Ante la decisión de la Corte, se necesita coraje institucional para el Riachuelo
Se acaban de cumplir 30 años desde que el derecho al ambiente sano fuera reconocido en la Constitución Nacional, un acontecimiento que marcó el ingreso de la cuestión ambiental como asunto exigible y de competencia estatal. La reforma de 1994 también implicó un nuevo reparto de poderes entre la Nación y las provincias: si los recursos naturales son dominio originario de estas últimas, es a la Nación a la que le corresponde dictar leyes de presupuestos mínimos que conceden una tutela ambiental uniforme para todo el territorio nacional.
Por muchos años esta nueva institucionalidad fue letra muerta, y ya entrado el nuevo milenio fueron las movilizaciones ciudadanas en contra de la expansión de las fronteras de extracción y diversos conflictos como el de las plantas de celulosa en el río Uruguay las que dieron visibilidad la cuestión ambiental en Argentina.
Pero, sin duda, el aspecto más relevante que hizo entrar la cuestión ambiental en la agenda institucional fue la intervención de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Beatriz Mendoza”, la causa del Riachuelo.
La cuenca Matanza Riachuelo es mucho más que un cauce contaminado, es la expresión visible de las fallas y las promesas incumplidas del modelo de desarrollo argentino. Como primer destino de los inmigrantes en el siglo XIX, como espacio portuario-industrial a mediados del siglo XX y desde siempre, como sitio de descarga de actividades contaminantes y lugar de localización de asentamientos populares, el Riachuelo forma parte de un imaginario urbano que —con cierto fatalismo— evoca la contaminación y la degradación ambiental.
La sentencia de la Corte, en julio de 2008, marcó un punto de inflexión porque estableció una política de largo plazo para la recomposición ambiental en un territorio que abarca 14 municipios bonaerenses y el sur de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La novedad que introdujo la causa fue la exigencia a los tres Estados con competencia en la cuenca de realizar un plan de recomposición ambiental de carácter integrado con el objetivo de mejorar la calidad de vida de los habitantes de la cuenca, recomponer el ambiente en todos sus componentes (agua, aire y suelos) y prevenir futuros daños con suficiente y razonable grado de predicción. Esto llevó a la creación de la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo (Acumar) a través de la Ley 26.168, un organismo sin precedentes en Argentina que, pese a sus limitaciones políticas y financieras, concentró en los últimos años el grueso de la atención de la cartera ambiental y permitió sentar bases para una política ambiental en los municipios metropolitanos.
Es preciso decir que estamos muy lejos de haber resuelto el problema. Recordemos que fueron los habitantes de Villa Inflamable y trabajadores de la salud quienes presentaron la demanda ante la Corte exponiendo sus dolencias derivadas de altas concentraciones de plomo en sangre.
A la fecha, muchos de estos demandantes no han podido acceder a una vivienda digna que les permita mejorar sus condiciones de salud y tampoco han recibido la atención médica que merecen. Esto constituye una forma de violencia que naturaliza el hecho de que ciertos grupos sociales deban quedar irremediablemente asociados al peligro tóxico, la contaminación y la enfermedad que de allí proviene.
Restituir justicia ambiental a los habitantes de la cuenca requiere alterar el balance de poder ir contra el status quo que permite que los grupos más desaventajados de la sociedad tengan que sufrir la carga mayor del daño ambiental.
La reciente decisión de la Corte Suprema de Justicia de dar por terminada la supervisión del cumplimiento de la sentencia dictada en julio de 2008 y ordenar que se archiven los legajos que componen la causa es a todas luces un retroceso institucional. La Corte no puede asumir que el daño ambiental ha cesado pues el denominado Plan Integral de Saneamiento Ambiental aún no se ha ejecutado en su totalidad y precisamente se basa en pilares que el mismo tribunal estableció: información pública; cesación de la contaminación de origen industrial; saneamiento de basurales; limpieza de los márgenes del río; expansión de la red de agua potable; extensión del sistema de desagües pluviales, saneamiento cloacal y plan sanitario de emergencia.
La salida de la Corte implica desentenderse de un proceso impulsado por el Poder Judicial, que buscó dar legitimidad a la cuestión ambiental como asunto de Estado y que generó enormes expectativas sociales. La Acumar atraviesa uno de sus peores momentos dado que tiene diezmada su estructura organizativa y enfrenta (como el resto de los organismos estatales) el congelamiento presupuestario que impacta seriamente en la interrupción de las obras de saneamiento. En los últimos meses hubo despidos en el organismo, lo que implicó el desmantelamiento de las acciones territoriales de asistencia en salud en los barrios populares. Sin el sostenimiento de las acciones desde el Poder Judicial es posible que muchas de las políticas que se consolidaron en los últimos años vuelvan a fojas cero.
La causa del Riachuelo muestra que las políticas públicas también pueden ser el resultado de los conflictos o, para decirlo en clave sociológica, de una determinada productividad social. Si esta causa permitió que se abriera una discusión política relevante sobre los criterios que ordenan la distribución y el merecimiento en la Región Metropolitana de Buenos Aires, si esto nos sirvió para entender que no podemos ignorar a quienes viven del otro lado del río, entonces no es momento de voltear la mirada.
La crisis que atraviesa la sociedad argentina por el impacto de medidas brutales de ajuste y el colapso ecológico en ciernes requieren del mismo coraje institucional que dio lugar a la sentencia del Riachuelo. Señores jueces: los que viven en los sitios más contaminados de la cuenca son nuestros iguales, son ciudadanos con derechos, merecen la ciudad tanto como el resto de sus habitantes y no habrá justicia para el Riachuelo mientras no se alteren las condiciones que producen el sufrimiento ambiental.
*Socióloga, profesora en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), Investigadora Principal del Conicet.
ED/JJD
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