El autoritarismo que viene mostrando Gerardo Morales desde que asumió como gobernador de Jujuy se nos muestra en estos días en un nuevo capítulo. La imposición de un texto constitucional en la provincia en un trámite express, sin debate, entre gallos y medianoche, generó una crisis política con pocos precedentes. El pueblo jujeño está en las calles resistiendo lo que a todas luces es una reforma que tiene poco que ver con el interés de la gente común y mucho con el de las corporaciones mineras transnacionales y las élites locales. Entre otros, dos puntos generaron las mayores resistencias. El primero se relaciona con los artículos que refuerzan las potestades de quienes tienen títulos de propiedad privada y les garantizan una intervención más enérgica del Estado para su defensa. Esa asistencia que se promete al propietario viene de la mano de la vulneración de los derechos de los pueblos originarios sobre las tierras que poseen y más obstáculos para el reconocimiento de otras que les corresponden. El segundo punto, relacionado con el primero, es que el texto constitucional limita severamente el derecho a la protesta. En síntesis: menos derechos para todos salvo para los propietarios y menos derechos para protestar por la privación de derechos.
Detrás de la reforma no cuesta percibir los intereses en juego, que no son otros que la puja por el control del negocio del litio, buena parte de cuyas reservas se encuentra en tierras de pueblos originarios. Como sucede con otros emprendimientos mineros, la extracción de litio compromete las reservas de agua y la calidad de los suelos, lo que afecta no solo el futuro ambiental, sino también las actividades económicas de pastoreo que existen en esas zonas. Como sucede en otras regiones del país, las poblaciones locales sienten, con razón, que se verán perjudicadas en nombre de un negocio que no es para su beneficio.
Todo en el modo en que se viene encarando la explotación del litio lleva un cartel de alarma. El mineral no se extrae mayormente para generar valor agregado local, sino para exportar; es un requerimiento de producción de otros países. La información elemental no está disponible. No es posible saber cuántos recursos está aportando realmente. Los contratos que se celebraron en Argentina con las multinacionales establecen regalías para el Estado mucho menores que las que se convinieron en Bolivia o en Chile. Además, esas regalías, como en el resto de la actividad minera, se calculan no sobre lo que la empresa extrae, sino sobre lo que declara que extrae. Las maniobras para eludir tributación ya se hicieron notar en un caso millonario (vaya uno a saber cuántas más hubo y habrá). Y además las empresas acceden a beneficios fiscales y cambiarios y a obras de infraestructura costeadas por el Estado.
Como otras supuestas panaceas extractivistas –Vaca Muerta, el petróleo offshore, etcétera– la del litio también se nos ofrece como la salvación, el negocio del futuro, el camino ineludible hacia el “desarrollo”, la varita mágica para terminar con la pobreza. Pero, al igual que las demás, tampoco en este caso tenemos la posibilidad de evaluar en qué medida traerán los beneficios económicos prometidos. Como sostuve en otra de mis columnas, en la cuenta de lo que supuestamente deja como ganancia para el país, nunca se calculan los costos. Puede que sea beneficioso, puede que no, pero el hecho es que no accedemos nunca a la cuenta completa. No hay un cálculo de lo que el Estado pone para desarrollar la infraestructura que la industria necesita y de los incentivos que le otorga. ¿Y si estamos poniendo más de lo que recibiremos? Imposible saberlo. No sabemos tampoco qué pérdidas generará indirectamente en otras actividades (como causa Vaca Muerta, por caso, en la industria frutícola del Alto Valle). ¿Y si lo que ingresa por una nueva actividad es similar a lo que se pierde por el deterioro de una anterior? No lo sabemos. Y tampoco sabemos cuánto pagaremos para recuperar los territorios contaminados, para hacer frente a posibles accidentes ambientales o como costo extra en servicios de salud para la población afectada. Nunca accedemos a la cuenta completa, solo a la promesa de ingresos de corto plazo en las arcas pública. El ingreso bruto, no el neto.
Está claro que las multinacionales y las élites políticas ganan. Pero no es posible saber si al resto, en el mediano y largo plazo, nos queda algún centavo de parte de empresas que, además, levantarán campamento (y se llevarán los pocos puestos de trabajo que generan) apenas se agote el mineral o apenas baje su valor. Dicho sea de paso, todo indica que el litio lo perderá bastante pronto: va siendo cada vez más claro que las baterías que lo utilizan no son una alternativa tecnológica con futuro. Otra vez, apostamos a sectores de patas cortas y no a los que se perfilan como las mejores opciones.
Se supone que la racionalidad de las decisiones económicas se establece por un cálculo de costo-beneficio. En estos casos, los costos que van a “socializarse” y pagaremos todos se nos mezquinan sistemáticamente. No digo con esto que el litio no deba extraerse. Toda actividad económica tiene sus costos ambientales y de otros tipos, claro. Lo que digo es que estamos tomando decisiones sin evaluar cabalmente costos. Y, por ende, no sabemos el costo de oportunidad que nos genera no estar invirtiendo en otras actividades. Estamos a ciegas, mirando solo la caja chica del gobernador de Jujuy.
Pero además existen otros costos, tangibles a intangibles, que la revuelta jujeña nos ayuda a percibir. ¿Cuánto viene costando, en términos estrictamente económicos, sostener una reforma constitucional en contra de la voluntad de los jujeños? ¿Quién paga las horas extra de la policía que reprime, los cartuchos de balas de goma, los gases lacrimógenos, las jornadas de trabajo perdidas, la atención médica de los heridos? Ciertamente esas facturas millonarias no irán a la oficina de los dueños de las compañías mineras en Australia, China u Holanda: las pagaremos los ciudadanos argentinos. Aunque sean ellos quienes generan los gastos.
Pero, acaso, más importantes que esos costos monetarios son los costos intangibles, los que no se pueden calcular en dinero. ¿En qué cuenta ponemos el deterioro institucional que trae imponer proyectos que la gente rechaza? ¿Cuánto nos cuesta, en términos de credibilidad del sistema político, que se sancione una constitución que nadie conoce, de un día para el otro? O puesto al revés ¿Qué ganancia de calidad institucional nos perdimos por no haber hecho, como corresponde, una reforma participativa, que la gente pudiera sentir como propia, que entusiasme? ¿Cuánto nos va a costar que los niños jujeños crezcan percibiendo al Estado como un ente oscuro al servicio de empresas que ni siquiera son de aquí? ¿En qué medida va a empeorar la inseguridad por el hecho de esos niños vean a la policía como una fuerza violenta de ocupación, injusta, en lugar de una institución que los cuida? Claro que la antipolítica es muy provechosa para los empresarios. ¿Pero cuánto nos cuesta a los demás?
En la cuenta también habría que agregar el miedo y el deterioro de los derechos civiles y humanos elementales. ¿Qué violencias futuras traerá la nueva costumbre de la policía de Morales de disparar perdigones a la cara para dejar ciegos a los manifestantes, de utilizar vehículos sin identificación, de irrumpir en los domicilios sin orden judicial, de maltratar detenidos? ¿Cómo se mide el miedo? ¿Cuáles son los efectos futuros de la rabia que hoy generan? ¿Y cuánto nos cuesta, como sociedad, que la principal fuerza de oposición salga a atacar nuevamente a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos cuando alerta sobre abusos evidentes? ¿Qué otras violaciones a los derechos humanos se habilitan al desacreditar a las agencias que los vigilan?
El Estado debería tomar sus decisiones racionalmente, haciendo la cuenta completa de los beneficios y de los costos, económicos e intangibles, que cada decisión conlleva. Que eluda sistemáticamente el cálculo y que deba reprimir masivamente para imponer sus decisiones indica que no es a la sociedad a la que representa, sino a intereses que permanecen en las sombras.
EA