonoro –la multiplicación de las voces y un órgano de iglesia, tocado por Aaron Diehl, en “I Lost My Mind”; la precisa flauta de Alexa Tarantino–. Hija de haitiano y francesa, nacida cerca de Miami y formada en París como cantante especializada en el barroco, McLorin Salvant puede ir del ruego al grito, y de la voz de una niña a la de una anciana. De Sting (en “Until”) a Kurt Weill y Bertold Brecht (“The World is Mean”) y de El mago de Hoz a Gregory Porter (en “Optimistic Voices/ No Love Dying”) o a la paralizante plegaria a capella de “Unquiet Grave” (un tema tradicional que cantó, entre otros, Joan Baez). Pero, además, confía tanto en sus músicos como en sí misma. Y logra mucho más que el disco de una intérprete virtuosa.
Astor Piazzolla. Piazzolla Completo en Philips y Polydor Vol. IV (1975-1985), Universal
Último volumen de la integral publicada por Universal, aquí se trata del Piazzolla menos transitado, desde su disco single de 1975 junto con Ney Matogrosso (“As Ilhas”, sobre un poema de Geraldo Carneiro, y “1964”, con texto de Borges) hasta la actuación, en el Olympia de París en1977, de uno de los grupos más originales de su época y de aquel del que Piazzolla más renegó, la segunda edición de su octeto electrónico, con el jovencísimo y brillante Tommy Gubitsch en la guitarra eléctrica, el bajista Ricardo Sanz, en órgano electrónico Osvaldo Caló, Luis Cerávolo en batería, como pianista Gustavo Beytelman y Daniel Piazzolla en sintetizador. El concierto ocupa todo el segundo disco del álbum, con un sonido excelente, y permite escuchar ese breve –e inconcluso– acercamiento del bandoneonista al mundo del rock. Las versiones de “Whisky” y de un “Adiós Nonino” muy alejado de las lecturas habituales, son extraordinarias. Y la edición se completa con algunas perlas muy poco transitadas: las pistas que Piazzolla grabó con Georges Moustaki, con la cantante francesa Marie-Paul Belle y, ya en 1985 y con su nuevo quinteto, con el austríaco André Heller.
Horacio Chivo Borraro. Blues para un cosmonauta. 1975, RG (reedición 2022)
Grabado en 1973 y editado por el sello Trova dos años después, Blues para un cosmonauta muestra a varios de los músicos de jazz más importantes de ese momento atravesados por (y atravesando) un sonido de época en el que teclados electrónicos y ciertos riffs heredados del rock habían inseminado, a partir de las aventuras de Miles Davis, un jazz que, eventualmente, había dejado atrás los riesgos del bop y se había vuelto bastante conservador. El pianista Fernando Gelbard fue uno de los motores de ese nuevo sonido –que tuvo en el grupo Quinteplus otro de sus grandes actores– y aquí se suma al saxofonista Horacio Chivo Borraro, una de las leyendas del jazz argentino. Con saxo soprano y tenor, y dialogando tanto con John Coltrane como con el Gato Barbieri, se mueve por temas propios del grupo y originales (no siempre las dos cosas significan lo mismo) en un disco que jamás había sido reeditado desde la era del vinilo y que pone en escena una música aún potente y novedosa, de la mano de Jorge “Negro” González en contrabajo, Néstor Astarita en batería, Miguel “Chino” Rossi en percusión y Stenio Mendes en craviola.
Mussorgsky (Orquestación: Maurice Ravel). Cuadros de una exposición.
Sinfónica de Chicago. Dir: Fritz Reiner
Modest Mussorgsky compuso en 1874 una suite de piezas para piano, basada en la impresión que le había causado una exposición póstuma con trabajos de su amigo, el pintor y arquitecto Viktor Hartmann, que había fallecido el año anterior. Hartmann fue casi olvidado. No así la música inspirada en estos cuadros y, en particular, la orquestación que cumple cien años en estos días, realizada por Maurice Ravel a pedido de Sergei Koussevitzky. Estuvo, por supuesto, el arreglo posterior, del trío Emerson, Lake & Palmer, y antes el de Eugene Ormandy. Pero Ravel quedó, prácticamente, como la voz oficial en el asunto. Hay grandes versiones de esta orquestación, pero la dirigida por Fritz Reiner, al frente de la Sinfónica de Chicago, permanece (y permanecerá) como un clásico.
DF