Una de las noticias con mayor despliegue en las primeras semanas de vida de elDiarioAR fue el femicidio de Úrsula Bahillo, una joven de 18 años de la localidad de Rojas, provincia de Buenos Aires.
Úrsula fue asesinada de varias puñaladas por su expareja, Matías Martínez, un policía bonaerense de 25 años. Fue un crimen anunciado. Un juez de paz de Rojas desoyó múltiples denuncias de que Martínez había violado reiteradamente la restricción perimetral impuesta por violencias previas. Además, un mes antes del homicidio, otro magistrado de la ciudad de Mercedes había actuado con negligencia en una causa en la que el fiscal había pedido la detención de Martínez por presuntamente abusar de una niña discapacitada. El cuadro de desprotección se completó con una Comisaría de la Mujer en Rojas que permanecía cerrada durante la noche y una Municipalidad que también desatendió las alertas.
El asesinato de Úrsula despertó la reacción de jóvenes de Rojas, en especial, de chicas de su edad. La Policía local respondió con desmanes, como suele ocurrir. Nerina Moyano, entonces de 20 años, madre, víctima ella también de violencia machista, casi perdió un ojo cuando recibió una bala de goma en el rostro mientras manifestaba frente a la comisaría, en plena madrugada.
Ante este panorama, encuentra sentido la consigna primaria de “creerle a la víctima”. Úrsula habría necesitado un juez, un comisario y un asistente social que tomaran su caso en serio, que percibieran el peligro e impusieran medidas efectivas para protegerla. Podrían haber salvado su vida.
La joven de Rojas fue un caso entre miles de mujeres a lo largo del tiempo que pidieron auxilio y fueron abandonadas por instituciones del Estado desidiosas ante sus asesinatos anunciados. Durante décadas, la norma fue que mujeres que se atrevían a denunciar a golpeadores, se encontraran con funcionarios, policías, fiscales o jueces que actuaron como verdaderos cómplices de su destino final.
Úrsula habría necesitado un juez, un comisario y un asistente social que tomaran su caso en serio, que percibieran el peligro e impusieran medidas efectivas para protegerla
Con más exactitud, no es una cuestión de creer, sino de capacidad de escucha, asistencia y protección de parte del Estado, máxime ante delitos tan arraigados en la desigualdad de poder. Dar por válida una versión antes de las pruebas inequívocas (creer) pasa a tener un sentido negativo cuando se trata de instituciones que deben impartir justicia o de colectivos que denuncian situaciones de opresión.
Trasladada al plano judicial o incluso político o periodístico, la expresión “creerle a la víctima” choca con principios básicos del estado de derecho.
Una mirada apegada a la ley debe aferrarse a la presunción de inocencia y el debido proceso para asignar culpabilidades, y ese punto de partida forma parte de los derechos humanos elementales, más allá de lo aberrante del delito en juego.
No caben en este punto razonamientos ramplones de que una sentencia prematura —jurídica o mediática— contra un acusado de violencia machista es un riesgo válido a correr en aras de proteger a quien denuncia violencia de género. La presunción de inocencia y el deber del Estado de proteger a personas vulnerables no son derechos contrapuestos. Así como hay ejemplos de golpeadores que fueron celebrados como “machos” por el sistema durante largos años, también los hay de figuras públicas que sufrieron el escarnio por años tras haber sido víctimas de acusaciones que terminaron demostradas como falsas en los tribunales.
La denuncia por golpes de Fabiola Yáñez contra Alberto Fernández, con todo el sustento de verosimilitud que dan las fotografías y los chats reproducidos, volvió a poner sobre la superficie que “hay que creerle a la víctima”.
Las inconsistencias de Yáñez, que también las tuvo en cantidad, quedaron empequeñecidas ante un acusado que no atinó a dar una versión mínimamente coherente sobre su propia (no) reacción al recibir en su momento la acusación en su whatsapp “venís golpeándome hace tres días”.
“¿Vos le creés?”
La pregunta encontró la habitual respuesta fulminante de los medios y en la política, con énfasis todavía más inusitado.
Nuestra televisión no se habilita la debilidad de la duda. Para dar vía libre a la furia del insulto y la especulación política, había que demostrar convencimiento absoluto, hacer de cuenta de que lo denunciado ya era cosa juzgada, como si los sistemas político y mediático necesitaran una redención de su machismo consuetudinario. Alguna mención esporádica sobre la presunción de inocencia actuó en algunos casos como una pausa para tomar aire y reiterar: “yo le creo a la víctima”.
En el fuero íntimo, cada uno tiene derecho a percibir lo que quiera y sería irrelevante para la discusión pública, pero la expresión de creencia coronada en la pantalla televisiva y las redes, además del desprecio por una norma básica de convivencia como el debido proceso, pone en evidencia un rasgo esencial del debate en Argentina. Creer o no creer tiene más que ver con el quién que con el hecho en sí mismo. En tiempos de debate binario, un corrupto o un golpeador tiende a ser reconocido como tal de acuerdo a su identidad política o social.
Sobran ejemplos de doble rasero ante denuncias o rumores sobre personajes públicos, en todo el arco político. El tan mentado “creerle a víctima” se esfuma en el discurso imperante sobre el gatillo fácil. Para los ultras gobernantes, allí no sólo no hay víctima, sino que hasta pretenden privar a quien recibió un balazo por la espalda o a su familiar de ejercer su derecho de acusación. Hasta firmaron el objetivo en un proyecto legislativo que sobrevuela el Congreso.
Cuando el Estado es terrorista
La violencia institucional y el terrorismo de Estado ubican la pregunta sobre la creencia en la víctima en otro estamento.
Las instituciones estatales son las responsables de garantizar el cumplimiento de los derechos constitucionales. En los papeles, las fuerzas de seguridad deben combatir el delito con la ley en la mano y la espesa trama del Poder Judicial se encarga de llevar a cabo un proceso con garantías para delimitar absoluciones y condenas. Cuando el Estado se vuelve terrorista, nada de eso funciona. Las comisarías y los tribunales pasan a ser engranajes de complicidad o directamente perpetradores directos de violaciones a los derechos humanos.
En ese contexto, ante la nula posibilidad de amparo estatal, “creerle a la víctima” se impone como una obligación desde la perspectiva de los derechos humanos.
Como demostró el proceso de Memoria, Verdad y Justicia, terminada la dictadura, el postulado de la denuncia se mantuvo, porque el Estado siguió siendo responsable de miles de desapariciones y cientos de sustituciones de identidad, pero a la hora de los juicios, rigió el debido proceso, con derecho a la defensa hasta que hubo sentencia.
SL/DTC