En el año 1929 se desmorona el mundo burgués. Se trata de la derrota de una concepción del mundo y de un modo de vida sostenido por un marco ético-político basado en valores como orden y progreso, ciencia e industria, república y laicismo, educación popular. El positivismo fue la última filosofía del capitalismo industrial y colonial.
Acercaré de un modo tangencial dos acontecimientos en principio inconmensurables que le dan relieve a aquel año: la conferencia de Davos que enfrenta a Ernst Cassirer, autor de La filosofía de las formas simbólicas (1923-1929), con Martin Heidegger, el filósofo de Ser y tiempo (1927), y la debacle de Wall Street. Puede parecer ridículo trazar un paralelo entre un coloquio en los Alpes Suizos que no reúne más que a un par de cientos de estudiantes y académicos europeos, y una catástrofe financiera que derrumba un sistema económico global.
Pero la diferencia de sus resonancias es temporal. El derrumbe de la bolsa tiene consecuencias inmediatas, mientras la diatriba entre los dos filósofos tuvo efectos retardatarios.
El mundo burgués se construye de fragmentos que se componen con el tiempo a partir de referencias heterogéneas. No se sintetiza en un único gesto. Tres íconos signan su perfil: el Renacimiento, la Reforma y la Ilustración. Elegimos una bisagra que nos permita ensamblar el tríptico, nos referimos a la hegemonía de la palabra. Materialidad verbal que se despliega entre el contrato y la promesa, desde la contabilidad del Quattrocento al contrato social en Rousseau, del sapere aude en Kant al análisis de la responsabilidad en Nietzsche y la ética protestante en Max Weber. El mundo, dice Sandor Marai en Confesiones de un burgués, se sostiene en el peso de la palabra.
Peter Sloterdijk recuerda que este culto a la palabra es el fundamento del humanismo: “nada de lo escrito me es ajeno”, es su consigna. Existe un vínculo entre una antropología que trasmite una concepción del hombre civilizado y la importancia del dominio de la gramática.
¿Qué tiene que ver esta imagen del hombre con atributos con el burgués? En que el cumplimiento de la palabra empeñada responde por la respetabilidad, la corrección y la honestidad. Es la moral burguesa.
Seis meses antes de la debacle financiera, Cassirer defiende este mundo; para él la filosofía tiene una misión, un deber, una tarea, que se condensa en un trabajo intelectual para ampliar las libertades. El fin del ser humano es hacer uso de su libertad, porque esta libertad, decía Kant, hace del hombre algo más que un ser natural. Al proponerse fines, se convierte en un ser moral, puede mejorarse a sí mismo. Tiene un horizonte de perfectibilidad.
Por eso para el judío alemán Cassirer, heredero de la Ilustración y de la República de Weimar, la libertad del hombre se manifiesta en su creatividad. El universo de las formas simbólicas es la muestra de que la espontaneidad de la razón genera lo que llamamos cultura. Somos creadores y no criaturas. La generación de símbolos es trascendente, supera los límites de la temporalidad.
Heidegger responderá con una nueva filosofía alejada de los idealismos. Su visión de una vida auténtica se basa en la asunción del tiempo como rúbrica definitiva de la existencia, que de ser auténtica debe asumir la angustia ante la nada y el ser para la muerte.
Los dos filósofos en principio se disputan sobre el legado de Kant. Para Cassirer se trata de la moral de la libertad, para Heidegger de las consecuencias de la finitud.
La opinión pública y la atmósfera presente le da el triunfo a Heidegger, es lo nuevo, otra voz, otra inquietud. Cassirer, alto, con el pelo blanco, quince años mayor que su adversario, de traje y corbata, elegante en sus maneras y un proceder cordial que intenta integrar a su adversario en un discurso común, frente a un nuevo filósofo agresivo, bajo y macizo, que se presenta fuera de hora en ropa de ski. Un alpinista excéntrico que con su descuido de las formas seduce a los jóvenes presentes.
Heidegger muestra su desprecio por los valores de Weimar, las ilusiones de una burguesía decadente montada sobre las cenizas de los soldados muertos hacía no más de diez años, que encarna los modelos extranjerizantes de los que humillaron a la patria.
Para el futuro rector de la universidad de Friburgo, Weimar no era más que un producto de Londres y París.
Palabrerío moral, cobardía, inautenticidad, Heidegger es antihumanista, no existen para él valores universales que conforman una entidad llamada humanidad. El hombre es un ser ahí, arrojado en el mundo, que se sabe mortal y que debe sostener su pregunta sobre el sentido ante la nada.
La filosofía de la existencia nace a mediados del siglo XIX con Kierkegaard que reacciona contra la totalidad del sistema hegeliano, y proclama los derechos del individuo y la singularidad ante el tsunami fatal de la historia. Heidegger, sin la patética existencial del danés, continua esa tradición con el agregado de la erudición clásica propia de un escolástico alemán.
Es el fin de un mundo filosófico, coincidente en el tiempo con el fin de otro mundo, el que ya hemos mencionado, el del burgués. Por supuesto que perduran restos del antiguo por la inercia misma de los sistemas, hay y habrá kantianos como pregoneros del librecambio.
Con el derrumbe bursátil de 1929, nacen nuevas sociedades, nuevos sistemas políticos y nuevos líderes. Stalin, Hitler, Franco, Zalazar, Mussolini, no se trata sólo de lo que Hannah Arendt llama totalitarismo, sino también de Franklin D. Roosevelt y su New Deal.
En la entreguerra aún languidecen los viejos sistemas como la Francia de León Blum y Édouard Daladier o la Gran Bretaña de Lloyd George y Chamberlain, pero no pueden disimular su agonía y la pérdida de su poder. La monarquía imperial y la tercera república se disuelven lentamente.
El imperio americano ya no es burgués, su capitalismo es otro, su relato tampoco es el mismo. Aún hoy, en que sospechamos su decadencia, no encontramos la palabra precisa para designarlo, como tampoco sabemos cómo nombrar a su contendiente, el régimen chino. Como si las palabras comunismo y capitalismo fueran anacrónicas, lenguaje viejo para realidades nuevas.
Los filósofos hablan de vida líquida, sociedad del cansancio o de la posverdad, de neoliberalismo, de posmodernidad, neocomunismo o era del vacío, da lo mismo, los nombres fallan, sólo nombran efectos superficiales y obvios. Inscribir lo banal en una tradición prestigiosa marca la tendencia de nuestros días entre intelectuales globales.
Entre nosotros, los argentinos, alejados de los centros del poder mundial, las repercusiones no dejaron de producirse después del quiebre económico y financiero global. En lo fundamental nuestra economía dependía del consumo británico como también de Inglaterra derivaba lo que comprábamos. Lo que aconteció en Wall Street cambia las fichas del tablero mundial y pone en cuestión el modelo agroexportador de nuestro país.
La década del treinta, conocida por infame, tuvo una infamia dominante: la impotencia. Ante el nuevo escenario global, no supo qué hacer. Ni en lo económico y menos en lo político. En lo económico dispuso de un excelente gabinete ministerial con el que inició un proceso de industrialización inconcluso al no modificar las relaciones de fuerza con lo que Félix Weil – fundador y mecenas de la escuela de Frankfurt - en El enigma argentino, llamó “el poder de los estancieros”. En lo político con Uriburu quiso ser fascista y no lo consiguió. Con Justo quiso ser liberal y fue fraudulento.
En nuestro país durante la década del treinta se origina un interés creciente sobre nuestra identidad. Emerge una grupo de intelectuales que ante el fin del modelo imaginado por Alberdi y Sarmiento y llevado a la práctica por Roca, se preguntan por la identidad de la nación y por la argentinidad. Los llamo los “argentinistas”. Los más interesantes son los que están a la deriva y responden de acuerdo a su desorientación. Martínez Estrada, Scalabrini Ortiz y Eduardo Mallea son los más notorios.
En el terreno filosófico se reproduce la confrontación de Davos. Académicos como Alejandro Korn y Francisco Romero se dedicaron a difundir la filosofía neokantiana o la filosofía de los valores de Max Scheler. Carlos Astrada, becado en Alemania, trae al país la novedad heideggeriana en sus aspectos primitivistas, que sostendrá en textos en los que encomia a la tierra, a la pampa y a la figura del gaucho.
Otros encuentran una respuesta al ser argentino en la hispanidad, en el catolicismo y la colonia. Son los primeros revisionistas históricos y los representantes de una derecha reaccionaria que se prolonga en el tiempo. De los hermanos Irazusta en el primer caso a Julio Meinville y Martinez Zuviría como ejemplo de antisemitas de relieve en el último.
Davos, sitio paradisíaco de un invierno eterno, en el que se reunieron aquellos dos filósofos y desde hace medio siglo congrega a los grandes jerarcas del mundo.
TA