Entre los papeles de mi padre encontré dos cartas, cuidadosamente dobladas y abrochadas juntas con un ganchito de papel casi podría decirse herrumbrado. Fechada 29 de junio de 1950, la primera es una detallada misiva de un hijo a su padre. “Hemos recibido tu carta ayer, y nos extrañamos mucho de que haya tardado cuatro días en llegar”, le dice, sugiriendo que el correo por esa época solía ser más rápido.
Entre anécdotas familiares, detalles de las comidas, y los vaivenes de cada miembro de la familia, el niño de apenas doce años también solicita “no te olvides de mandarme los colores de cada país que veas jugar, para poder pintar mis chapitas”. Claro, cómo si no podría saber alguien en otro país, antes de la televisión, con qué color representar a cada equipo.
La correspondencia era entre mi padre (el niño) y mi abuelo, Juan Mora y Araujo, periodista deportivo que viajó a Brasil a cubrir el Mundial del 50. Manuel, el niño, de grande fue un sociólogo y analista político experto en comunicación institucional. Juan, o Juano como aún le dicen en la familia, un bohemio que supo transmitir su amor por la cultura urbana y su respeto por el entretenimiento popular incluso a las generaciones que no lo conocimos en vida.
A lo largo de los años, esas y otras cartas fueron saboreadas en familia varias veces, pero quedaron guardadas entre fotos y escritos acumulados y recién esta semana, cuatro años y medio después de la muerte de mi padre, me reencontré con estas dos.
Nos llamaba la atención que mi abuelo mandaba instrucciones para que mi padre llame al diario y comparta la información, por ejemplo. En esta carta en particular, mi padre destaca: “Como vos me dijiste, el sábado, cuando hablé a Clarín a pasar la polla, ya se había ido Gallegos. Y eso que no era tan tarde.” Y nuevamente al final le urge: “No te olvides de mandar las notas, que Basso, inventando, puso que el estadio quedaba en la Gavia. El pobre no sabe más que poner.”
La segunda carta, fechada 14-7-1950, y cita en Río, es de mi abuelo a mi padre. Obvia cualquier tipo de mención a nada que no tenga que ver con el partido que acaba de ver: Brasil contra España, y me provocó tal sonrisa que casi instintivamente quise compartirla. Subí una foto del papel carta finito de entonces a Twitter, dudando si se podría leer el tipeo minúsculo, pero entre las casi dos millones de impresiones que el tuit ha gozado en estos días alguien ha identificado la mecanografía como posiblemente de una Remington.
Es hermoso lo que el fútbol, la historia, y la relación padre e hijo despierta en las personas. El fútbol es arte precisamente porque donde no hay, crea algo. Porque en la expresión de unos se generan respuestas emocionales en otros. Y el fútbol es historia social, porque en esas pocas líneas en las que mi abuelo le cuenta a su hijo un partido, fundamentalmente a través de la descripción detallada de un solo gol – aunque aclarando que es el sexto del equipo ganador – esboza también un enfrentamiento ideológico que refiere a una problemática pertinente al juego hasta el día de hoy: Europa versus Sudamérica; marcaciones, estrategias, tácticas versus “jogo bonito”, firuletes y gambetas. Lo lírico y lo eficiente.
Mucho escribió Juan Mora y Araujo sobre estos temas antes de morir en 1966. Lo conmovedor es el alcance y la difusión que este papelito, dedicado a un público de uno (su hijo) ha logrado en la era digital. Algunos cuestionan la veracidad del documento por su uso de palabras como “viejo” y “crack”, pero enseguida aparece una tapa de periódico peruano de 1946, refiriéndose a los “cracks” del momento, proporcionada por otro usuario. Alguien inclusive duda que la carta sea auténtica porque cómo podría estar tan bien preservada tras 70 años… ¡parece que algunos nativos de la generación digital no conocen la permanencia del papel!
Muchos, muchísimos, evocan a sus propios padres y abuelos. El verdadero significado del fútbol, en mi humilde opinión. Un sentido de pertenencia, de pasión y de identidad que se transmite de generación en generación, y se presenta en cada alineamiento que evoca a otro; cada jugada que nos lleva a imaginar o a recordar otra, cada gol que nos transporta a un momento, un tiempo, un sueño, realizado o por venir.
También hay un comentario corriendo en casi paralelo sobre el buen uso del lenguaje, la gramática y la puntuación, lo cual no deja de ser divertido. Juan Mora fue premiado por el círculo de periodistas deportivos; su don con la pluma y la palabra era el orgullo máximo de una familia de intelectuales que seguramente valoraban más su manejo del idioma que la temática deportiva. Y entre la nostalgia y el romance con el amarillento papel, mucha añoranza por las épocas epistolares, cuando imperaba la comunicación por carta.
Pero no dejar de ser fascinante que es justamente en la era de las plataformas sociales, con la inmediatez digital, que Juan Mora y Araujo obtuvo quizás su máxima difusión, más lectores de lo que hubiera imaginado posible, con esta íntima reseña escrita con el alma para su hijo. Ojalá ambos estén disfrutando de esta conversación sin fronteras que su intercambio ha suscitado.
MMA