El resultado de la final ya está escrito en algún lado. Es un hecho consumado al que lo único que le falta es suceder. Habrá un nuevo campeón de América emergiendo de la oscuridad mítica del Maracaná. Entretanto, la actualidad cuelga de una suspensión del tiempo en el que Río de Janeiro se estremece en el Copacabana Bost.
Toda la ciudad es una amansadora de hinchas de Boca boyando en las aguas de la impaciencia. Pero Copacaba es el núcleo de un fenómeno que no admite la comprensión. Está pasando. Eso es todo. La bristolización de la playa más famosa del mundo alcanza varios cenits. Familias enteras de origen popular, muchas de ellas por primera vez en Brasil, vinculan la felicidad del hincha con la ciudad en la que Boca debió haber nacido. Se debería pensar seriamente en una mudanza. Boca ganaría, y ganaría Brasil, que tendría por fin su club más brasilero.
Se oyen cumbias, cantos de guerra, gritos de conventillo, mientras va creciendo la masa crítica de “tapones” y “tanques” (no me hagan trabajar, que estoy en la playa: busquen los conceptos “tanque” y “tapón” en la primera nota de esta serie). En los grupos de WhatsApp se anuncia la cercanía de La 12 y su desembarco en el predio del Vasco Da Gama. Los aviones “marplatenses”, con sus colas publicitarias, van y vienen de Arpoador al Pan de Azúcar e inscriben en el cielo los nombres que deben manijear. Uno es el de Betsson (el sponsor timbero de Boca). Otro (me paro para escribirlo), es el de Roberto Carlos, el cantante del amor en el país del amor, que va a dar conciertos sábado y domingo. El tercero es el de Jorge Reale, el popular candidato a presidente de Boca que hace unos días les recomendó a los hinchas que usen la camiseta, algo que vienen haciendo todos, incluyendo “tanques” y “tapones”, desde el 5 de abril de 1905. Cada pasadita, hace estallar a las decenas de miles de bosteros en un cuarto nombre adorado: “¡Riquelme, Riquelme, Riquelme!”. Una de las espectadoras de la reacción, que tiene el mismo impulso que se necesita para echar flit, es la madre del coreado.
La playa revienta como reventó el día anterior la explanada del Cristo, donde se hicieron mil promesas y pasaron muchas cosas, entre ellas la más importante: el abrazo de hermandad entre dos amigos que no paraban de llorar a los pies del monumento al Chiquito Romero en posición de atajar penales. Cada tanto, una corrida, un robo menor, millones de resacas curadas con nuevas borracheras, y una performance que le propongo a Andrés Duprat recrearla en el MMBA. Un “tanque” se queda dormido de cara a un sol homicida. Por efecto de la entropía digestiva, el cuerpo abre la boca como maniobra de supervivencia. Mientras, un “colega” se implanta en la bragueta de la malla un choclo humeante, lo acerca a la boca del desmayado y pide que le saquen una foto.
Es conmovedor ver cómo han llegado hasta Río miles de personas para las que es casi imposible financiar el viaje. Y es que el factor principal de la gesta es menos el respaldo material que el deseo de cumplir un sueño que no es el de mirar un partido de fútbol sino el de estar ahí, cerca del fuego, descargando su grano de arena en las playas de la fiesta popular. Es gente sabia que lo único que quiere es sentir.
Sobre el atardecer de Río, fuegos de colores en el cielo, estruendos, música de cuarteto, coros de amor. Una Reveleao amarilla y azul contra los blancos del Copacabana Palace. Lo insólito es que lejos del agotamiento, de los helicópteros policiales que rozan con sus esquíes las olas para recordarle al Deseo que la Ley acecha y de los cuerpos de asalto cebados en sus camionetas, la fiesta crece y crece.
Esto que ocurre es más, mucho más que una final ganada o perdida. Es lo que hace posible que la fiesta transcurra a cambio de nada. Mejor dicho, a cambio de vivir en estado de ilusión. Lo que se llama (así lo llaman los hinchas) “hacer la fiesta”. Es así: primero se festeja, después se encuentran las causas de la felicidad.
JJB