OPINIÓN

La contrarrevolución cultural de Milei

29 de enero de 2025 06:41 h

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Parece claro, a esta altura, que el discurso de Javier Milei en el Foro de Davos no le sumó políticamente (quizás tampoco le restó –veremos–). Eso es visible no solo en la incomodidad de sus aliados macristas, sino en el propio Gobierno (los titubeos del diputado Bertie Benegas Lynch, tratando de defender torpemente los dichos de Milei, son muy significativos al respecto). Pero si el año pasado Milei ya había advertido a los foristas de Davos que Occidente se estaba yendo al tacho, ahora, recargado por la victoria de Donald Trump, fue a subir la apuesta, lanzándose a una virulenta cruzada anti-woke –término utilizado en los últimos años para definir despectivamente al progresismo actual–.

Luego del discurso varios funcionarios y el propio Milei salieron a decir que no había dicho lo que dijo –así como Elon Musk hizo un saludo nazi que no era un saludo nazi–. Pero Milei no solo tuvo expresiones homofóbicas, sino que se ocupó de abordar temas tan alejados de las preocupaciones de la Argentina como la inmigración islámica, repitiendo tópicos de la extrema derecha del Norte. No habló como presidente argentino, sino como salvador de un Occidente que está al borde del suicidio. Lo hizo, como suele ocurrir, con un conocimiento muy superficial de los problemas mundiales; como una suma de frases hechas tomadas de las cumbres nacional–conservadoras de las que participa y, posiblemente, de apuntes escritos por Agustín Laje, quien se destaca como polemista y, sobre todo, como un vendedor de ideas predigeridas –y listas para utilizar– por las derechas radicales.

El vínculo de Milei con Laje viene desde hace varios años. En 2019, ambos compartieron –junto con Nicolás Márquez, mentor de Laje– una presentación estelar en el Auditorio Belgrano. Pero hasta que Milei saltó a la política, se dividían las tareas. Laje vendía red pills culturales (la pastilla roja para ver el mundo desde el exterior de la Matrix) y Milei red pills económicas antikeynesianas. 

Hasta 2021, Milei solo hablaba de economía –tras su conversión al anarcocapitalismo, en 2013, difundía el credo libertario–. Pero al meterse en política, necesitaba un discurso más amplio y su odio patológico al progresismo lo llevó a buscarlo en el supermercado global de la alt-right: negacionismo climático, antiwokismo, teoría conspirativa del gran reemplazo (“reemplazo de los pueblos y la civilización occidental”) –que inspiró a autores de atentados sangrientos–, pánico moral sobre la ideología de género, antifeminismo. Al mismo tiempo, se vinculó a las fuerzas de extrema derecha, sobre todo el bolsonarismo en Brasil y Vox en España. También Milei comparte varias ideas con los pensadores neorreaccionarios vinculados a la high tech, sobre todo el rechazo a la democracia como un modelo subóptimo. Y tiene una relación de fan con Elon Musk o Donald Trump.

Ese universo de extrema derecha es muy heterogéneo –hay prorrusos y proOTAN, antiestatistas y proEstado, conservadores, libertarios y autoritarios, laicos y religiosos–. Lo que los une –el pegamento de la “internacional reaccionaria”– es el antiprogresismo. Y es ese antiprogresismo el que llevó Milei a las declaraciones en las que igualó homosexualidad y pedofilia.

Las nuevas derechas son solo superficialmente religiosas o directamente laicas, no proponen que las mujeres se ocupen del hogar (de hecho, hay cada vez más mujeres como líderes de estos movimientos) y tampoco fingen tradicionalismo –Marine Le Pen se mudó a vivir con una amiga; Milei tiene 4 “hijos de cuatro patas”– que no cuentan para la tasa de natalidad, como le recordó el ahora obsesionado natalista Elon Musk–; Trump fue inmune a sus escándalos con actrices porno.

Estas derechas, lejos de reducirse a un mero conservadurismo, son más bien reaccionarias, están llenas de veleidades revolucionarias y se proponen acabar con instituciones y consensos establecidos, incluida la actual institucionalidad multilateral. En el caso europeo, no dudan en aparecer en ocasiones como defensoras de los homosexuales contra la “islamización” al tiempo que rechazan a los colectivos LGBT o los derechos civiles para estos grupos. Así, Alice Weidel, candidata de Alternativa para Alemania (AfD), uno de los partidos más radicales de la extrema derecha –que incluye a nostálgicos del nazismo–, es lesbiana y está en pareja con una mujer no blanca mientras enarbola un discurso xenófobo que llega a proponer la “remigración”, algo a lo que no se atreve Marine Le Pen. Peter Thiel, ídolo de varias de las derechas estilo Milei –que considera que la libertad y la democracia ya no son compatibles– se declaró “orgullosamente gay y republicano”; el británico Milo Yiannopoulos buscó escandalizar al progresismo universitario estadounidense en 2016 con su “gira del maricón peligroso” (“Dangerous Faggot Tour”); en el partido de Marine Le Pen abundan los gays tanto entre sus votantes como entre sus referentes y lo mismo ocurre en Países Bajos o Austria. El nuevo secretario del tesoro de Trump, Scott Bessent, es un millonario abiertamente gay, mientras que el youtuber de Vox, Infovlogger, se declaró “marica” pero rechazó que los progres le digan “cómo ser gay”.

La obsesión antiprogresista amenaza con llevarse puestos derechos conquistados en estos últimos años. Los funcionarios que buscaron justificar a Milei terminaron proponiendo que los gays lo sean puertas adentro –una suerte de vuelta masiva al closet–. Contra lo que pretenden incluso muchos gays que apoyan a Milei, los derechos LGBTI se consiguieron gracias a las organizaciones que ellos desprecian, así como muchos derechos de las mujeres se consiguieron gracias a los feminismos. Incluso los gays libertarios disfrutan de esos derechos, incluido el hecho de poder vivir en una sociedad más tolerante y abierta.

Milei puede no ser personalmente homofóbico –no lo sabemos y no importa mucho, sí sabemos que tiene algunas obsesiones con la vaselina, los mandriles y los “niños encadenados en un jardín de infantes”–. Pero su batalla cultural antiprogresista lo lleva a ser un ventrílocuo de Agustín Laje, que sí es homofóbico y cuyo proyecto es arrasar con los derechos de mujeres y minorías sexuales –y ahora, gracias al gobierno, consiguió abundantes fondos privados para su fundación–. 

La idea de que la figura del femicidio representa un privilegio, cuando la persona sujeto de ese privilegio fue asesinada, da cuenta de las perversidades ideológicas del antiwokismo, declinado como anti-antirracismo, antifeminismo, antiderechos LGBTI, antiambientalismo. En la era del resentimiento y “pasiones tristes” –producto en gran parte de la impotencia política generalizada para cambiar el estado de cosas– es fácil traducir todo como “privilegio” –hasta los femicidios–.

Estamos en un momento en el que debemos defender al liberalismo de los propios liberales en medio de la gran capitulación ideológica de una parte del liberalismo frente a la ola reaccionaria (nada nuevo en la historia). Y no solo del liberalismo. Los “Mileicomprensivos” en las filas de nacional-populares abundan en el espacio público.

El libertario Jeffrey Tucker resumió, en 2014, varias de las tensiones señaladas, apelando al concepto de “libertarismo brutalista” para significar a los libertarios encandilados por ciertas formas de fascismo: “La libertad permite la cooperación humana pacífica. Inspira el servicio creativo de los demás. Mantiene la violencia a raya. Pero a los libertarios brutalistas todo esto les resulta aburrido y lo que les impresiona de la libertad es que les permite formar tribus homogéneas, odiar y segregar –siempre que no se utilice la violencia–, expresar opiniones racistas y sexistas, rechazar la modernidad. Y añade: ”Los brutalistas tienen razón técnicamente en que la libertad también protege el derecho a ser un completo imbécil y el derecho al odio, pero tales impulsos no fluyen de la larga historia de la idea liberal “. 

Quizás la incomodidad oficial por las declaraciones de Milei en Davos (salvo en los casos de Laje o Márquez que las celebran) no sea una mera incomodidad ideológica. La consigna de “no volver al closet nunca más” o de no retroceder en la legislación sobre los femicidios puede darle al progresismo -hoy desmovilizado y golpeado pero no menos numeroso que ayer- una bandera para removilizarse y ensayar una nueva forma de transversalidad civilizatoria frente a esta forma de brutalismo reaccionario. 

PS