Me cuesta explicarle a la gente mi relación con el judaísmo, supongo que porque me cuesta explicar en general mi relación con la tradición. No fui a Bría y hace años que no piso un templo fuera de un rodaje: le echo la culpa a mi crianza, pero ya soy grande y es hora de hacerse cargo de que es una cuestión de personalidad. Me cuestan los lugares en los que se me invita a ser parte de una versión específica de la tradición, con personas que necesariamente la comparten. Me gustan las comunidades casuales, de gente que se conoce de cualquier lado y un día decide ponerse a celebrar algo que nunca ha celebrado a ver cómo les va; no me gustan tanto, la verdad, las comunidades de los que tienen auténticas cosas en común (si tuviera que tatuarme una frase sería una de Jean-Luc Nancy que ya he citado en estas columnas: “La comunidad de los que no tienen nada en común”). Me gusta celebrar Pesaj o Shabat o cualquier celebración que pueda convertir en una excusa para conectar con otras personas hablando de historias y conceptos. De hecho intenté hacerlo con las Pascuas católicas, porque que la tradición sea “mía” o no me da exactamente igual, pero no logré que nadie me hablara de una manera de convertir esa celebración en esto que me gusta a mí, algo que tiene temas de conversación y textos sagrados. Me da igual lo que se come, también: puedo comer comida judía en Pesaj como puedo comer sushi. A otra gente le gustan los rituales: a mí, sobre todo, me gustan los textos.
Y pienso que me gustan las tradiciones casi exclusivamente en su relación con textos por dos razones que son la misma: los textos pueden ser interpretados, y por eso tienen la posibilidad de orientarse hacia el futuro en tanto que algo más que la reproducción del pasado. A cada uno le emociona lo que lo emociona y no hay ningún sentimiento más valioso que otro, pero a mí no me emociona un rito o una tradición por el hecho de que cientos de años y generaciones atrás alguien haya hecho lo mismo que estoy haciendo yo esa noche; si eso me produce alguna emoción, en cualquier caso, es fobia. Lo que me emociona de las tradiciones es el hecho de ir acumulando palabras, ideas, razonamientos y herramientas que van armando un acervo para pensar la vida; me emociona contar con aprendizajes y maneras de pensar que son fruto de un trabajo colectivo intergeneracional, y sobre todo me emociona dar vuelta esos textos y utilizarlos para pensar problemas que sus autores no tuvieron ni podrían haber imaginado.
Me puse a pensar en esto por Pesaj, pero también por la marcha por la educación universitaria que vimos el martes, probablemente una de las más multitudinarias de las que participé en mi vida. Se habló mucho de la diversidad de los manifestantes, en todos los sentidos. Que había familias y estudiantes, gente con niños y muchos adultos mayores. Que mucha gente no se entusiasmaba con los cantitos peronistas ni con los que hacían alusión al “gorila” de Milei. Que si la lista de oradores del acto estuvo a la altura del pluralismo que caracterizó a la convocatoria. Pienso, entonces, que el mito de la universidad pública (que es una realidad, pero también es un mito) tiene exactamente estas dos características: es un consenso que puede interpretarse desde múltiples lecturas, incluso algunas que en nuestra época parecen contrapuestas, como la meritocracia y la justicia social.
Milei debería haberse avivado de que el discurso que él mismo agita, el de la responsabilidad individual y el esfuerzo por salir adelante, es exactamente el mismo que se encuentra detrás de la imagen histórica de las universidades estatales
Por esa misma apertura, en parte, pero también por su significado histórico, es una tradición y una idiosincrasia nacional que, aunque remita en algún punto también a una historia y un pasado que se extraña, apunta sobre todo a una idea de futuro. En una época sin esperanza, en la que ninguna fuerza política se anima a vender algo más ambicioso que salir del pozo y aguantar (y en el fondo probablemente está bien: la gente, más que nunca, está cansada de promesas vacías y ya no parece negocio políticamente ofrecer algo que no se sabe cómo proveer), la universidad todavía se conecta emotivamente no solo con la promesa del ascenso social, sino con una imagen de Argentina-como-país-normal que pocas instituciones hoy siguen evocando para personas de distintos valores políticos y extracciones sociales.
La clase media ha abandonado la escuela pública y la salud pública, y la clase media baja, en una gran medida, desearía abandonarla; en un país cuya población se ha vuelto bastante anti Estado (no lo digo yo, lo dicen las elecciones de hace menos de seis meses), las universidades públicas son de los pocos organismos con financiación pública que no solamente siguen teniendo una reputación moderadamente buena, sino que son espacios de los que la gente todavía se siente orgullosa de pertenecer, justamente por el modo en que en su imagen confluyen la retórica de lo público con la de los logros y las responsabilidades individuales: de hecho, todavía hay gente que dice (yo no lo digo, y no creo que sea cierto) que en las privadas te regalan el título; en la pública, en cambio, te lo ganás en buena ley. Es un espacio que en algún sentido es parte del Estado pero que escapa a la retórica tan popular hoy día (y amplificada por el partido gobernante) del Estado como un entregador permanente de dádivas a quienes no han hecho nada para merecerla. Milei debería haberse avivado de que el discurso que él mismo agita, el de la responsabilidad individual y el esfuerzo por salir adelante, es exactamente el mismo que se encuentra detrás de la imagen histórica de las universidades estatales.
Lo interesante, además, es que el perfume de futuro que ofrece la universidad pública no es ese de Dios-patria-familia que están intentando reversionar los conservadores de ambos lados de la grieta. La fantasía de la universidad pública (y me refiero a la fantasía, como antes me referí al mito, porque ni siquiera hace falta tomar posición sobre si la universidad pública, hoy, efectivamente representa los valores de la meritocracia, el ascenso social y la igualdad de oportunidades: lo hace de acuerdo a algunas medidas y criterios y no lo hace de acuerdo a otras, pero eso es indistinto para su valor social y emotivo en la memoria colectiva) nos interpela incluso a los que sospechamos de toda esa gente que de pronto se alarma por la baja de la natalidad en Argentina como si no fuera, en gran parte, resultado de un combate exitoso contra el embarazo adolescente. Tampoco evoca mitos nacionalistas racistas ni imágenes que fantasean con Ezeiza y Miami.
Es un ideal localista y globalista, liberal y popular. Esa comunidad de los que no tienen (casi) nada en común no pueda, probablemente, convertirse en un partido. Pero sí parece poder ponerles límites a los delirios de un gobernante desconectado, y eso, creo que se demostrará en los próximos años. No es nada poco.
TT/MF