El amor a la música ligera se celebra con más música ligera. Chris Martin se disfrazó de Gustavo Cerati, pero cantó como si en rigor encarnara a mister Gray, el personaje de El inglés de los huesos. Benito Lynch escribió su novela en 1922. Hugo Christensen la llevó al cine 18 años más tarde. La sonorización permitía acentuar los rasgos de aquel paleontólogo británico que había llegado al país a estudiar fósiles y hablaba un castellano enrevesado. Esos deslices idiomáticos no le impiden llegar al corazón de una joven campesina. Claro que el amor queda en suspenso porque él debe retornar a su isla. Ernesto Bianco hizo más ostensible ese modo gringo de pronunciar las vocales en la versión televisiva de 1976. Martin la puso en escena en River Plate ante la aclamación de las multitudes que sentían en la repentina argentinización del inglés algo más que una condescendencia. “Okey, amigos y amigas, guapos y guapas, chicos y chicas, cabalierous y damas, vamos a cantar juntos, por todo el mundo, ahora, well, let´s go, yeah”. Martin tomó la guitarra, lanzó los acordes de la canción de Soda Stereo y se mantuvo en silencio, dejando por unos compases que el público cantara unos milisegundos detrás de la banda por la tardía respuesta de los parlantes. En ese micro desfasaje se juega algo.
Coldplay es paleontología musical en estado de máxima pureza. Ese anacronismo de los buenos modales y la pulcritud no limita su poder de convocatoria. Tocó 10 veces en River Plate ante un público extático, mientras, en la misma ciudad, podía escucharse, a la par, la sibilante canción del derrumbe que llega del Palacio, ese augurio de desdicha. Me viene a la memoria otra relación entre música y hundimiento. La orquesta del Titanic amenizaba las cubiertas superiores cuando tuvo lugar el desastre. El barco era tragado por el mar cuando el octeto decidió acompañar el naufragio con el himno “Nearer My God to Thee (Cerca de ti, Señor)”, basado en el pasaje del Génesis 28:11-19,1â que cuenta la historia de la Escalera de Jacob que subía al cielo. Fiesta y crisis, goce y carencia, empalago y amargura, fisiologías de una sociedad fracturada. “No quiero ser un soldado/ Con un capitán/ De un barco que se hunde”, se dice en “Violet Hill”, una canción de 2008 que, por supuesto, fue tocada por Martin y los suyos en River Plate, como si buscaran estar a tono con las circunstancias que rodeaban al recital. Podrían haber probado también con “Crests of Waves” en la que al oyente al menos se le presenta una alternativa: “querés hundirte cuando sabés que podés nadar”.
El acontecimiento Coldplay trastocó el entorno acústico lindante con el estadio, la vida del barrio, el tránsito y hasta el horizonte del regateo. Según Infobae la policía de la ciudad detuvo, al menos, a 21 trapitos, algunos de los cuales “habían pedido hasta 9.000 pesos a los automovilistas para estacionar”. Precios de mercado, podrían haber alegado los buscones. La inflación que todo devora. ¿O acaso no rige un dólar Coldplay? Claro que la nominación es ambigua: no solo remite a los problemas de reservas en el Banco Central y la necesidad de establecer una cotización diferencial para afrontar la producción de los espectáculos extranjeros. Es, también, en rigor, una forma de intercambio sentimental. Pagar para ser la mejor audiencia o sostener esa fantasía de predominio sobre los demás públicos del planeta.
Cien años atrás, el nacionalismo era decimonónico, confesional, antiobrero y antiinmigrante. En estos días de antiplanerismo parecería ser un módico coeficiente de respuesta a un estímulo sonoro, el de un colectivo cuyo entusiasmo debe demostrarse incomparable y, así, se arroga el derecho de pedir más y más, un deme dos (bises), y si pudieran ser tres o cuatro, much better. Hay ahí una suerte de esencialismo de la recepción que se confirma con las devoluciones sinceras o impostadas de las estrellas que nos visitan. Ellos o ellas testimonian no haber experimentado nada igual antes.
Tenemos, en entonces, un curioso ritual de estadio. Al ritual, por lo general se lo identifica con lo sacro. Algunos especialistas prefieren hablar de “ritual secular”. Pero, está visto que las barreras entre lo sacro y lo secular son muy porosas, y mucho más en recitales como el de Coldplay. Los rituales han sido considerados estructuras con cualidades formales y relaciones definibles, como sistemas de sentido simbólicos, como acciones o procesos performáticos y experiencias. Las categorías se superponen. El ritual puede ser por lo tanto social (deportivo, político, cotidiano), religioso (ritos de pasaje), estético (formas codificadas), y todo en un mismo menjunje. Es, en resumen, un comportamiento ordinario que se transforma por medios de condensación, exageración, repetición y ritmo en secuencias especializadas que sirven para funciones específicas. ¿No sucedió eso en River cada noche? Exagerar y repetir una suerte de mandato. No se trata ya de cantar la introducción del himno en los partidos del seleccionado y subir los decibeles hasta donde la patria imaginaria lo reclame sino de demostrar un furor como auditorio que no debe admitir analogías. Gritos afirmativos y de confirmación: el pogo más grande, la aclamación más estruendosa, el cariño desbordante, la idolatría sin par, con sus vigilias frente a los hoteles. “¡Confirmado! Somos el mejor público del mundo”, dijo alguna vez La Nación, y apoyó su certeza en las opiniones de unos turistas. Alguna vez fueron los Stones, U2, AC/DC, The Police, Madonna, Kiss. Días atrás, Coldplay. Mañana, cualquiera.
En rigor, y como sostiene Fabián Holt en Everyone loves live. A theory of performance lo que ocurre en Buenos Aires se replica en otras ciudades del planeta. El concierto en vivo ha vertebrado un nuevo modo de relaciones con la música a partir de la digitalización y el streaming. Depreciada la mercancía en su formato histórico (el disco, el CD), el mercado ha convertido al recital en el nuevo pilar de la industria. La narrativa de la experiencia sinigual acompaña esa conversión. Hay que añadir acá un matiz: cierta apuesta a la desmesura no es patrimonio exclusivo de las audiencias en los estadios. Puede suceder en el Teatro Colón. Los aplausos interminables marcan rítmicamente un agradecimiento, pero, también, una exigencia performativa, la de poner en acto esa supuesta ontología de la respuesta sensorial. Como si se le dijera al artista: ahora vas a ver hasta dónde podemos llegar, ¿te bancarás esta devolución? Trataremos de que no la olvides nunca y, como Perón, la lleves en el oído como nuestra más maravillosa música.
Ahora bien, ¿podría pensarse en qué esas adhesiones tienen que ver con una buena escucha o una escucha reflexiva? Los 10 conciertos de Coldplay, esa bola de contaminacion sonora de la banda mainstream de la supuesta sustentabilidad ambiental añaden a vez un enigma. ¿Por qué justamente esa banda que tanto aman odiar muchos críticos sajones? Vuelvo a esto del amor por la música ligera. “No sé si podemos ser considerados una banda de rock ahora”, dijo Martin a TN. “Hacemos cosas diferentes”. Es así que los sobrevivientes de Soda Stereo funcionaron como figuras intercambiables. Martin cantó además con los coreanos de BTS y Tini Stoessel. Una velada transgénero, de un consenso que, en cierto punto, es un juego de suma cero, síntoma de un tiempo de antagonismos sin antagonismos.
Y ahí, Coldplay. “El peor grupo de mierda que he escuchado en toda mi puta vida”, lo ha definido el novelista y ensayista Chuck Klosterman en Sex, Drugs, and Cocoa Puffs. “No importa que suenen como una mediocre fotocopia de Travis, o que su mayor puto logro artístico sea un vídeo en el que su anodino y atractivo frontman camina por una playa en una tarde nublada. Nada de eso importa. Lo que importa es que Coldplay fabrica amor falso tan frenéticamente como la Ford Motor Company fabrica Mustangs”. Dijo Jon Pareles en The New York Times: “está claro que Coldplay es adorado: por las chicas de instituto y sus padres en busca de solaz, por los productores de hip-hop que samplean sus ricos sonidos instrumentales y por los rockeros emo que admiran las letras de corazón de Chris Martin. La banda emana buenas intenciones, desde las declaraciones políticas del Sr. Martin hasta las letras que insisten en su propia benevolencia. Coldplay es admirado por todo el mundo... por todos menos por mí”. Semejante tono ha repetido como un pasmoso interrogante Kanre Bakare, un crítico de The Guardian. Cómo es posible que un grupo que irrita tanto sea el que más estadios llena.
“La tendencia de Coldplay al sentimentalismo resulta desagradable para algunos. Pero lo cierto es que el público masivo quiere música que pueda poner banda sonora a los altibajos de su vida, y sus canciones son perfectas en ese sentido”, sostuvo Alexis Petridis. Al comentar el disco Music of the Spheres, también de The Guardian, consideró a su vez que, más que ensañarse con Martin y compañía, habría que pensar el modo en que su banda “da cuenta de que la música rock lleva un tiempo en un estado artístico moribundo” y que lo que se graba y toca en vivo realiza de un modo conscientemente utilitario, “con un ojo puesto en las estadísticas de Spotify”.
Paul de Revere, de la revista especializada Pitchfork estima que, a estas alturas, “las burlas a Coldplay son tan habituales que se convierten en un cliché que se presta a la parodia”. Si se pusieran juntas la “cacofonía” de opiniones negativas sobre el grupo y los “arrebatadores cánticos que la banda inspira al público de todo el mundo”, se llegaría a la conclusión de que Coldplay es percibida al menos de tres maneras distintas: los hacedores de una música “horrible”, un repertorio de canciones que concitan un mínimo interés y, además, una fuerza verdaderamente mesiánica (un mesianismo del amor y la corrección). Esas miradas divergentes merecen, a los ojos de Pitchfork, una reconciliación. “Sí, Coldplay es muy cursi. También son una banda de pop astuta que ha demostrado su voluntad de experimentar con resultados interesantes (Mylo Xyloto) y no tanto (Ghost Stories). Además, son una banda de estadio con canciones tan hímnicas que están diseñados aerodinámicamente para elevarse y reverberar por arenas de todo el mundo. En una época de monocultura moribunda, ¿qué puede ser más valioso?”. Y esto último se ha probado con creces en River, con el añadido del ritual de una devoción que excede el universo de los gustos para ubicarse en el del mandato hiperbólico de declarar que Argentina siempre puede ser un territorio del exceso.
AG